Bertolucci, el poeta que quiso filmar

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En una entrevista realizada en 1966 por John Bragin y que fue publicada en la revista Film Quarterly, Bernardo Bertolucci, que en ese momento solo había hecho dos largometrajes –La cosecha estéril (La commare secca, 1962) y Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, 1964)- se atreve a predecir cómo será su obra fílmica: “sería bueno ver que las películas se hiciesen conscientes de lo que son, así como la música y la literatura lo han hecho; esto es, que pudiera haber un cine que se mirara a sí mismo, un cine que hablara acerca del cine. En las películas que voy a hacer y también, en el fondo, en las cintas que he hecho, sobre todo en la segunda, pero sobre todo en aquellas que voy a hacer, me gustaría que yo pudiera tomar una posición y confrontar el lenguaje escogido”. Ambicioso, sin duda. Nacido en Parma, Bertolucci era un hombre de solo 25 años de edad, un poeta hijo de poeta, y ya se visualizaba como un realizador que pretendía utilizar el cine como herramienta para mirarlo críticamente como medio y como lenguaje audiovisual.

Ese primer Bertolucci, fuertemente inspirado en el cine de su mentor Pasolini, de Rossellini y de Godard, usó inicialmente las películas como instrumento político –él estaba seguro que todo el cine era político- y como denuncia: Partner (1968), El conformista (1970) y La estrategia de la araña (Strategia del ragno, 1970) muestran sus ideas Marxistas desde la perspectiva de la lucha que se vivió en Italia entre partisanos y fascistas, entre la clase obrera y la burguesía. Su cine –ya lo predijo- era simbólico, artificial y autoconsciente de su artificialidad, e incluía movimientos rápidos de la cámara, elementos no diegéticos, personajes dirigiéndose a la cámara, juegos con personalidades dobles o con actores representando varios papeles. Experimentar era su Norte, pues el cine era nuevo para él: no tenía reglas preconcebidas que seguir.

Vittorio Storaro y Bertolucci durante el rodaje de El conformista (1970)

En los dos últimos filmes mencionados, fotografiados por el maestro Vittorio Storaro (quien va a convertirse en su cinematografista habitual) se nota el deseo de hacer un despliegue cromático y lumínico preciosista que distanciara a estas películas de la realidad y las acercara al mundo poético en el que creció: ya lo decía él en una entrevista hecha en 1973 por Dacia Maraini: “no había diferencia entre una ˈrosa blanca neuróticaˈ que mi padre describía en su poesía y la rosa blanca real que florecía en mi jardín. Crecí en un paraíso terrenal donde las realidades poéticas y las naturales eran una sola”.

Aunque la espectacularidad formal tiene en Novecento (1976) una de sus cumbres, esta crónica épica de la Italia en la primera mitad del siglo XX es en realidad la concreción en imágenes de la idea militante que Bertolucci tenia de las fuerzas políticas enfrentadas que dominaron la historia de su patria: campesinos contra terratenientes, comunistas contra los fascistas. La fama creciente de este director hizo que para Novecento contara con el apoyo de la Paramount, Fox y Warner para dar vida a un filme de 5 horas y 30 minutos que tuvo en el reparto a Robert De Niro, Gerard Depardieu, Burt Lancaster y Dominique Sanda.

Rodaje de Novecento (1976)

A la combinación de lucha de clases, decadencia burguesa, revisitación del pasado, personajes en busca de sí mismos y una inveterada abstracción formal, Bertolucci va a sumar a su obra un elemento que ya estaba implícito en su filmografía –sobre todo en El conformista: el sexo. El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972) le trajo a Bertolucci una gran visibilidad, fruto del furor mediático que representaron las escenas sexuales entre Marlon Brando y Maria Schneider en un filme crudo, que habla de desamor, soledad y vacío espiritual. La larga sombra de El último tango lo perseguiría y le daría alcance cuando se reveló en 2016 que Bertolucci confesó que no había contado con el consentimiento de la actriz para la escena de la violación y que ella –que en ese momento tenía 19 años- no fue advertida de lo que iba a ocurrir (así fuera sexo simulado). Esto generó una aguda controversia que Vittorio Storaro aplacó mencionando que fue testigo presencial del rodaje y que nada escandaloso o fuera de lo normal ocurrió en el plató. Sin embargo muchos nunca la perdonaron esa confesión.

Bertolucci, Marlon Brando y Maria Schneider durante el rodaje de El último tango en París (1972).

El sexo en el cine de Bertolucci –un hombre que fue fuertemente influenciado por el sicoanálisis- no es liberación sino síntoma: de represión homosexual (El conformista), de aislamiento y vacuidad (El último tango en París, Los soñadores), de conflictos edípicos (La luna), de desamparo emocional y mental (Refugio para el amor), de desapego y nostalgia (Belleza robada, Cautivos del amor). No es una pulsión exactamente positiva y gratificante, es un deseo enfermizo, es un paliativo triste y problemático de muchas carencias. “No, estás sola. Estás totalmente sola. Y no te librarás de la sensación de estar sola hasta que no veas la cara de la muerte”, le dice Paul (Brando) a Jeanne (Schneider) después de darle un baño en una bañera en El último tango en París. El apartamento abandonado en el que tienen lugar sus encuentros sexuales es símbolo del desamparo de ambos. Y, sin embargo, esas citas furtivas son el último punto de apoyo antes del abismo, la cornisa final, el salvavidas que aún flota en medio del mar. No son besos y caricias “de cine” como los que le da su novio a Jeanne, tienen el peso del deseo, tienen la urgencia absoluta de la sed, tienen la fuerza de la locura. O si no pregúntenles a Caterina y a su hijo Joe en La luna (1979).

La luna (1979)

Tras La tragedia de un hombre ridículo (La tragedia di un uomo ridicolo, 1981), un desilusionado Bertolucci deja su país en un exilio voluntario (“No podía soportar la realidad de la Italia de los ochenta”, decía) y se convierte en un director internacional, que desde las colinas de Hollywood va a mirar a Oriente: a la China en El último emperador (The Last Emperor, 1987), a África en Refugio para el amor (The Sheltering Sky, 1990), al Tíbet en Pequeño Buda (Little Buddha, 1993). Haber podido rodarse en la propia Ciudad Prohibida no fue el único premio de la majestuosa El último emperador: la Academia norteamericana la bendijo con nueve premios Oscar que incluían mejor película, director, guion adaptado y fotografía (para Vittorio Storaro). Con esa crónica del despojo de un hombre que todo lo tuvo, Bertolucci estaba tocando la gloria.

El último emperador (The Last Emperor, 1987)

Si bien Refugio para el amor confirmaba sus dotes formalistas y su afecto por los personajes que están fuera de sus límites habituales y sometidos a situaciones más allá de su control, el fracaso de Pequeño Buda hizo que Bertolucci –que en Hollywood ganó fama y fortuna pero vendió su esencia como creador- decidiera regresar a Italia, aunque fuera inicialmente con la perspectiva de los extranjeros exiliados en su país y allí hizo Belleza robada (Stealing Beauty, 1996), un delicado relato sobre el retorno, sobre el encontrarse. A ella le seguiría Cautivos del amor (Besieged, 1998), otra historia pequeña, pero excepcionalmente lograda, sobre la relación entre dos personas de mundos disimiles.

Que a Bertolucci le encantaba el aislamiento y lo que ocurre cuando sus personajes le cierran las puertas al universo exterior lo confirma Los soñadores (The Dreamers, 2003), mezcla acertada de cinefilia, sexo, utopía e historia, con el marco de mayo de 1968 a espaldas de unos personajes enamorados de sí mismos. No sé si Bertolucci era consciente de que Tú y yo (Io e te, 2012) iba a ser su último largometraje o si se trata de coherencia autoral, pero en esta historia uno puede encontrar sin dificultad ecos de El último tango en Paris, La luna, Belleza robada y Los soñadores.

Tú y yo (Io e te, 2012)

La última escena de Tú y yo nos muestra a Lorenzo y a su media hermana, Olivia, despidiéndose en la calle. La cámara acompaña al muchacho, se adelanta a él y en un momento dado Lorenzo mira a la lente, nos mira. Y en ese instante la imagen se congela, tal como en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), de Truffaut. Ese es el último fotograma de su cine: un muchacho cuyos ojos nos miran, nos interrogan, nos cuestionan. Es el mismo autor que cuando era muy joven prometió hacer “un cine que se mirara a sí mismo, un cine que hablara acerca del cine”. Y fue fiel a esa promesa hasta el final.

Publicado en el suplemento “Generación”, del periódico El Colombiano (Medellín, 02/12/18), págs 6-8
© El Colombiano, 2018

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Bernardo Bertolucci, 1941-2018

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