Los latidos invisibles: Blue Jean, de Georgia Oakley
La cláusula 28 o sección 28 de la Ley de Gobierno Local de 1988, establecía que una autoridad británica “no promoverá intencionadamente la homosexualidad ni publicará material con la intención de promover la homosexualidad” ni “promoverá la enseñanza en cualquier escuela pública de la aceptabilidad de la homosexualidad como una pretendida relación familiar”. Era el régimen conservador de Margaret Thatcher, obviamente, el que promulgaba ese tipo de leyes represivas, que sembraban miedo, discriminación, aislamiento y homofobia a una comunidad que no solo padecía ya eso, sino que venía sumando muertos por el VIH.
Es en ese momento histórico y en esas circunstancias donde se desarrolla Blue Jean (2022), la ópera prima de la directora y guionista Georgia Oakley, que nos lleva al pasado de su país para ver convertido el homosexualismo de su protagonista, Jean Newman (un excepcional rol de la londinense Rosy McEwen en su primer rol protagónico), en un arma de doble filo: es a la vez una fuente de placer y un secreto que la cuestiona y la atemoriza. Es como si debiera volver invisibles ante la sociedad los latidos que su pasión y su deseo le generan, asustada de que su modo de vida llegue a ser conocido en el colegio de Newcastle donde es profesora de educación física y está por ende en contacto con muchas adolescentes, que ignoran lo que Jean –que se mantiene distante a ellas, pese a que es inevitable verlas prácticamente desnudas mientras se cambian para hacer deporte- vive en su intimidad.
La dicotomía entre el explícito desfogue doméstico junto a su pareja Viv (Kerrie Hayes) y las maneras que Jean debe mantener en el colegio, marcan el drama de un filme construido con un enorme pulso, apoyado a toda hora en la zozobra de Jean, quien vive tomando todas las medidas posibles para que su lesbianismo no sea descubierto en el ámbito escolar, lo que incluye trabajar muy lejos de donde vive y de los sitios queer que frecuenta con Viv y sus amigas. El hecho de estar divorciada de una pareja masculina mejora “su posición” y disipaba alguna duda que su pelo corto y su distanciamiento pudieran generar. Pese a su camaradería y su alegría, la marginalidad marcaba la situación de las lesbianas de ese momento y por eso que ella mantuviera un empleo respetable era importante para todas como grupo. Era un símbolo callado de resistencia en medio de semejante persecución. Por eso toda precaución parece poca, aunque a los ojos de Viv tanto temor parece cobardía para aceptar su condición.
La fragilidad caracteriza a estas vidas secretas y un día alguien del mundo escolar amenaza –quizá al principio ingenuamente- con destruir la fachada de Jean, metiéndose en su ambiente privado, y sembrando inseguridad, desconfianza y paranoia en esta mujer que parecía tener todo bajo control. Aquí la película se torna densa, como si se cerraran los caminos para Jean, que no es capaz de hacer razonar a ese intruso en su mundo, a ese ser curioso que quiere ser como ella, sin saber que la está destruyendo. Aplicará entonces los mecanismos de defensa que haya que aplicar, así sea traicionando a quien la admira, negándole la oportunidad de expresar su verdadero ser.
Blue Jean es, en el fondo, una película política que habla de hipocresía y doble moral en un momento coyuntural de la historia reciente británica, donde la homofobia provocó una cacería de brujas que causó una enorme herida social y personal que afectó a miles de vidas. “No se trataba tanto de los riesgos más obvios de perder el trabajo si se descubría que uno era gay. Se trataba de la espiral de paranoia y de cómo ésta desembocaba en problemas de salud mental y fracasos en las relaciones personales”, relata la directora Georgia Oakley en entrevista con Sam Smith para el British Film Institute. Esta novel realizadora no quiere jugar exactamente en los terrenos de Ken Loach y por eso se decanta por una historia íntima, preciosamente confeccionada, y que desde su carácter testimonial incluye todos los elementos de riesgo que la pasión y el deseo desatan, más todavía cuando son perseguidos y reprimidos. Jean descubrió que no podía -pese a todo- dejar de latir o de silenciar esos latidos. Dejó que sonaran.
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