A solas con Alfred Hitchcock
Es inconfundible. Nadie duda un segundo en reconocerlo: ese señor gordo y calvo que aparece a veces en televisión es Alfred Hitchcock. Es más, nadie tampoco duda al afirmar que ese mismo señor hace películas de terror. No faltará también quien silbe o tararee en su honor la Marcha fúnebre de una marioneta de Charles Gounod. Y punto. Hitchcock lo logró: todo el mundo sabe quién fue. Pero esa popularidad es también su maldición: su reputación de director de filmes “truculentos” impide un análisis a fondo de su obra, más allá del reconocimiento de los valores de la misma como simple entretenimiento fílmico. «Mucha gente piensa que soy un monstruo, y ellos realmente lo creen, ¡yo se los he dicho!», exclamaba Hitchcock. Y eso es triste, en la medida en que desconocer e ignorar la complejidad de su cine nos priva del disfrute pleno de sus películas, cincuenta y tres obras que constituyen un cuerpo cinematográfico sólido y perfectamente coherente, como corresponde a todo un Autor, así, con mayúsculas. A uno cuyo nombre, antecediendo sus películas, era garantía de calidad en la propuesta visual y efectividad narrativa fuera de toda duda. Por eso la invitación es a quedarnos hoy a solas con el cine de Alfred Hitchcock, rememorando en silencio sus películas y descubriendo las asombrosas claves simbólicas que las recorren y las hacen únicas e inconfundibles, tanto como a su obeso creador.
Cuando el crimen no importa
¿Qué pretendía Alfred Hitchcock? ¿Por qué su fascinación por el lado oscuro del alma? Estos interrogantes han obtenido una enorme cantidad de respuestas sin realmente haber llegado al fondo de los motivos de un hombre que desde su tercera película, The Lodger, estrenada en 1927, puso las cartas de sus preocupaciones sobre la mesa: el crimen, la obsesión, la culpa, el engaño, la sospecha. Un asesino de mujeres rubias azota a Londres protegido por las sombras, mientras las sospechas van cercando al extraño inquilino de una familia, cuya hija -claro- es rubia y novia de un detective. El hombre es falsamente inculpado y perseguido, sin saber nadie que se trata del hermano de una de las víctimas. Claroscuros, sombras, primeros planos, líneas perpendiculares, la noche: Hitchcock había estado trabajando brevemente en Alemania y su contacto con el cine expresionista germano, con Murnau, con Lang, con Lubitsch es evidente aquí, en este drama silente que sería brújula y prematuro resumen de sus filmes posteriores, muy a la manera de lo que ocurrió con Federico Fellini y El jeque blanco, su primera cinta como director autónomo: allí está ya por entero. Lo demás será acabar de descubrirse, aprender nuevos trucos y pulir lentamente un estilo visual y narrativo donde el espectador era un componente primordial al que Hitchcock se solazaba en asustar, manipular y engañar.
Truffaut lo decía: “Ustedes llaman a este hombre ‘Hitch’, nosotros le decimos ‘Monsieur Hitchcock’. Ustedes lo respetan porque filma escenas de amor como escenas de crimen. Nosotros lo respetamos porque filma escenas de crimen como si fueran escenas de amor”. La diferencia es menos sutil de lo que parece. Hitchcock no se aproximó nunca al crimen de la manera brutal o gráfica como estamos acostumbrados a ver en las películas de hoy en día, supuestas hijas de su cine. En muchísimas ocasiones el crimen era sólo una pista falsa, un medio para conducirnos -por medio del suspenso- a la reflexión última adonde quería llevarnos. En La ventana indiscreta nunca vemos el crimen que echa a rodar la trama, nunca entendemos las motivaciones del asesino, ni vemos su punto de vista. En Frenesí el asesino lleva a una de sus víctimas a su apartamento, donde va a violarla y estrangularla. La cámara -y nosotros con ella- los acompaña hasta la puerta, desde donde descendemos de nuevo hasta el corredor y la calle. Ya podemos suponer qué va a pasar, no hay necesidad de mostrar nada más.
Esa pista hueca, esa motivación vacía de significado que el director nos plantea para que -inocentes- la sigamos, también tiene nombre. Bautizada “MacGuffin”, puede corresponder en sus películas a cualquier cosa: los planos de una fábrica de aviones, una botella de vino con uranio, dinero robado, la cláusula secreta de un tratado de paz entre las notas de una canción o un microfilm escondido en una estatuilla. Revestidos de aparente seriedad, sus “MacGuffin” inducen al espectador a seguir un argumento que poco después tomará un rumbo totalmente distinto: aquel que Hitchcock quería. El propio maestro recuerda ante Truffaut en el texto El cine según Hitchcock el origen del término: “Y ahora, conviene preguntarse de dónde viene el MacGuffin. Evoca un nombre escocés y es posible imaginarse una conversación entre dos hombres que viajan en un tren. Uno le dice al otro: ¿Qué es ese paquete que ha colocado en la red? Y el otro contesta: Oh, es un MacGuffin. Entonces el primero vuelve a preguntar: ¿Qué es un MacGuffin? Y el otro: Pues un aparato para atrapar a los leones en las montañas de Adirondak. El primero exclama entonces: ¡Pero si no hay leones en las Adirondak! A lo que contesta el segundo: En ese caso, no es un MacGuffin”.
El suspenso toca la puerta
A medida que se consolidaba como director, Alfred Joseph Hitchcock empezó a tornar recurrentes algunos de los tópicos que introdujo en sus primeras películas británicas y a jugar con variaciones de los mismos, girando muchos de ellos alrededor del tema de la culpa: en muchas de sus películas hay alguien acusado de algo que no hizo y es perseguido a lo largo de todo el filme, en el que debe no sólo evitar ser capturado sino además buscar y encontrar al verdadero culpable. Hitchcock juega con nosotros, que, engatusados, no sabemos si estamos realmente ante seres inculpados por error o frente a culpables tratando de posar como inocentes. Es la ambigüedad de la culpa, cuya verdadera naturaleza solamente descubrimos muy al final de sus filmes.
Pero tal ambigüedad no es sólo narrativa, pues esa misma inculpación puede alcanzar a sus personajes transferida del criminal, haciéndonos víctimas de un juego del que no conocen las reglas y donde se les hace caer en un yerro moralmente aceptable, aunque no sea punible ante la justicia humana y del que a veces se hacen partícipes simplemente como un castigo por el hecho de enterarse de algo que no debían: el sacrificio de su seguridad personal es un tributo que pagan por le hecho de saber, como ocurre en La ventana indiscreta y El hombre que sabía demasiado, o en la orilla opuesta, como escarmiento a su pasividad, a la manera de The Wrong Man.
Las transferencias mencionadas son factibles porque en su cine la identidad de los personajes es supremamente frágil y entonces es posible ocultarla, cambiarla, dividirla o perderla por completo. Hannay en Los 39 escalones afirma “No soy nadie” y en el transcurso del filme pretende ser un amante de mujeres casadas, un lechero, un mecánico, un participante de un desfile, un vocero político y un criminal acosado; el personaje femenino de Rebecca, totalmente opacado por el recuerdo de otra mujer, no tiene nombre; Madeleine y Judy son una sola persona en Vértigo; Alicia asume una personalidad distinta en Notorious; el doctor Ballantine hace lo mismo en Spellbound; en North by Northwest Roger Tornhill debe resignarse a que todos piensen que es George Kaplan, un personaje inexistente; piel de oveja cubre al lobo de La sombra de una duda, mientras la mamá de Norman Bates invade el cuerpo de su hijo en Psicosis.
La idea de la doble personalidad empapa su cine, el hecho de presentir que hay dos en un solo cuerpo es lo que le permite extender su idea de una permisiva ambigüedad moral. Por eso en su cine los villanos están lejos del estereotipo de las películas de detectives: aquí vemos hombres elegantes, de trato caballeroso, aspecto agradable y cuidadas maneras, mientras que muchos de los llamados “buenos” son seres extraños, bruscos y fríos: nadie es quien aparenta y el villano puede ser uno de nosotros, parece decirnos. Y es que Hitchcock trajo el crimen y la maldad a casa, lo sacó de los callejones oscuros, le quitó la pátina de ignominia y lo vistió de señora bien, alto ejecutivo o impoluto ciudadano. Él mismo lo decía: “Algunos de nuestros más exquisitos crímenes han sido domésticos, realizados con tranquilidad en sitios simples y hogareños como la mesa de la cocina”. Estructura así todo un juego de identidades partidas e identificaciones fracturadas y confusas, donde no podemos confiar en lo que vemos. De ahí que Psicosis esté llena de espejos, reflejos fatuos de otros “yoes” que a veces nos dominan, como vemos en esa cinta de amor edípico más allá de la muerte.
La madre de Norman ya estaba muerta, pero seguía influyendo sobre su enloquecido muchacho: a Hitchcock le interesaba explorar el modo como la muerte -que es una representación del pasado- obraba sobre los vivos -que son representaciones del presente-, sobre todo en lo que tiene que ver con los afectos. La muerte y el amor tienen para él muchos lazos, donde la una es, antes que una extensión del otro, un factor que entorpece su plena realización, en un fascinante contrapunto que podemos palpar y padecer entre los dos psiquiatras de Spellbound, los esposos dominados por la sombra de Rebecca, la relación homosexual que ha culminado en un asesinato en La soga, y claro, la malhadada y trágica obsesión de Scottie en Vértigo: Tanatos venciendo al amor.
Con estos elementos claramente definidos y contando con una vigorosa fuerza narrativa, Hitchcock estructuró un corpus cinematográfico completo que orbitaba alrededor del suspenso como solución dramática. Hasta 1934, aún en Inglaterra, sus películas tocaban temas diversos: thrillers, comedias ligeras, parábolas sociales, musicales, adaptaciones teatrales y melodramas, pero a partir de allí el suspenso fue su marca.
Su cine no tenía nada que ver con el terror, como comúnmente se le imputa, muy seguramente con Psicosis como único referente. Tampoco hay aquí lugar para lo sobrenatural, tema del que incluso hizo mofa en Trama macabra (Family Plot), su último largometraje. Lo que Hitchcock quería era asomarse a nuestros miedos infantiles y enfrentarnos a la acrofobia, a la claustrofobia, al temor a perdernos o a quedarnos solos. Poco amigo del impacto efímero de la sorpresa, manido truco del género del terror, el director inglés optó por involucrar, como ya lo mencionábamos, al espectador y sembrar en él una ansiedad anticipatoria que surgía, no de ignorar algo, sino por el contrario, de saber algo -incluso desde el momento en que empezaba la película- y no poder comunicárselo al protagonista de la misma, con el que Hitchcock ha logrado que nos identifiquemos: ya sabemos que la policía lo espera tras la puerta, pero ¿cómo avisarle?; el sospechoso ya regresa al apartamento, y Lisa todavía está allí y va a verla, ¿qué hacer para contarle? El director, disimulando la risa, nos tiene en sus manos.
El humor, según Hitchcock
Y esa sonrisa beatífica se prolonga, ligeramente más irónica, a lo ancho y largo de sus filmes, como un mecanismo de relajación de algunos temas, ciertamente de difícil digestión. Su permanente y solicitada aparición, como extra sin parlamento, en prácticamente todas sus películas les añadía un tono de desenfado al que contribuían pequeños pero significativos detalles del guión, conversaciones agudas, apuntes muy ingleses y un sentido del humor cuyo estilo fluctuaba entre el screwball comedy de la curiosa Mr. and Mrs. Smith, el absurdo impasible de The Lady Vanishes y la comedia de costumbres de The Trouble With Harry, que fue una de las cuatro películas de su autoría que contó con guión de John Michael Hayes, caracterizadas todas por un tono festivo que hizo florecer aún más su ya enorme popularidad como artista. Ese estilo era una mezcla muy particular y muy británica de humor negro, distanciamiento de los momentos de drama intenso y frialdad extrema ante eventos aparentemente muy tensionantes, reunido todo esto en un término intraducible que en sus conversaciones con Truffaut bautizó como understatement y que no es exactamente exclusividad de sus filmes, pues buena parte del cine inglés de los años cuarenta y cincuenta se hizo con los mismos parámetros, que eran casi que la norma general en las comedias de los estudios Ealing, en ese entonces bajo las órdenes de Michel Balcon, el mítico productor de sus primeras películas inglesas.
Hitchcock dijo alguna vez que su presencia en los Estados Unidos correspondía a “una especie de intercambio cultural”, sólo que nadie sabía qué era lo que habían enviado a cambio de él, pues “tenían miedo de abrirlo”. Sus comentarios y declaraciones explosivas se hicieron famosas, sobre todo cuando se refería a sus actores y actrices. Cuando una de estas últimas le preguntó si era mejor su perfil izquierdo o su perfil derecho, Hitchcock le respondió: “Querida, te estás sentando en tu mejor perfil”. Durante sus años en Inglaterra había afirmado que “los actores son ganado” y en Estados Unidos el primer día de rodaje de Mr. and Mrs. Smith, Hitchcock se encontró con que la actriz Carole Lombard había mandado a instalar una jaula con tres vacas en su interior, cada una con un collar alrededor de su cuello con los nombres de los protagonistas del filme. El director replicó: “Yo no dije que los actores son ganado. Lo que dije es que deberían ser tratados como ganado”. Estos comentarios no pretendían otra cosa que atraer la atención sobre su figura y sus filmes, para asegurar a estos últimos la generosa respuesta de taquilla a la que estaba acostumbrado.
El toque del autor
Perfeccionista extremo, sus películas terminadas eran simplemente la concreción en imágenes de un guión que no dejaba absolutamente nada al azar y en el que, así los créditos lo nieguen, su intervención era permanente, pues en muchas ocasiones la fuente de sus películas eran pequeñas obras de teatro o novelas de poca importancia de las que apenas se tomaba la idea básica y a partir de ahí se convertía en una historia de Alfred Hitchcock. Samuel Taylor, quien escribió el guión de Vértigo a partir de D’entre le morts -novela de Narcejac y Boileau-, jamás leyó ese texto: Hitchcock se lo contó con sus propias palabras y de ahí surgió el filme. Cada guión técnico de sus cintas incluía las posiciones de cámara requeridas, la iluminación indicada y la más detallada información (storyboards incluidos) que su personal técnico requiriera, lo que le permitía casi “montar ante la cámara” y así impedir que otros realizaran cambios al montaje que ya tenía en mente, lo que le fue supremamente útil especialmente durante la época en que -recién llegado a los Estados Unidos- estuvo a las órdenes de David O. Selznick, omnipotente productor de Hollywood acostumbrado a que la última palabra que escuchaba era siempre la suya. Con su método minucioso, Hitchcock prácticamente concluía la película cuando terminaba de escribir el argumento. La filmación en sí no tenía ya mucha importancia para él: era seguir paso a paso una receta cuyas instrucciones se había esmerado en elaborar. “Cuando un actor se me acerca y quiere discutir su personaje, yo le respondo: ‘Está en el guión’. Si él me dice: ‘Pero ¿cuál es mi motivación?’, yo le digo: ‘Tu salario’ “, decía.
Para esto, obviamente, debía contar con un equipo de trabajo que conociera al detalle su manera de trabajar. Aunque muchísimo talento giró a su alrededor, podría decirse que su equipo de ensueño vino a consolidarse a mediados de los años cincuenta, con Herbert Coleman como asistente de producción, Henry Bumstead y Hal Pereira como escenógrafos, fotografía de Robert Burks, Bernard Herrmann a cargo de las partituras originales, vestuario de Edith Head, Saul Bass en el diseño de los créditos y el montaje de George Tomasini. ¿Y sus guionistas? Las plumas más interesantes e inteligentes que el cine imagine: J. M. Hayes, Ernest Lehman en North by Northwest y Trama macabra, Samuel Taylor en Vértigo y Topaz, el concurso de Ben Hetch para Notorious, Spellbound y Lifeboat, Charles Bennett en Blackmail, Foreign Correspondent, El hombre que sabía demasiado (primera versión), Los 39 escalones y Sabotage. No son estos autores simples nombres en los créditos de las películas: se trataba de escritores de enorme valía y cuya presencia en cualquier filme habla de calidad y genio. Pero además Hitchcock tuvo la fortuna de recibir aportes -unos mayores que otros- de John Steinbeck, Peter Viertel, Thornton Wilder, Brian Moore y el propio Raymond Chandler.
Pero no importa cuál fuera el escritor y el ego que se tratara, el toque Hitchcock era el que salía a relucir, una especie de sello de fábrica que unificaba su cine y que fue lo que llamó la atención de los directores de la nouvelle vague francesa que le rindieron tributo. Uno de los principios que defendían los antiguos pupilos de André Bazin en Cahiers du Cinéma fue el de considerar el cine como el trabajo de un solo hombre: la política del autor que se convertiría en su bandera. Y Hitchcock, como Chaplin, como Ford, como Hawks, como Welles, era un autor. “¿Por qué la gente gusta tanto de sus thrillers?”. “Oh, a ellos les gusta meter el dedo gordo del pie en el agua fría del miedo”.
El mago visual
La mayoría de los elogios que recibe el cine de Hitchcock parecen provenir de su destreza narrativa, que es una mezcla de guión inteligente y férreo aunado a un privilegiado manejo de cámaras. Tal combinación nos ha dejado secuencias cinematográficas inolvidables: el universo irracional de Psicosis con los gritos de Marion Crane, apuñalada en una de las duchas del Motel Bates, y más tarde la cámara que persigue y se adelanta al investigador Arbogast para, situada ahora muy por encima de él, permitirnos ver cómo recibe la mamá de Norman a los intrusos en su casa. Esa misma cámara se había deslizado, silenciosa e invisible, a lo largo de los 145 pies de un salón de baile en busca del primer plano de un baterista con un tic nervioso en el rostro, el criminal que persiguen -desesperados- los protagonistas de Inocencia y juventud, en un interminable travelling que repetiría, ahora en picado, desde el techo de una habitación hasta las manos donde Ingrid Bergman tiene la llave de una cava en Notorious.
Y a veces el viaje de la cámara se produce sin desplazarse a lo largo de una habitación, como cuando Scottie reinventa a Madeleine en el cuerpo de Judy y la besa en un veloz movimiento circular que, sin saber cómo, los lleva en un instante a las caballerizas de la misión católica donde meses antes, como en un Vértigo, ella había muerto. Gran explorador de las posibilidades del lenguaje visual, Hitchcock se negaba a atestar de explicaciones orales lo que podía y -según él- debía llenar con imágenes, así se saliera de lo establecido. Por eso hizo instalar un techo de cristal que trasluciera los pasos del protagonista de The Lodger, por eso contrató a Salvador Dalí para ilustrar los sueños de Ballantine en Spellbound, por eso el criminal de Saboteur se cae, ante nuestros ojos, de la antorcha de la estatua de la libertad, por eso filmó La soga en un solo plano con un movimiento de cámaras continuo, perpetuo y perfecto, y por eso no hay banda sonora en Los pájaros, porque contadas de otra manera hubieran sido más fáciles de realizar, pero jamás serían los clásicos que hoy son.
Símbolos en lo cotidiano
Pero hay más. Aparte de sus temas usuales, Hitchcock empezó a filmar para un espectador cómplice, al que iba a ofrecer, película a película, un alfabeto de símbolos con un significado concreto que esperaba descubriera detrás de elementos cotidianos puestos, gracias al guión, en un contexto que los revestía de sentido, en la medida en que su papel era el mismo en cada filme. Tomemos el ejemplo del licor, sobre el que el director sentía una fuerte apetencia, pero que en sus películas tiene, de manera ambigua, tanto un sentido positivo como uno negativo, aunque este último fuera más claro. Empecemos por decir que en cincuenta y uno de sus cincuenta y tres filmes algún personaje toma -en un momento dado- una copa de bourbon, gesto que es tan común como su misma aparición en el rol de extra. Sigamos por informar que las propiedades medicinales del licor son defendidas en El hombre que sabía demasiado y en Vértigo, añadiendo de paso -y para balancear las cosas- que el recurso del licor drogado es usado como elemento dramático en por lo menos cinco de sus cintas. Y terminemos por anotar que en Notorious, Hitchcock emparenta el licor con el fraude social, con el engaño disfrazado de relaciones humanas cristalinas.
Lo mismo podemos decir de las gafas: tras ellas se ampara una personalidad frágil y débil, casi una doble identidad, como en los personajes femeninos de Los 39 escalones o Suspicion. En las gafas se refleja la propia muerte en Extraños en un tren, pues los lentes son simplemente una extensión de la mirada, a la que Hitchcock concede una muy baja credibilidad: vemos un mundo amañado, deformado, en el que no hay que confiar, como nos insisten los niños vendados jugando en Inocencia y juventud y en Los pájaros, pues son los torpes, los malos y los adultos los que en su cine ven mal, engañados por un sentido incapaz de decirnos toda la verdad. Por eso sus filmes están llenos de miradas vacías, como en Vértigo, Psicosis y de nuevo en Los pájaros, y de sucedáneos de la misma, como los lentes y binóculos de Jeffries en La ventana indiscreta, que recrean la mirada intrusa, éticamente inaceptable y que a la vez lo salvan de la muerte, al cegar al criminal de su historia con las luces de los flashes. Y siguiendo con la idea, recordemos el ojo cortado con las tijeras, que Dalí diseñara para Spellbound, haciendo justicia divina…
Ahora, ¿cómo representar al caos, a la fatalidad, a la mala fortuna? Hitchcock echa mano de una tradición antiquísima de la heráldica y nos arroja un puñado de plumas a la cara: los pájaros son, entonces, la manera de anunciarnos en su cine que la calamidad se aproxima. John Robbie, en Para atrapar al ladrón, se sube a un autobús en la Riviera francesa. Llega a la última banca del mismo y se sienta al lado de una señora que lleva una jaula con dos aves. Robbie la mira, para descubrir que a su lado izquierdo está sentado… Alfred Hitchcock, burlándose de su propio símbolo. El primer plano de unas gaviotas anticipa el descubrimiento de un cadáver y la inculpación del protagonista en Inocencia y juventud; las palomas de un mago preceden por segundos el ataque de un espía a la pareja de The Lady Vanishes; en Vértigo el prendedor que lleva Madeleine en su vestido es un ruiseñor; los esposos McKenna comen un ave en el episodio previo al secuestro de su hijo en El hombre que sabía demasiado; pollo es el plato que se sirve sobre el baúl que aloja al cadáver de La soga; Norman Bates es un taxidermista de aves en Psicosis; bandadas de canarios, tordos, gaviotas y cuervos se abalanzan sobre los habitantes de Bodega Bay en, ¿dónde más podría ser?, Los pájaros.
Algunas películas suyas son un símbolo en sí mismas: Inocencia y juventud, realizada durante su etapa inglesa, quiere representar la ilusión vana del mundo del espectáculo. En ella es asesinada una actriz, el hombre falsamente acusado del crimen es un guionista de cine, el culpable es un músico que toca en una banda disfrazado de negro. Es más, cuando Hitchcock aparece, porta en las manos una cámara fotográfica, ese falso ojo de ilusoria visión. Sin embargo, a esa mirada en la que no confiaba le puso siempre atención, de ahí que el manejo del color en sus filmes fuera objeto de grandes cuidados: rojo es el color que define a Madeleine y verde el de Judy en Vértigo, que es también el color de los atuendos de la solterona solitaria en La ventana indiscreta, pues el director insiste en el verde como el matiz de los sueños, de los recuerdos, de la nostalgia en su cine. En Dial M for Murder los colores del vestuario de Grace Kelly van pasando del rojo intenso al gris a medida que su situación personal se va resquebrajando, y qué decir del disparo final en Spellbound, que tiñe de rojo la pantalla de esta película filmada … en blanco y negro.
Sus películas tienen por lo general la estructura de un viaje, trátese de un escape, una persecución o una búsqueda, que ocurre en sentido horizontal y culmina con una caída vertical, un descenso que puede verse como un castigo, como la pérdida de la gracia celestial. Y así vemos caídas desde aviones, apartamentos, minas, campanarios, teatros o monumentos. Y esto ocurre porque los momentos de intenso dramatismo de su cine ocurren en sitios ubicados en lugares altos: tanto caserones como edificios y hasta una casa de Frank Lloyd Wright en North by Northwest, filme que, por cierto, es un constante homenaje a la arquitectura contemporánea. Rodeando el hecho de simbolismo, la aparición del drama en sus películas está enmarcada por la presencia de flores en todas sus formas y representaciones. Hay un concierto de pétalos en -por citar sólo dos ejemplos- Rebecca y Para atrapar al ladrón, y una diciente metáfora en la secuencia del asesinato de Juanita en Topaz cuando, al morir, su vestido negro se despliega en el piso como … una flor abriéndose.
Una rubia obsesión
En las entretelas de su cine subyace otra preocupación constante de este director: la de las relaciones humanas. Empezando por la tirante relación madre-hijo, que explora en Notorious, North by Northwest, Los pájaros y Psicosis, pasando por el matrimonio, institución que le produce grandes sospechas y de la que se burla en Mr. and Mrs. Smith, a la que hace centro de El hombre que sabía demasiado, sobre la que reflexiona de manera amplia en La ventana indiscreta y de cuya concreción carnal se muestra defraudado en Marnie, tanto como en Dial M for Murder, donde la esposa es infiel y el esposo desea matarla, o en Los pájaros, en el que contemplamos el fracaso de la comunicación humana, en un filme lleno de personajes solitarios, temerosos de amar y comprometerse, de tomar el riesgo de darse. Por eso las aves -aparentemente- los atacan, como castigo celestial a su torpeza.
Hitchcock mismo era un hombre tímido, incapaz de establecer relaciones interpersonales sólidas y proclive a obsesionarse con sus divas (Ingrid Bergman, Grace Kelly, Vera Miles, Tippi Hedren), a las que trataba de someter y moldear a su antojo, en un juego de sumisión y dominio que llegó a veces a extremos bochornosamente enfermizos, sobre todo en el ocaso de su carrera. Su prototipo de mujer ideal en el cine era una rubia de aspecto frío y dentro de la cual hervía un volcán de pasiones: “El sexo no debe ostentarse. Una muchacha inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de montarse en un taxi con usted y, ante su sorpresa, desabrocharle la bragueta”. Molesto por las mujeres de apariencia evidentemente carnal, carentes de misterio, prefería la belleza sutil pero dispuesta a promisorias aventuras, mientras introducía en sus películas líneas de diálogo evidentemente sugestivas pero disimuladas con elegancia, prolongando un juego erótico que tuvo sus momentos más brillantes en La ventana indiscreta y en Para atrapar al ladrón, dos de sus filmes protagonizados por Grace Kelly y escritos por Hayes.
Al respecto, algunos de sus biógrafos enfatizan ciertas tendencias negativas de la personalidad del director que no dudan en tildar de patológicas (fobias, rasgos de misoginia, obsesiones sexuales, fijación materna) y lo convierten en víctima de sus urgencias personales, mientras reducen su cine a una mera exposición pública de sus conflictos internos. No hay tal. Hitchcock moldeó, consciente o inconscientemente, algunos aspectos de su vida y los transformó en arte, pues sus películas, antes que una vitrina de obsesiones, integran técnica y narración para acortar la distancia entre película y público, logrando unas obras de amplia aceptación popular y unánime reconocimiento crítico, que se prolonga todavía. El director mostró, de manera consistente a lo largo de su carrera, la capacidad de transformar y expresar de manera artística los impulsos que le causaban inquietudes personales, pero jamás apelando a la indecencia o a la transgresión visual gráfica o repugnante. Es más, los hechos de extrema violencia en sus películas están cargados de dolor tanto hacia la víctima como hacia el victimario. Matar, violar para Hitchcock no es el juego divertido de un sádico de las imágenes, es un crimen doloroso y vil.
Para atrapar a Hitchcock
Si uno quisiera encontrar a Hitchcock en sus películas no tendría que recurrir a elaboradas disquisiciones psicológicas o freudianas, bastaría ver La ventana indiscreta, que es la exploración de los motivos y consecuencias de hacer carrera del hecho de ver a los demás actuar, involucrando a los amigos y seres amados en esa empresa asignándoles un rol, y sin ser nunca capaz de entregarse por completo a nadie. Nos encontramos aquí, sin buscar mucho, con un tratamiento cinematográfico explícito de los tópicos existenciales que sus biógrafos insisten en extraer de su vida.
Supongamos que a usted lo tengan sin cuidado temas recurrentes, símbolos, mensajes ocultos, obsesiones y fobias, y que se acerca al cine meramente para divertirse. No lo dude, Hitchcock también es un director para usted, pues, vistos sin ninguna prevención, sus filmes son así mismo elaborados productos del más fino entretenimiento made in Hollywood, hechos con las estrellas más importantes y glamorosas del momento y con una técnica de depurada precisión. Hitchcock quería que sus películas fueran vistas por un público amplio del más variado gusto, de ahí que todo su cine parezca pensado para divertir al espectador, lo que logró a cabalidad sin sacrificar nunca la intensidad de su visión como artista, pues, tal como decía, “el drama es la vida sin las partes aburridas”.
Décadas después de realizadas, las películas de Alfred Hitchcock han trascendido en el tiempo y el reestreno periódico de las mismas es recibido con alegría, incluso por aquellos que se acercan a su cine por primera vez. No son elaboradas excusas para las falencias y fobias de su creador, ni hacen eco de sus deseos no satisfechos, y tal aproximación impide comprender la complejidad y el valor de su arte, un afortunado puñado de celuloide que renovó y ennobleció, para siempre, el cine del siglo XX.
Publicado originalmente en la revista El Malpensante no. 17 (Bogotá, agosto-septiembre de 1999). Págs. 82-92. Una versión revisada apareció en el libro “Grandes del cine” (Ed. Universidad de Antioquia, Medellín, 2011), págs. 25-39. ©Editorial Universidad de Antioquia, 2011
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