Bergman frente al fracaso de Dios

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“Dios mío, por qué me has abandonado” repiten en silencio o a viva voz los personajes de un autor que los utilizó para dar cuenta de sus insondables dudas espirituales

-“¿Por qué no vas con Dios y le dices que mate al obispo? ¿O acaso a Dios le importa un bledo lo que nos pase a nosotros? ¿Has visto a Dios del otro lado? Ningún bastardo tiene alguna idea en su cabeza” –le reclama Alexander al fantasma de su padre en una escena de la última película que hizo Ingmar Bergman para el cine, Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982). Culminaba su carrera con un filme-síntesis y no podía dejar por fuera de él un tema que era fuente de sus preocupaciones personales y artísticas desde hacía cerca de tres décadas: su inevitable pérdida de fe, su progresiva toma de conciencia de que Dios no nos escucha porque no existe y que la muerte es un destino final, no un paso hacia algo tan inmaterial como desconocido. Un asunto que le angustiaba como hombre y que él logró sublimar en una serie de filmes –tan brillantes como amargos- dispersos a lo largo de su filmografía.

Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982)

“Es cierto que no creo en Dios pero la cosa no es tan sencilla, todos llevamos un dios dentro de nosotros, todo es un dibujo que vislumbramos a veces, especialmente en el momento de la muerte“ (1) escribe Bergman en su autobiografía, Linterna mágica, en una de las tantas menciones que hizo sobre su creciente nihilismo religioso. “Durante toda mi vida consciente me había debatido en una relación con Dios dolorosa y sin alegría. Fe o falta de fe, culpa, castigo, gracia y condena eran realidades irrefutables. Mis oraciones hedían a angustia, súplica, maldición, agradecimiento, consuelo, aburrimiento y desesperación: Dios hablaba, Dios se callaba, no me arrojes de delante de ti” (2), reitera. Bergman –hijo de un estricto pastor luterano- convirtió este conflicto interno en material cinematográfico, en reflexión visual que sacaba a flote esas preocupaciones y esa angustia, buscando en el arte una suerte de redención que el espíritu ni le ofrecía ni iba a ofrecerle nunca. En sus filmes sobre la falta de fe Bergman no pontifica, expone; no responde preguntas, interroga. Tampoco muestra una única e inalterable postura: su posición va cambiando, haciéndose más pesimista y descreída a medida que su propia fe se desmoronaba y colapsaba, llegando al punto de un vacío absoluto.

El séptimo sello (Det Sjunde inseglet, 1957)

Sin pretender ser exhaustivo, es posible trazar el origen de su desilusión religiosa –cinematográficamente hablando– a El séptimo sello (Det Sjunde inseglet, 1957), su alegoría sobre la muerte ambientada en la época medieval. El caballero Antonius Block (Max von Sydow) regresa de las cruzadas para encontrar desolación, pobreza, epidemias, supersticiones y miedo, estragos todos causados por una muerte que se materializa ante él y lo confronta:

– “Quiero que Dios extienda su mano, muestre su rostro, me hable” –le dice el caballero.
– “Pero calla” –responde la muerte.
– “Le lloro en la oscuridad, pero parece que no hay nadie allí” –afirma él.
– “Quizá sea que no hay nadie allí” –responde ella.

Sin embargo el caballero tiene fe, aún frente al silencio divino confía en ser escuchado. “En aquella época aún me quedaban algunos raquíticos restos de mi devoción infantil, una idea absolutamente ingenua de lo que se podía llamar una salvación que no es de este mundo. Al mismo tiempo se había manifestado mi convicción actual. El ser humano lleva en sí su propia santidad, una santidad que es de este mundo y no tiene explicación fuera de él. En mi película vive, pues, un resto bastante poco neurótico de una devoción sincera e infantil. Coexiste en paz con una concepción de la realidad dura y racional. El séptimo sello es definitivamente una de las últimas expresiones de profesión de fe manifiesta, expresiones que había heredado de mi padre y que llevaba conmigo desde la infancia” (3), escribe Bergman en su libro Imágenes.

El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960)

Esa misma fe es la de otro caballero medieval, Töre (de nuevo Max von Sydow), el protagonista de El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), un hombre recto al que le han violado y asesinado a su hija virginal. Tras cobrar venganza y matar a los criminales, llega al sitio donde está el cadáver de la joven. Ahí se derrumba e implora a los cielos: “Tú lo viste Dios, tú lo viste. La muerte de una niña inocente y mi venganza. Tú lo permitiste. ¡No te entiendo! ¡No te entiendo! Pero a pesar de eso, ahora pido tu perdón. No conozco otra forma de reconciliarme con mis propias manos. No conozco otra forma de vivir. Te lo prometo Dios, junto al cuerpo de mi hija, te lo prometo. En castigo por mi pecado debo construir una iglesia. Aquí debo construir una iglesia, una iglesia de piedra con mis propias manos”. Para Töre –probablemente un converso reciente- Dios es un misterio que él opta por respetar antes que juzgar: sus designios son inescrutables. Que al final de El manantial de la doncella haya una epifanía se ve como una condescendencia de la guionista Ulla Isaksson -que a su vez se inspiró en una balada medieval del siglo XIII, Töres döttrar i Wänge– antes que una posición optimista de Bergman, por el contrario él siempre consideró que “las motivaciones [del filme] eran todas espurias” (4).

El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960)

El creciente escepticismo bergmaniano encuentra en El rostro (Ansiktet, 1958) la medida de su desilusión encarnada en el médico Vergerus, un científico encargado de desenmascarar a un grupo de saltimbanquis ambulantes reunidos tras la figura del magnetista Emanuel Vogler. El año es 1846, el país es Suecia y en el aire está el conflicto entre racionalismo y superstición, sobre todo si está última se traduce en ilusión, en esperanza.

El doctor Vergerus (que bien podría ser el alter ego de Bergman) se apoya en el método científico, en lo que se puede demostrar. Y obviamente eso no incluye la idea de un Dios –“¡Es totalmente obsoleto!”, declara en un momento dado. Leamos este diálogo entre Vergerus y Manda, la esposa del magnetista:

-“Pero no hay milagros. Siempre son los aparatos y la boca quienes hacen el trabajo. Al clero le pasa lo mismo. Dios permanece callado y la gente habla” –le dice él.
-“Solo una vez” –responde ella.
-“Entonces todos gritan. Solo una vez. Por los no creyentes. Pero en su mayoría por los creyentes. Solo una vez” –le dice Vergerus.

El rostro (Ansiktet, 1958)

Pese a eso El rostro deja espacio para el deseo de que en lo inexplicable y en lo espiritual haya respuesta para aquello que ya es insoluble en este mundo. Esa tensión anima un filme donde las fuerzas contradictorias tienen pesos diferentes. Será la última manifestación (además de los fantasmas, cuyo carácter es ante todo simbólico) de credulidad en un más allá en su obra fílmica.

Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), Luz de invierno / Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El silencio (Tystnaden, 1963) se han visto, estudiado e interpretado como “la trilogía de la fe”, un concepto de unidad que el mismo Bergman inicialmente aceptó pero que después en su libro Imágenes desdeñó: “Hoy pienso que la idea de la «trilogía» no tiene ni pies ni cabeza. Fue un Schnaps-Idee, como dicen los bávaros” (5). Sin embargo de su propuesta original de agruparlas es claro el concepto de “reducción”, de descenso en una escalera de espiral hacia la nada, hacia el vacío espiritual.

Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961)

En Como en un espejo la idea de Dios surge como una alucinación que proviene de una mente enajenada. En realidad la única forma de divinidad posible es laica: la que surge de amar al otro. En Luz de invierno hay una “certeza desvelada”: que Dios no existe. Tomas Ericsson, el pastor luterano protagonista de la cinta se lanza a una perorata que pretende tranquilizar a un feligrés y termina diciéndole: “Perdóname si he hablado atolondradamente, pero todo me sale de repente. Si de verdad Dios no existe, ¿qué más da? La vida cobra sentido. ¡Qué alivio! La muerte se vuelve una extinción, una desintegración. La crueldad de los hombres, su soledad, su miedo, todo resulta obvio, transparente. El sufrimiento no precisa explicación. No hay creador, ni Dios Padre, ni finalidad”. Queda solo en el despacho parroquial… y tras unos instantes de lucha interna pronuncia el atronador “Dios… ¿Por qué me has abandonado?”, que es ante todo una queja contra él mismo: no es que Dios se haya ido. Es la idea de Dios la que ha abandonado la mente y el corazón de Ericsson, dejándolo en la vacuidad más absoluta.

Luz de invierno / Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963)

Ese vacío es el protagonista de El silencio, una declaración de asco frente al ser humano cuando no queda ningún valor al que aferrarse: la lujuria, la impudicia, la incomunicación, el egoísmo, la enfermedad, el dolor y la muerte son ahora los que dominan el intercambio entre los seres, representados acá por dos hermanas y el pequeño hijo de una de ellas, testigo asombrado de la disolución de cualquier asomo de esperanza. Viven en ese “mundo sucio, bajo un cielo cruel”, del que hablaba el sacerdote de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972). Ya nada queda, ya todo está perdido. Solo nos queda mirar. En silencio.

Y hablando de Gritos… es en ese filme donde ese mismo sacerdote reza ante el cuerpo yaciente de Agnes y le dice “Si te encuentras con Dios en ese otro mundo, si Él vuelve su rostro hacía ti, si puedes conocer el lenguaje de Dios, si puedes hablar con el Señor, si es así, ruega por nosotros”, como dudando de ese más allá del que él debería estar seguro. Pero no, de nada hay certeza en el universo de Bergman.

Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972)

En el ensayo ¿Por qué hago películas?, publicado en 1960, Ingmar Bergman se refiere a su idea de la religión y como esta se desliza en sus filmes. Creo que es un buen remate a mis palabras: “Para mí, los problemas religiosos están continuamente vivos. Nunca dejo de preocuparme por ellos, y mi preocupación sigue cada hora de cada día. Sin embargo, no tienen lugar en el nivel emocional, sino en el intelectual. La emoción religiosa, el sentimentalismo religioso, es algo de lo que me deshice hace mucho tiempo -espero. Para mí el problema religioso es intelectual: el problema de mi mente en relación con mi intuición”.

Y su intuición como cineasta siempre fue clara.

Referencias:
1. Ingmar Bergman, Linterna mágica, Barcelona, Tusquets, 2017, p. 186
2. Ibid., p. 217-218
3. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 205-206
4. Stig Björkman, Torsten Manns, Jonas Sima, Bergman on Bergman, Nueva York, da Capo Press, 1993, p. 120
5. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 215

Publicado en la revista Kinetoscopio No. 122 (Medellín, abril-junio, 2018) págs. 32-34
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2018

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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