Ana y el monstruo: El espíritu de la colmena, de Víctor Erice
“La colmena en la que se debate el espíritu de Erice es indudablemente España. Tan absurdo sería descontextualizar la película olvidando este dato -degradándola a inconcreta alegoría- como supeditar todo su significado al peculiar enredo histórico español. El espíritu ama lo concreto, pero saca fuerza de ello para ir más allá de cualquier anécdota; es histórico, da cuenta y se da cuenta de la historia, pero no queda encerrado por ella en su necesidad”.
-Fernado Savater, 1975
“Érase una vez… “–empieza a relatarnos Víctor Erice- “un lugar de la meseta castellana hacia 1940…”. La contundencia de la fecha contrasta con la sugerente fabulación de la primera frase, pero sirve de guía para lo que veremos durante el metraje. Estaremos debatiéndonos siempre entre el mundo real y el mundo de la ficción, entre la crónica verista y la metáfora, entre la evidencia de los sentidos y la fantasía.
Tal mezcla sirve perfectamente a los indiscutibles propósitos de denuncia de su autor, que -imposibilitado por la censura para expresarse con libertad- prefiere recurrir al símil y a esconder el tamaño y el alcance de su protesta tras la inocente fachada de una película con rostro infantil. No podía ser de otra forma, pues el yugo franquista que sometía al cine español no permitía brotes de rebeldía de ningún tipo, blandiendo sus armas de disuasión, que no eran otra cosa que la censura abierta y la prohibición.
En medio de esos años del franquismo tardío surgirá entonces un cine metafórico como respuesta artística urgente e inteligente a la opresión estatal. El cine de Carlos Saura, especialmente el comprendido entre La caza (1967) y Ana y los lobos (1972) se inscribe dentro de este precepto, donde lo simbólico y la doble lectura constituyen los ejes necesarios para acercarse con propiedad a lo que este proponía. Entre 1973 y 1974 aparecen las obras más logradas de este periodo metafórico. En octubre de 1973 se estrena en Madrid El espíritu de la colmena; y verán la luz también Habla mudita (1973) de Manuel Gutiérrez Aragón y Los viajes escolares (1974) de Jaime Chávarri, obras menos sutiles que la opera prima de Erice, pero no por eso menos sugestivas.
Víctor Erice dio inicio a su carrera haciendo crítica en la revista Nuestro cine en 1961. Allí escribía que “Cada obra refleja la situación histórica en que se produce… El film se convierte así en un hecho social”. Para este director vasco es claro su compromiso como artista, su motivación como autor. El problema era expresarse, poder hablar en una época donde disentir era un imposible. Para complicar las cosas, El espíritu de la colmena fue hecha durante el mandato de Alfredo Sánchez Bella, el ultraderechista Ministro de Información que encabezó una férrea cacería al nuevo cine español. Había que apuntar entonces a la ambigüedad ideológica, al mensaje encubierto que obligara a los censores del momento a elucubrar demasiado y en ocasiones a pasar por alto lo que otras mentes verían con más claridad. Vean estas frases extraídas de La vida de las abejas, ensayo publicado en 1901 por el premio Nobel belga Maurice Maeterlink: “«El espíritu de la colmena» ¿dónde está? ¿En quién se encarna? (…) Dispone sin piedad, pero con discreción, y como sometido a algún deber, de las riquezas, del bienestar, de la libertad, de la vida de todo un pueblo alado (1)” . Erice sacó el título de su película de ahí. Nos preguntamos si ese espíritu omnipotente se refiere a una fuerza por encima de la voluntad de las abejas, o si sencillamente Erice lo asimiló al franquismo. Como sea, los censores no lo vieron.
Pero para disfrutar este filme no se requiere descubrir un código secreto o portar un diccionario de simbolismos. Su valor metafórico radica en su perfección como pieza única, en su capacidad para contar una historia que tomó elementos de la difícil y convulsa realidad española y los pasó a través del filtro del arte, de una manera tan brillante y limpia, que cada cual puede leer en este filme lo que a bien tenga, sin necesidad de ser historiador o de conocer a fondo la política reciente de España. Ya lo afirmaba el director -en entrevista realizada en 1973 por Miguel Rubio, Jos Oliver y Manuel Matji- cuando refería que “Yo diría que en mi película el ámbito histórico se halla interiorizado, sumergido dentro de una perspectiva en cuya base existe un desdoblamiento fantástico de lo real; lo cual no impide que, a partir de esa perspectiva, y a través fundamentalmente del subconsciente del espectador, pueda decantarse el sentimiento, la respiración de un tiempo determinado (2)”. Erice y su coguionista Ángel Fernández Santos recogen esa respiración y la mezclan con elementos autobiográficos, con recuerdos de su propia infancia y con todo eso construyen esta fábula.
Estamos en 1940 y Erice nos sitúa en Hoyuelos, un pueblo remoto de Castilla, que sirve como un microcosmos del país. Es la postguerra civil inmediata y vemos un camión entrar por las calles del poblado. En una pared vemos el yugo y las flechas, símbolo de la Falange triunfadora, mudo pero muy diciente símbolo del estado de las cosas. Hoyuelos es la España aislada y pasiva de esos días, sólo comunicada con el exterior por el tren que lleva y trae mensajes del mundo exterior, y por el cine, que -ambulante- llega en ese camión para asomarlos a un mundo de fantasía y escapismo del que parecen necesitar todos a manos llenas.
Es evidente que el impacto de la guerra los ha afectado psicológicamente. Están golpeados, solos, incapaces de comunicarse entre sí. La película se centra en una pareja, Fernando y Teresa, y sus dos pequeñas hijas, Isabel y Ana (interpretada esta última por Ana Torrent). Parecen desconocidos viviendo bajo el mismo techo. No se hablan, no se tocan, apenas se miran. Cada uno habita un mundo personal excluyente al que no permiten entrar a nadie. La mujer le escribe a un corresponsal, quizá un exiliado, al que añora: “Aunque ya nada puede hacer volver las horas felices que pasamos juntos, pido a Dios que me conceda la alegría de volver a encontrarte. Se lo he pedido siempre desde que nos separamos en medio de la guerra y se lo sigo pidiendo ahora en este rincón donde Fernando, las niñas y yo tratamos de sobrevivir. Salvo las paredes, apenas queda nada de la casa que tu conociste. A menudo me pregunto a donde habrá ido a parar todo lo que en ella guardábamos…”. Mientras, el padre se refugia en la apicultura y en el hogar, convertido en pasivo y casi vegetativo observador de la vida a su alrededor. Su casa –cuyas ventanas imitan el entramado hexagonal de una colmena- lo aísla aún más. Es un hombre, como tantos en ese momento en su país, obligado a callar, a circunscribirse a las fronteras estrechas de una colmena social donde el orden impera y donde no hay tiempo para pensar en injusticias ni en la falta de libertad. Ni Fernando ni Teresa pueden ni quieren verse: no hay un solo diálogo entre ellos en todo el filme. Es más, en la única escena donde ellos y sus dos hijas están juntos, la cámara toma planos individuales de cada uno, no hay nunca un plano general que los agrupe. Como a los personajes del cine de Antonioni, una barrera invisible los aísla en medio de los recuerdos de épocas ya idas y de felicidades que rememoran con nostalgia feroz. Parecen no habitar este tiempo y este espacio: están ausentes, aunque logremos verlos.
El propio Erice reflexiona acerca de esa actitud cuando afirma en la entrevista mencionada que, “A veces pienso que para quienes en su infancia han vivido a fondo ese vacío que, en tantos aspectos básicos, heredamos los que nacimos inmediatamente después de una guerra civil como la nuestra, los mayores eran con frecuencia eso: un vacío, una ausencia. Estaban -los que estaban- pero no estaban. Y, ¿por qué no estaban? Pues porque habían muerto, se habían marchado o bien eran unos seres ensimismados, desprovistos radicalmente de sus más elementales modos de expresión. Me refiero, claro está, a los vencidos; pero no sólo a los que lo fueron oficialmente, sino a toda clase de vencidos, incluidos aquellos que, independientemente del bando en que militaron, vivieron el conflicto con todas sus consecuencias sin tener auténtica conciencia de las razones de sus actos, simplemente por una cuestión de supervivencia”. Sin una figura paternal o maternal evidente, las niñas quedan a merced de sus fantasías infantiles, de su capacidad de fabular. El cine les sirve de compañía y de maestro, de alentador de sus sueños, de cómplice permanente e infalible. El cine, habitante perpetuo en la obra de Erice. A el nos remite siempre, a el siempre habremos de recurrir.
Esa semana se estrenó en Hoyuelos un filme clásico de James Whale, El Doctor Frankenstein, quizá un filme demasiado difícil para las mentes impresionables de Isabel y Ana, pero -ante el desinterés de sus padres- allá las vemos en medio del público, sorprendidas frente a lo que ven. Su cara de asombro y sus enormes ojos abiertos en la oscuridad, reflejan una espontaneidad que difícilmente podría alcanzar un actor profesional. Erice las captó ensimismadas en las imágenes de la película, en un momento genuino e irrepetible, que él considera que es lo mejor que ha filmado en su vida artística: la irrupción de lo documental en medio de una película estéticamente calculada. “Isabel, ¿Porqué la mataron? , ¿Porqué la mataron?” –pregunta Ana al descubrir que el monstruo creado por el Doctor Frankenstein ha dado muerte a la niña con la que antes arrojaba flores a un lago. Es lo incomprensible y contundente de la muerte, enfrentado al espíritu candoroso de Ana, incapaz todavía de imaginar que alguien pudiera disponer de la vida de otro ser.
“En lo que se refiere al personaje de Ana” –confiesa Víctor Erice en esa misma entrevista – “del cual puede decirse que recorre un itinerario que va de la dependencia absoluta a la asunción de una cierta aventura personal, es posible hablar de esa aventura en términos de iniciación, de conocimiento, de renacimiento incluso; aunque creo que, en sus últimas consecuencias, si algo la caracteriza es una suerte de misterio; algo que a nosotros, espectadores al fin y al cabo, quizás sin remedio se nos escapa”. Ese misterio inaferrable es el de su infancia, un territorio que todos visitamos sin ser muy conscientes que pasaremos por allí sólo una vez y que jamás volveremos. Y la infancia de Ana se nutre de soledad y de las enseñanzas no siempre fidedignas de su hermana mayor, esa sí habitando ya el mundo adulto y por eso capaz ya de cierta perversidad. “En el cine todo es de mentiras. Es un truco” –le aclara Isabel para tranquilizarla, asegurándole que Frankenstein no ha muerto, porque es un espíritu y “Los espíritus no tienen cuerpo. Por eso no se les puede matar”. Además le dice que el monstruo ha tomado forma humana y que lo ha visto cerca al pueblo, en una granja abandonada que ambas niñas frecuentan.
De esa revelación ficticia surge la anécdota principal de la película, cuando Ana cree ver a Frankenstein encarnado en un guerrillero republicano -uno de los maquis- que se ha refugiado en la granja, huyendo de sus perseguidores. La situación recuerda la de Whistle Down the Wind (1961), la primera película de Bryan Forbes como director, cuando tres niños encuentran a un fugitivo escondido en un granero y creen que se trata de Jesús. Ana intenta y logra comunicarse con el supuesto monstruo, quizá buscando –confundida- un vínculo más real que el que su propia familia le brinda. Blindada por su inocencia infantil, Ana es la única que puede verlo. Ella empieza a traerle cosas que pertenecen a su padre, recreando el mito del monstruo que había visto en cine. Pero el soldado es encontrado y asesinado (Erice, inteligente, nunca nos revela la posición política del fugitivo), y para Ana, de nuevo, la muerte se antoja algo incomprensible, una ausencia superior a sus fuerzas de la que debe alejarse para encontrar, así sea alucinando, al monstruo que quería convertir en su amigo. Ana quiere creer y por eso huye hacia el bosque y al hacerlo se enfrenta por primera vez al mundo, no importa que sea fantasioso, no importa que la conduzca hacia más oscuridad. Como a muchos, el franquismo le quitó las conexiones con la realidad, la información suficiente, la fe en lo real. Le queda su imaginación y a ella, escapista, recurre, poniendo en riesgo incluso su seguridad.
Su embeleso es el de la película, narración episódica donde el sueño y la realidad se funden sin que nos demos cuenta. “Quizás esto explique el porque la película, en cierto modo, esta hecha de fragmentos; el porqué, desde un comienzo, al encontrarnos en los dominios del mito, los personajes difícilmente podían ser considerados desde una vertiente naturalista. Casi sin darnos cuenta, estábamos ya girando alrededor de una estructura lírica”, relata Erice. A esa hermosa construcción poética, que define la película, contribuye de gran forma el manejo de la luz, elaborada mezcla de claroscuros y de sombras, que refleja el estado de ánimo de los personajes. Se ha dicho que Luis Cuadrado, el cinematografista de El espíritu de la colmena, estaba virtualmente ciego al momento de filmar la película y dependía de sus asistentes para hacer cumplir sus instrucciones. El uso de luz natural teñida de color miel, el sonido directo, los fundidos en negro, y la sutil y bella composición de los encuadres contribuyen a la sensación etérea que deja la historia, retrato alegórico de un tiempo que parecía transcurrir con lentitud, donde la vida era más pálida y tediosa y donde el vacío existencial arrastraba a quienes allí residían. Con maestría y gran sensibilidad, Erice nos traslada a esa época, para como él, ser observadores silenciosos de unos seres que, como espíritus, habitaban una colmena donde sobrevivir era a lo único que podían aspirar.
Referencias:
1. Maeterlink M, La vida de las abejas, Ediciones Orbis, S.A. Barcelona, 1 ed.1983. Pág. 22
2. Disponible online en: www.cineclubsabadell.org/recursos/recursos/doc27.pdf
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