Billy Wilder: Pasos firmes en la oscuridad
«Hacer películas es un poco como caminar en un cuarto oscuro. Algunos tropiezan con los muebles, otros se rompen las piernas, pero algunos de nosotros vemos mejor en la oscuridad que otros. El truco máximo es convencer, persuadir».
-Billy Wilder
El hombre que el mundo del cine conoció como Billy Wilder nació el 22 de Junio de 1906 en Sucha, pequeña localidad en la provincia de Galicia, a 160 kilómetros de Viena y en ese entonces perteneciente al Imperio Austro-Húngaro y en la actualidad a Polonia. Era hijo de una pareja que tenía una serie de mesones ferroviarios y hoteles desde Viena hasta Lemberg. Samuel Wilder, como fue bautizado, comenzó a ser conocido como Billie durante sus primeros años de vida, en una suerte de homenaje de Eugenia, su madre, a Estados Unidos a través del nombre de Buffalo Bill, pues ella había residido muy joven en Nueva York y recordaba con cariño esa época. El joven Billie -que cambió su nombre a Billy al irse a vivir a América- pensó dedicarse a la abogacía, pero pronto abandonó estos proyectos y comenzó una labor como reportero en un periódico vienés, el vespertino Die Stunde. «Tenía dieciocho años cuando decidí no ir a la universidad. Pude haber ido, pero no quería depender del bolsillo de mis padres. Les dije que quería ser reportero. Los reporteros entrevistaban estrellas de cine y a los ricos de los cruceros de lujo. Yo estaba buscando una vida interesante, no hacer la misma cosa todos los días. El trabajo lucia glamoroso y no demasiado pesado, además yo estaba lleno de confianza», recordaba.
Su carrera en la prensa avanzaba a buen ritmo y de ese humilde periódico pasó a trabajar en diarios y revistas de Berlín. Complementaba su magro sueldo con otros oficios, entre ellos el de bailarín gigoló, experiencia que le sirvió para escribir una crónica, Camarero, un bailarín, por favor, publicada en el BZ am Mittag en 1927. Pronto empezó a introducirse en los ambientes teatrales de la ciudad, lo que le empujó directamente a sus primeras colaboraciones en el cine como guionista. A propósito hay una anécdota muy divertida que refleja lo que fueron esos tiempos: ocurrió en Berlín, una noche de 1927. Wilder no podía conciliar el sueño. Estaba cansado de su trabajo temporal como bailarín de alquiler en un hotel; decepcionado al no encontrar quien aceptara sus guiones cinematográficos que pasaban de oficina en oficina y de productor en productor; y desesperado de escuchar el tintineo permanente del escape de agua del baño contiguo a su habitación en la Viktoria-Luise-Platz número 11. Esa noche, como si fuera poco, su vecina, hija de su casero, yacía con uno de sus amantes circunstanciales, arriesgándose a las represalias de su celoso novio. Las risas, los murmullos y los sonidos de cama provenientes de dicha habitación, eran los únicos compañeros de la noche insomne de Wilder. De repente, se escuchó el timbre insistente. Los murmullos de placer de hacía apenas unos segundos se tornaron nerviosos. Wilder sintió abrirse la puerta de la habitación. En la oscuridad, un hombre en paños menores, con los pantalones y los zapatos en la mano, entró de repente a su cuarto. Afuera la hija del casero discutía con su novio, quien no paraba de gritar que iba matar a quien quiera que fuese su amante de turno. En la habitación de Wilder se vivía, en cambio, un incómodo silencio: el hombre temblaba de susto y Wilder, desde la cama, decidió romper el hielo:
– «Me llamo Wilder».
– «Mi nombre es Galitzenstein –respondió susurrando el amante- ¿Puede prestarme un calzador? ».
– «¿Galitzenstein? ¿El Galitzenstein de Maxim-Film?».
– «Exacto. Director y único propietario».
Wilder le alcanzó el calzador y mientras Galitzenstein se vestía no podía creerlo: tenía en frente a una de las personas más importantes del mundillo del cine alemán. Era, quien lo creyera, el momento de ofrecerle un guion. Era ahora o nunca.
– «Aquí tengo algo particularmente interesante para usted, señor Galitzenstein, que ya hace tiempo quería hacerle llegar».
– «Bien. Tráigamelo mañana a mi despacho. Mañana lo leeré».
– «¿Mañana? Mañana ni siquiera se acordará de quien soy. ¡Tiene que leerlo ahora! ¡Inmediatamente! »
– «No tengo las gafas aquí», respondió.
– «Entonces se lo leeré en voz alta».
– «Bien. En ese caso se lo compro ahora mismo».
Y le dio quinientos marcos. Luego, al sentir que ya todo se había calmado, salió en silencio de la habitación y se marchó.
«Y ni siquiera se llevó el guion», se quejaría Wilder muchos años después.
El primer argumento que se le atribuye es el de Menschen am Sonntag (Gente en domingo, 1929), una precursora del neorrealismo y que, curiosamente, fue fotografiada por Fred Zinnemann y codirigida por Robert Siodmak y Edward G. Ulmer, quienes harían parte del grupo de realizadores europeos que, como Wilder, terminarían en Hollywood. Sin embargo, la mayoría de su producción durante sus años en Berlín la realizó como escritor “fantasma” de guionistas prestigiosos de la época como Curt J. Braun y Franz Schulz: «Durante aquella época escribí con toda seguridad unos cincuenta o sesenta guiones, sin que nadie en el ramo hubiera siquiera oído mi nombre». Cuando en 1930 empezó a producirse cine sonoro en Alemania, Wilder se adaptó con rapidez al cambio: entre 1929 y 1933 aparece, ahora sí, en los créditos de catorce películas. «Al principio del cine sonoro» -recuerda- «se tenía que aprender prácticamente todo, se trataba de un mundo virgen. Todavía no teníamos ninguna experiencia, por ejemplo, de cómo reaccionaría el público ante los diálogos y los chistes de una comedia».
Los tiempos difíciles llegaron. El 20 de abril de 1933, día del cumpleaños de Adolf Hitler, se estrenó la película Lo que sueñan las mujeres y los nombres de los guionistas judíos Franz Schulz y Billy Wilder habían sido borrados de los créditos del filme. Wilder ya no estaba en Berlín para quejarse del atropello: un par de meses antes y ante las inconfundibles muestras de antisemitismo que atestiguó y padeció, se había marchado a París. Alojado en el Hotel Astonia, en la capital francesa volvió a vivir modestamente, prestando su talento a nombres ajenos. Curiosamente dirigió allí su primera película, Mauvaise Graine, gracias al dinero gestionado por el director húngaro Alexander Esway. El filme tuvo éxito, pero Wilder quería marcharse definitivamente a América. Quiso la fortuna que uno de sus guiones, Pam-Pam, fuera adquirido por Columbia Pictures y el 22 de enero de 1934 se embarcó hacia Nueva York. Su familia no correría con tanta fortuna: su madre, su padrastro y su abuela morirían asesinados en Auschwitz durante el holocausto judío.
En Estados Unidos desarrollaría toda su carrera. Inicialmente como guionista tuvo tres maestros con los cuales trabajó escribiéndoles argumentos: de Ernst Lubitsch aprendería la sutileza visual y simbólica que brincaba cualquier censura; de Howard Hawks (para quien escribiría la magnífica Ball of Fire) aprendería el oficio de dirigir… y de Mitchell Leisen aprendería que no quería que nadie más distinto a Wilder mismo dirigiera sus guiones. Era tal la decepción que sentía al ver sus ideas destrozadas por directores ajenos que un día quiso empezar a dirigir. «Recuerdo perfectamente el día en el que decidí ser director. Fue cuando vi una película cuyo guión había escrito para la UFA. En la película salía un club nocturno que tenía un gran cartel en el exterior: “Es obligatorio llevar zapatos y corbata”. Había dos porteros que miraban a las personas que entraban para ver si vestían correctamente. En uno de los gags [apuntes, gracejos] que escribí, un hombre llevaba una barba larga; el portero lo para y mira debajo de la barba para asegurarse de que lleva corbata. Cuando fui a ver la película, me encontré con que el director le había puesto a ese actor una chivera; ya no había una barba que levantar para mirar debajo. El director conservó el chiste porque creyó que seguiría siendo divertido; pero ya no tenía gracia. Así que dije: “Hasta aquí hemos llegado”. Uno debe recordar, como guionista, que nadie va a leer lo que escribe. Por eso me hice director, porque nadie leía mis guiones», evocaba.
La oportunidad se la dieron los productores -cansados de oírlo quejarse- como un truco para que fracasara y volviera manso al redil de los guionistas bajo contrato. La película se llamó The Major and the Minor (El mayor y la menor, 1942) -protagonizada por Ray Milland y Ginger Rogers- y fue un absoluto éxito. De allí para adelante se desplegaría una carrera apoteósica como director que se prolongaría durante cuatro décadas y en la que casi ningún género le fue ajeno.
Veintiséis es la cifra de largometrajes que dirigió Billy Wilder entre 1934 y 1981. Es probable que el espectador desprevenido no sepa quién era Wilder, pero no hay duda de que recuerda algunas de sus películas. He aquí una breve lista: Some like it Hot (Una Eva y dos adanes), The Seven Year Itch (La comezón del séptimo año), Sunset Boulevard, Sabrina, Stalag 17, Witness for the Prosecution (Testigo de cargo), Double Indemnity (Perdición), The Apartment (El apartamento), The Lost Weekend (Días sin huella), Irma la douce (Irma la dulce), Love in the Afternoon (Ariane), por sólo nombrar una filmografía parcial de la que cualquiera se sentiría más que orgulloso. Cuarenta y siete años dedicado al cine, trabajando desde lo más profundo de la industria de Hollywood para ofrecernos un puñado de películas que están entre lo más notable y destacado que director alguno en la historia puede ofrecer. ¿Qué sus películas son puro entretenimiento? Posiblemente, pero a un nivel superior, a uno donde quizá solo su admirado Ernst Lubitsch había llegado. Sería mejor entonces invertir las palabras y considerarlas entretenimiento puro, en estado de absoluta pureza.
Cuando uno se aproxima a su filmografía completa constata que enorme artista era Wilder. En sus películas logró configurar un universo personal completo, un mundo que funcionaba acorde a sus reglas y no exactamente a las de la realidad. Hay una sensación extraña y sabrosa a la vez cuando uno presencia una de sus comedias y que es fruto de un artificio dramático: ellas transcurren en un ambiente que parece ser el nuestro, el cotidiano, el normal, pero en realidad en ese mundo -logramos aceptarlo- sólo viven sus personajes: la realidad está adaptada para ellos. Wilder sólo deja invariable la cáscara exterior, los edificios, las casas, los parques, las calles, pero su contenido, su funcionamiento, su accionar, su textura particular le pertenece sólo y exclusivamente a su cine, algo que quizá sólo Hitchcock logró hacer. La vida según Wilder está llena de personajes comunes a las que les ocurren cosas extraordinarias, cosas que sólo caben en la mente de su autor, un hombre cínico moralmente hablando pero, a la vez, absolutamente compasivo con sus protagonistas, un puñado de hombres y mujeres que están buscando darle algún sentido a sus vidas, sin saber muy bien como hacerlo.
Recurren incluso al engaño, al disfraz, a la máscara (The Major and the Minor, Five Graves to Cairo, Irma la Duoce, Some Like It Hot): saben que cualquier recurso es válido en la guerra y en el amor. La batalla de los sexos cobra en las manos de Wilder otro significado, más profundo, más terrenal. Haciéndola parte del conflicto constante entre América y Europa que se vive en muchas de sus películas, alcanza así resonancias socioculturales que la enriquecen. Ya no es el conflicto entre un hombre y una mujer como individuos, es el conflicto entre su manera de ver la vida dictada por la sociedad en la que viven. Además, como muchos de los estudiosos de su cine lo han mencionado, esta confrontación entre ambos continentes es en sus películas, a su vez, la que hay entre inocencia y experiencia.
Hace unos renglones he escrito por primera vez en este texto la palabra “autor” y no me cabe duda que Wilder ejemplifica lo que esas cinco letras quieren decir. Escritor de la totalidad de los guiones de sus películas, contó para ello con la colaboración de dos hombres con los que trabajó al unísono, el abogado neoyorquino Charles Brackett (13 guiones, incluidos 7 que escribieron para otros directores) y el rumano “Izzy” Diamond (12 guiones). Si bien al principio la figura de un coguionista se imaginaba apenas lógica considerando que Wilder no dominaba el inglés, al final sólo puede entenderse como una conjunción y un acuerdo permanente de ideas y estilos, donde no es posible separar los aportes de uno y otro escritor. Como bien lo decía él: «Una buena colaboración de escritura es más difícil de lograr que un buen matrimonio». Con su filmografía Wilder rescata la figura del guionista como autor, honrando uno de los oficios más desagradecidos y subvalorados del cine.
Leamos un parlamento de uno de sus filmes: «Ella era como todos nosotros los escritores cuando pisamos Hollywood por vez primera, picados por la ambición, jadeando por ver nuestros nombres allá arriba: Guión de… Historia original de… ¡Hmph! El público no sabe que alguien se sienta y escribe una película. Ellos creen que los actores se inventan todo mientras transcurre el filme». Es un guionista el que se queja, Joe Gillis (William Holden), el protagonista de Sunset Boulevard, refiriéndose a una joven colega. Pero son las palabras de Wilder las que Gillis pronuncia, increpando a todos los que en cualquier punto de su dilatada carrera en el cine no entendieron que el secreto de su éxito como autor nacía desde que la película era una idea en su libreta de apuntes. Por eso lo compacto de su obra, por eso ese universo tan cohesionado de temas y situaciones, por eso ese humor siempre cáustico, siempre original, siempre brillante. Su pasión era contar historias, narrar algo que captara la atención de inmediato. «Me encanta contar historias cuando consigo que en una mesa grande todos suelten los tenedores para escucharme. Me imaginaba al público del cine de una manera parecida. También los espectadores debían olvidarlo todo escuchando y mirando: soltar los tenedores», decía.
Junto a sus socios de labores logró conformar una filmografía absolutamente coherente, en la que las características externas de su cine, antes mencionadas, se reflejan con exactitud en las de sus personajes, que más que individuos, recrean prototipos, esquemas existenciales donde hay un juego constante entre los aspectos oscuros de la personalidad, que parecen describir a su vez los más agudos defectos de la sociedad norteamericana; y también, por fortuna, los propios de un corazón que late pese a todo. Sus retratos, más que tridimensionales, corresponden a la lógica de lo pragmático, de lo que le interesaba para fines del relato, así estos se tiñeran de una levedad manejada siempre con gran donaire. Wilder desciende al fondo del alma de esos personajes, para encontrar allá pena, vergüenza, oportunismo y odio, y revelarnos –he ahí su genialidad- que esos sentimientos oscuros son patrimonio y manifestación de la condición humana de los seres del común, no de los más desalmados criminales.
Los protagonistas de su cine parecen por momento no tener alma y ser incapaces de mirar más allá de su egoísmo y sus conveniencias (Pierre Mingand en Mauvaise Graine, Lund en A Foreign Affair, Holden en Stalag 17 y en Sunset Boulevard, Bogart en Sabrina, Lemmon en Avanti!), pero al final descubrimos que también son unos románticos empedernidos, tal como su autor. “La salvación por el amor” parece ser su credo, tal como nos revelan con claridad los protagonistas de The Apartament, así como en los filmes que hizo donde el amor de una mujer decidida trasforma la vida de un hombre. Así, entre luz y oscuridad, entre lo dulce y lo agrio, entre la comedia y el drama transcurre su cine. Sin embargo, los ataques que Wilder imprimió de manera constante al modelo social y económico de Estados Unidos superaron siempre, ante los ojos de la crítica, cualquier intento de final feliz que Wilder propusiera (los malos no triunfan, el amor conyugal prevalece, el romance deshiela cualquier témpano cardiaco) o se le impusiera, sometido como estaba a las normas de censura del Código de Producción. Ante los ojos de los que juzgaron su cine, Wilder siempre fue descaradamente atrevido, un hombre que osaba burlarse de todos, a quien nada ni nadie le generaba respeto. Un director que ponía en boca de sus personajes frases como esta, a propósito del protagonista de uno de sus filmes: «Es el hombre más vulgar, más repugnante, más grosero. En otras palabras: un estadounidense» (The Emperor Waltz), bien se merecía que Louis B. Mayer le dijera a propósito de Sunset Boulevard que «¡Deberías ser tirado al alquitrán, cubierto con plumas y expulsado de Hollywood!».
Pero la supuesta “mala leche” de Wilder, no era más que la mirada -a medio camino entre la distancia que le daba su origen europeo y la denuncia de lo que veía a su alrededor- de un hombre que entendía que no le debía obediencia a una sociedad de doble moral, fundada en valores falsos e hipócritas. Él fue siempre el aguijón incómodo, la visita que descubre las telarañas de la casa, el analista social implacable: Wilder caminaba en la oscuridad con pasos firmes, sin tropezarse. Como no se trataba de generar una perpetua polémica que le quitara las posibilidades económicas de seguir dirigiendo, el director supo diluir lo cáustico de su visión con el filtro de su inteligencia, lo que le permitió llenar de humor un cine que de otro modo corría el riesgo de ser un menjurje corrosivo. Hombre de pensamiento ágil e ideas veloces (“un hombre cuyo cerebro está lleno de cuchillas de afeitar”, le llamó William Holden), su humor es tan verbal como rico en símbolos visuales.
Discípulo de Lubitsch en el campo de la comedia, Wilder fue menos sutil pero igual de efectivo. Más arriesgado con los diálogos y convencido de lo obtusos que eran los censores, llenó los parlamentos de sus filmes de juegos verbales y dobles sentidos perfectamente comprensibles para el espectador sintonizado con su obra. Haciendo de la necesidad de superar la censura una oportunidad, logró ventilar en su cine los más arriesgados temas, sin perder nunca la compostura o el clasicismo y la transparencia formales -herencia de Hawks- que caracterizaron en todo momento la obra de un director que siempre tuvo en mente que hacia cine para un público adulto.
Público que, por cierto, acompañó con verdadera devoción el estreno de cada uno de sus filmes, con algunas dolorosas excepciones (Ace in the Hole, Kiss Me, Stupid, Buddy Buddy) que Wilder nunca acabó de lamentar, pero que ahora se entienden: fue un hombre adelantado a su tiempo en muchos aspectos. Pero no sólo fue favorito de los espectadores: si por la cantidad de nominaciones al Premio Óscar pudiera medirse la calidad de un director, entonces Wilder sería imbatible: Quince de sus veinticinco películas norteamericanas fueron nominadas para, por lo menos, un Oscar; dirigió a catorce actores y actrices en roles por los que fueron nominados al mismo premio y tres de ellos ganaron; sus guiones fueron nominados once veces, obteniendo el Oscar en tres oportunidades; él mismo fue postulado como mejor director en ocho ocasiones y ganó en dos de ellas. Es más, en 1961 The Apartment se alzó con las estatuillas a la mejor película, director y guión original.
Tuvo además la fortuna de contar con actores con los que siempre se sintió cómodo, como William Holden y Jack Lemmon y contó con la presencia de estrellas enormes como Audrey Hepburn, James Cagney, Humphrey Bogart, James Stewart, Charles Laughton, Marlene Dietrich, Walter Matthau, Barbara Stanwyck y claro… Marilyn Monroe. La chica dorada actuó en las dos películas que más lo hicieron sufrir pero que el público más recuerda: The Seven Year Itch (con el vapor del subway neoyorquino que le sube la falda) y Some Like it Hot, considerada la mejor comedia de la historia del cine. Recordando esta película para Cameron Crowe en su texto Conversations with Wilder, el director anotaba: «Luego vino el papel de la chica en Some like it Hot. Los roles principales eran para los dos hombres que se disfrazaban de mujeres y nosotros confiábamos en ello. Pero entonces vino el añadido de que Marilyn Monroe estaba bien y que está lista para hacer el papel. Y nosotros fuimos y tomamos a la Monroe. Y yo sabía que me iba a enloquecer por momentos. Y hubo tales momentos, media docena de esos momentos. Pero bien, uno siempre termina diciéndose, “No estoy casado con ella, ¿verdad?”. Y luego uno se va a casa, no hay cena, se toma una pastilla para dormir y uno se levanta por la mañana y empieza de nuevo».
Wilder vivió la época de esplendor de Hollywood y fue testigo de su caída, cuando la televisión amenazó su reino. Su estilo como director también sufrió con el cambio generacional y sus películas finales ya no tienen el brillo de sus grandes obras. «Lo único que me partiría el corazón sería que me quitaran la cámara y no me dejaran volver a hacer películas», pero -a pesar de esa afirmación- Billy Wilder dejó de hacer cine en 1981, sin que a nadie parecieran evidentes sus capacidades para seguir haciéndolo. Fedora y Buddy Buddy fueron sus últimas películas. Las salvajes condiciones de la industria lo sometieron a un exilio involuntario y a una muerte prematura. Ya no era un director de moda, y para cuando llegaron los esnobs años ochenta, Wilder pertenecía ya a algún anaquel polvoriento de la historia del cine.
Ya en el ocaso, Billy Wilder tuvo una entrevista con un ejecutivo del estudio que iba a financiar uno de sus últimos proyectos. El joven productor osó preguntarle, -«Dígame, Mr. Wilder, ¿qué ha hecho usted en el cine?». -«Usted primero», le contestó el viejo director. Por eso pasó largos años de su longeva vida inactivo, sencillamente porque los productores desconfiaban de la sapiencia de este anciano genial, que en la noche del miércoles 27 de marzo de 2002 falleció en su hogar de Beverly Hills, a los 95 años de edad. «Una pregunta que siempre me están haciendo es qué me gustaría que se escribiera en mi tumba. Es su pregunta favorita, no la mía. La respuesta es: “aquí yace un escritor”. Eso es lo que soy. Sólo me volví director para evitar que hicieran mal mi guión. Tenía que proteger mi guión. Yo no escribo ángulos de cámara y diálogos, yo escribo personajes y diálogo. No importa lo que les pase a sus personajes a menos que a la gente les importen».
No moría simplemente un director de cine. Moría toda una época llena de talento, de humor, de creatividad y honestidad sin límites. El cine norteamericano perdía su último genio. El último símbolo de la era más gloriosa que tuvo el cine de ese país. Poco le faltó para llegar a su centenario, que hubiéramos celebrado junto a él, repitiéndole las palabras que Fernando Trueba pronunció en 1993 al recibir el Oscar por Belle Epoque: «Quisiera creer en Dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder. Gracias, mister Wilder».
Publicado originalmente en el libro Elogio de lo imperfecto: El cine de Billy Wilder, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2008, p. 19-24
©Editorial Universidad de Antioquia, 2008.
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