En la misma jaula: Clash, de Mohamed Diab
Puede ser casualidad –debe serlo- pero me sorprende que tres películas recientes que implican conflictos armados sitúen su acción en sitios cerrados: Líbano (Lebanon, 2009), de Samuel Maoz, Mandarinas (Mandariinid, 2013) de Zaza Urushadze y ahora Clash (Eshtebak, 2016), el segundo largometraje del realizador egipcio Mohamed Diab. Este último filme bebe de los dos previos que mencioné: de Líbano toma la unidad espacial y de Mandarinas el obligado encierro de los adversarios, para hacer un coctel completamente nuevo y que es ante todo una aguda metáfora política sobre el sinsentido de la guerra.
Obviamente el mensaje no es nuevo, pero Diab va a sorprendernos con la manera en qué va a ofrecérnoslo: Clash se constituye en una experiencia audiovisual tan claustrofóbica como brillante, tan agotadora como liberadora. Situada en medio de las protestas egipcias de mediados de 2013, cuando el ejército derrocó en un golpe de estado al presidente Mohamed Morsi, del partido de la de la Hermandad Musulmana, la película se atreve a proponernos algo insólito: mezclar a dos periodistas, a partidarios del ejército y a seguidores del derrocado presidente en un único lugar que va a constituir toda la puesta en escena: el interior de un furgón policial. Desde ahí tendremos dos perspectivas dramáticas, la de los ocupantes del vehículo –que van desde un adolescente hasta ancianos- y la conflictiva situación que se vive en las calles.
Nuestra mirada será la de ellos, un puñado de civiles alterados, asustados y que temen por sus vidas, mientras discuten agriamente por las ideas políticas de cada bando. La cámara se las arregla con dificultad para moverse dentro de un espacio que no solo está abarrotado de personas, sino que además en ocasiones está en movimiento, convirtiéndose la lente en un ocupante más que mira por las ventanas del furgón, por los agujeros que dejan los impactos de balas y piedras, y por la puerta trasera del vehículo.
Formal y narrativamente la película es muy poderosa, pues al estar obligadamente encerrados los personajes desarrollan cada uno su drama desde la óptica partidista particular, y así mismo se asumen como un colectivo que padece un mismo suplicio, pues pueden ser atacados por los manifestantes de las calles y sometidos por el ejército que allí los encerró. La situación es de una enorme fragilidad y a la vez de fácil combustión por el radicalismo de unos y otros, y el desespero mismo de estar encerrados.
Pero hay algo más que es muy notable: la construcción de la mirada hacia el exterior, hacia las calles. La perspectiva no siempre –aunque a primera vista pensemos que sí- es la de uno de los retenidos, a veces la cámara hace un zoom o abarca un ángulo que sería imposible para los ocupantes del furgón. Es una licencia fílmica que le suma dramatismo a unas secuencias perfectamente coreografiadas y que por momentos dan la ilusión de ser la proyección de una película que pasa por los ojos de los capturados, algo como lo que sugiere el viaje el tren hacia Paris de Marcello Clerici y Giulia en El conformista (Il conformista, 1970), de Bertolucci. Hay un trabajo visual muy complejo y muy enriquecedor en esta propuesta de Mohamed Diab.
Rodar este filme y tener a todos los intérpretes perfectamente sincronizados tuvo que haber sido una pesadilla, pero el resultado final es excepcional. Nos habla de la naturaleza humana, de lo que ocurre cuando se borran las ideologías y lo que queda es la solidaridad entre desconocidos, los rasgos que nos hermanan, el cansancio común, la ilusión de sobrevivir. Y con eso Clash cumple con sobrados méritos su objetivo.