Amélie, je t´aime!
“…Mais si je t’aime si je t’aime prends garde à toi!…”
(…Pero si te amo, si te amo, ¡cuídate!…)
Habanera, de la opera Carmen
Una historia optimista, una historia positiva, llena de fe cinéfila en la humanidad. ¡Qué curioso resulta en estos tiempos referirse con tales calificativos a una película! Y que extraño resulta que con los mismos términos algunos pretendan desacreditarla. Sencillamente porque los hizo sentir bien, porque los hizo reír, porque los hizo ver que el cine es ante todo entretenimiento, diversión, picardía. Y eso, claro, aunado al favoritismo popular del que ha gozado el filme, es intolerable para algunos. Afortunadamente las voces disonantes han sido la minoría y la comunidad del cine de ha abrazado la aparición de un fenómeno cinematográfico que la recorre desde su estreno. Un fenómeno con nombre de mujer. Amélie (2001).
El título completo del filme, tal como se presentó en Francia, es un poco más largo: Le fabuleux destin d’Amélie Poulain. El diccionario, al definir la palabra “fabuloso”, afirma “dicho de un relato, de una persona o de una cosa: maravilloso y fantástico”. Y eso nos remite a la primera y más importante clave del filme: esto no es un documental, ni tampoco como argumental aspira al realismo. Se trata de una fábula, de un cuento fantástico, mucho más cercano al espíritu del realismo poético francés de los años treinta, que al terrenal cinéma-vérité tan en boga en muchos momentos de la historia fílmica de las Galias.
El tono de Amélie no podía ser otro, si recordamos que su creador es nada menos que Jean-Pierre Jeunet, el ingenioso autor que, junto al también director Marc Caro, ha venido desarrollando una obra pequeña pero auspiciosa, compuesta por comerciales de televisión, video clips, cinco cortometrajes y dos películas, Delicatessen (1991), ya un clásico de culto, y La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995), ganadoras ambas de una gran cantidad de premios por su originalidad visual y narrativa, que comprende la bizarra y fantástica descripción de un mundo desbordado, lleno de atmósferas oscuras y preso de un humor retorcido, que responde sólo a las reglas impuestas por la imaginación -muchas veces febril- y las decisiones estilísticas de su par de creadores.
Después Jeunet partió para los Estados Unidos a dirigir, no sabemos si con honores, la cuarta entrada de la serie de películas basadas en la ya remota Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Al hacerse cargo de Alien: la resurrección (Alien: Resurrection, 1997) -en la que Marc Caro intervino como supervisor de diseño- ponía frente a sí la maquinaria casi ilimitada de Hollywood, atractivo canto de sirenas al que pocos han sabido resistirse, sacrificando creatividad e independencia artística por la seguridad que da un sistema de filmación, post producción, distribución y exhibición absolutamente confiable y, podríamos decir, casi asfixiante. Pero Jeunet no mordió el anzuelo -o quizá no recibió otras propuestas- y su periplo norteamericano fue muy breve.
Antes de iniciarlo había pasado unos meses trabajando en el borrador de un proyecto fílmico basado en una colección personal de recuerdos, historias y anécdotas acumuladas durante muchos años, y al regresar lo retomó de nuevo, no sin cierta dificultad. Habiendo interesado a su productora habitual, Claudíe Ossard, Jeunet se reunió con el guionista Guillaume Laurant y entre ambos construyeron lentamente un argumento que fue evolucionando y madurando durante casi un año, a partir de un concepto básico: se trataba de una historia positiva centrada en una joven mujer que ayuda a hacer felices a los demás y que en el camino encontraba a un esquivo amor. “Era sólo una película pequeña, pero muy arriesgada porque sabía que iba a tratar acerca de la generosidad y eso es un riesgo, pues hoy está más de moda hablar de violencia”- recuerda el director, quien tuvo que enfrentarse además al dogmatismo de cierta parte de la crítica de cine local, que rechazaba la aproximación ingenua del filme. “Ellos odian esta clase de películas. Sólo les gustan películas realistas con parejas peleando en la cocina… muy aburridas, muy feas. A ellos les gusta eso y nada más, y odian el tipo de filmes que yo hago. Pero no el público”.
El resultado es la cinta que rompió todos los registros de taquilla en Francia en 2001, con seis millones de espectadores en las primeras siete semanas de su estreno nacional y que para octubre había recogido cuarenta millones de dólares por boletería; y que, aunque fue excluida del Festival de Cannes, obtuvo el Cesar a la mejor película y el premio Felix a la película europea del año, además de cinco nominaciones al Oscar y una enorme cantidad de premios diversos. Se trata del reconocimiento a los elevados valores de una producción en apariencia poco ambiciosa, pero descomunal en su divertida y honesta propuesta formal y narrativa.
Sobre los techos de París
Lo primero era seducir al público local y a los cinéfilos de cualquier parte, trayéndoles de nuevo a ese París nostálgico e idealizado que sólo existe ya en las películas de Renoir, Clair y Carné, y que vimos por última vez en el cine de Truffaut. “Yo quería hacer un París ficticio, una ciudad preciosa, como la que recuerdo cuando tenía veinte años y llegue por primera vez allí. Quería evitar las cosas negativas: los embotellamientos de tráfico, las deposiciones de los perros en las calles, la lluvia. Yo quería hacer una película así: con un París de ensueño” -anotaba el director. De ahí que aquellos que critican la irrealidad del filme andan perdiendo el tiempo. Amélie es, ex profeso, una fantasía onírica.
Existe una ciudad francesa que hemos construido a punta de películas clásicas -y que pertenece ya al inconsciente colectivo- donde una perenne música de acordeón enmarca la presencia de unas calles adoquinadas, de aceras estrechas y empinados escalones, con edificios pequeños, apretados entre sí, y que se abren hacia un patio interior comunitario. Allí, en los bajos, funcionan algunos negocios -mercados, tiendas, floristerías- y en los pisos superiores viven seres románticos, dedicados al arte, al idealismo, la política y al amor, que montan en bicicleta, usan boina y pañoleta, visitan pequeños cafés, beben vino, pasean por los campos Elíseos y habitan minúsculas buhardillas que miran siempre al Sena. A este París inmaculado lo retrató Robert Doisneau, lo dibujó Raymond Peynet, lo describió Marcel Aymé, lo hizo poesía Jacques Prévert, le cantó Edith Piaf y lo pudimos ver en filmes tan hermosos como Le million (1931), Hôtel du Nord (1938), Bajo los techos de París (1930), El crimen del Señor Lange (1935) o French Can Can (1955). Truffaut nos lo traería de nuevo en Los cuatrocientos golpes (1959), en El amor a los veinte años (1962) y, sobre todo, en Besos robados (1968). Se trata de símbolos tan reconocibles, que hasta un producto típico de Hollywood como Un Americano en París (An American in Paris, 1951) logró captarlos y reproducirlos.
Por eso Amélie transcurre en Montmartre, por eso vive ella en una buhardilla, por eso trabaja en un café, por eso tiene un vecino que copia una y otra vez el mismo cuadro –Le déjeuner des canotiers de Auguste Renoir-, por eso tira piedras en el agua del Canal St-Martin, por eso se relaciona con personajes tan peculiares y es por eso que es una romántica empedernida. Corriendo el riesgo del estereotipo trajinado, del lugar común y del cliché de postal turística, Jeunet obtuvo lo contrario con este microcosmos parisino: la identificación absoluta del espectador con un entorno que ya le era familiar sin haber visto la película, en un déjà vu cultural y sentimental que supera las fronteras francesas y nos hermana por igual, así nunca hayamos estado ahí. Atmósfera es la palabra. Nostalgia es el sentimiento.
El futuro nos contempla
Pero si la puesta en escena obedece a una tendencia retro, la manera de mostrárnosla mira hacia la vanguardia visual. Amélie tiene ahí la marca de su director de principio a fin. El estilo Jeunet la recorre y la ilumina. Si cierto barroquismo y expresionismo formal convertía sus películas previas en obras algo oscuras, proclives a la exhibición irónica de rarezas y maldades varias, las mismas técnicas puestas ahora bajo una luz más clara y optimista transforman a esta película en una refrescante catarata visual, llena de trucos, sorpresas y buenos apuntes. Había que buscar la forma de representar el asombro vital: la tecnología contemporánea era la respuesta. “Ahora con Amélie -recuerda el director- hicimos el montaje de manera digital. No editamos el negativo. Pienso que estamos entrando en un nuevo periodo del cine, análogo a pasar del blanco y negro al color, o del cine mudo al sonoro. El medio es ahora completamente flexible, no está atado a nada. Si uno imagina algo, lo hace”.
¿Se acuerdan del cinéma du look de los años ochenta? Cuando Jean-Jacques Beineix presentó Diva (1982) y Luc Besson estrenó Subway (1985), la crítica ortodoxa los acusó de haber sacrificado el argumento y la caracterización de los personajes en pro de la imagen y la composición visual; y se acuñó este término para describir el cine que, muy influido por la publicidad, los videos musicales y los comerciales de televisión, apelaba al bombardeo visual y a un despliegue estilístico postmoderno y “chic”, antes que a los recursos narrativos que le permitieran contar una buena historia. Cine hermoso, pero vacío. De esa “nouvelle nouvelle vague” es también Léos Carax con Los amantes del Pont Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991), una de las últimas representantes de un movimiento que -asi se le haya declarado extinto- continua dejándose ver cada tanto, no sabemos si de manera consciente, en la obra de formalistas y manieristas tan interesantes como Wong Kar-wai –Fallen Angels (Duoluo tianshi, 1995) sería un excelente ejemplo- u Olivier Assayas con Irma Vep (1996). Jeunet & Caro siempre han sido consistentes en su propuesta visual extrema y si bien Amélie se encuentra en las antípodas temáticas de sus dos obras previas, estilísticamente se hermana por completo con ellas.
Un puntilloso gusto por los detalles de cada encuadre, de cada escena y de cada rostro contribuye a acrecentar la certeza de estar ante una obra totalmente planificada, donde nada se dejó al azar para conseguir un efecto cómico o lograr una sensación entrañable. Movimientos complejos de la cámara, enormes primeros planos, edición vivaz, aceleramiento de la acción, una paleta saturada de colores, una banda sonora de tira cómica, efectos visuales digitales que remozan la escenografía o que llenan de magia la pantalla, hacen parte del arsenal formal de este filme, por momentos narrado de manera tan vertiginosa que se pierden detalles que ameritarían verla más de una vez para poder captarlos. Además de utilizar un relator en off como guía del relato, Jeunet apela también a las “asas” narrativas, dejando de lado brevemente el hilo conductor de la historia para profundizar en un detalle a veces nimio -pero siempre interesante y gracioso- del contexto personal y de las características psicológicas de los protagonistas.
Es obvio que la historia se podía haber contado con más sencillez, pero la mezcla de cuento de hadas con exhibición de la imaginación de la protagonista, requería un tratamiento abigarrado que permitiera una recreación del mundo acorde a ella misma y que le permite licencias puramente cinematográficas, que irritan sin remedio a los puristas que abogan por el realismo del séptimo arte. De este modo Amélie logra también seducir a las audiencias más jóvenes y modernas, acostumbradas a códigos visuales cercanos al vértigo y a la estética fílmica de David Fincher. Puede que la protagonista sea un poco pacata y demasiado reprimida, pero la película -ciertamente- no.
¿Cómo lo habría hecho Truffaut?
El recordado maestro Billy Wilder tenía entre sus haberes un cuadro que reproducía una frase de Saul Steinberg: How would Lubitsch have done it? (¿Cómo lo habría hecho Lubitsch?). Wilder la consideraba la pregunta fundamental a la hora de decidir el abordaje de uno de sus guiones, tal era la admiración que sentía por el director berlinés fallecido en 1947, el más elegante, sofisticado e ingenioso de los realizadores de su época.
Jean-Pierre Jeunet no andaba pensando en Lubitsch a la hora de rodar Amélie, pero si en otro director, tal como lo confiesa: “Estaba pensando en François Truffaut y en Los cuatrocientos golpes. Hay una referencia a este filme pues la misma actriz que interpreta a la madre Jean-Pierre Leaud en el filme de Truffaut, Claire Maurier, es la dueña del café. Y hay muchas palomas. Hay una toma asombrosa de palomas en Los cuatrocientos golpes cuando los dos niños están corriendo en la calle, y yo hice lo mismo en esta película”. Pero no es solamente eso.
Aunque gran parte del encanto de Amélie se debe a la preciosa caracterización que de ella hace la actriz Audrey Tautou -ojos enormes, suspiros y sonrisas discretas- la verdad es que lo fascinante de este personaje es que es, ante todo, hijo legítimo del cine francés. No puede uno dejar de pensar que ella en su infantil desparpajo, sensibilidad y ansia de vivir, escapó de una de las películas de François Truffaut. En un momento dado del filme, y para mostrarnos las cosas que le gustan y no le gustan, Amélie va a cine. Y en un guiño evidente, la vemos disfrutar de Jules y Jim (1961). En la pantalla, Catherine, y en la sala de cine, Amélie, que puede ser su hermana o su hija. O la hija de Bernadette en Les mistons (1957), o de Fabienne en Besos robados. Y, por extensión, de cualquiera de los roles que interpretaron actrices como Jeanne Moreau, Brigitte Bardot, Anna Karina, Anouk Aimé o Nicole Berger en esas películas inolvidables de los años sesenta, cuando la pantalla se llenó de retratos femeninos sensibles, sensuales y enormemente vigorosos. Amélie las compendia y las recrea, con más corazón que fuerza, en un bello homenaje de su creador al cine de su propia patria. Jeunet sabe cuales son las deudas que su personaje tiene con esas mujeres que le antecedieron y no pretende posar de original o de creer que su Amélie surgió de alguna generación espontánea. Ante sus antecesores se inclina respetuoso.
Cuando uno ve una película tan lograda como esta, y recuerda que Truffaut ya no está con nosotros y que dejó tantos proyectos sin realizar, no es difícil preguntarse que estaría filmando hoy en día si continuara con vida. Si se hubiera propuesto filmar en el año 2001 la historia de una chica picara que por medio de muy elaborados planes y trucos pretende cambiar la vida de los demás -y la propia-, ¿Cómo lo hubiera abordado? ¿Cómo lo habría hecho Truffaut? Así, como Amélie.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 63 (Medellín, vol. 13, 2002), págs 70-73
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2002
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