La foto completa: Coco, de Lee Unkrich y Adrian Molina
Los juguetes, los animales (peces, ratas, insectos), los autos, los superhéroes, los monstruos y los robots han sido los protagonistas habituales del cine que Pixar ha hecho desde 1995. Los seres humanos han sido poco habituales: básicamente en Up (2009) y lateralmente en Ratatouille (2007), WALL-E (2008), Intensa Mente (2015) y Un gran dinosaurio (2015). De ahí que el reto de Coco (2017) no solo era revalidar la capacidad de Pixar de hacer un filme protagonizado por humanos (vivos o muertos), sino además sacarlo de las cómodas fronteras estadounidenses y ambientarlo –sin sonar falso o condescendiente- en México, abordando una de sus tradiciones culturales más arraigadas, la del Día de Muertos.
Fue un riesgo muy grande, pues cualquier error, así fuera bien intencionado, podía malinterpretarse como una forma de subvaloración, discriminación o burla racial y cultural. Se requirieron años de investigación de campo y asesoría folclórica para dar con un producto comercial que fuera atractivo, divertido, revelador y respetuoso. El estreno en México un mes antes que en el resto del mundo era la prueba a superar, era el indicador de que todos esos esfuerzos orientados a darle a Coco validez y una voz que sonara autóctona, habían valido la pena. Que se haya convertido en la película más taquillera en la historia de ese país lo dice todo: el público mexicano se identificó con esas imágenes, con ese color local, con esos protagonistas, con ese sustrato místico y mítico.
Se partió de ambientar la historia en un pueblo, de darle un contexto familiar (desde sus tatarabuelos hasta el presente) y tradicional a la vida de Miguel Rivera, el niño protagonista, un joven que desea romper el molde que casi lo tiene destinado por obligación a ser zapatero, como todos en su casa, para abrazar el anhelo de ser músico, como su ídolo, el gran cantante y actor Ernesto de la Cruz (un alter ego ficticio de Jorge Negrete). Sin embargo en la familia Rivera ser músico implicaba un anatema perpetuo que Miguel –como buen adolescente- quiere desafiar.
Es el Día de Muertos, la ofrenda y el altar familiar a los difuntos están listos, pero Miguel tiene otros planes para cumplir sus sueños, planes que inesperadamente lo llevan a la tierra de los muertos, para encontrar allá a sus familiares difuntos y entender y clarificar algunas cosas de su pasado. Ese “más allá” no es un sitio siniestro, oscuro y atemorizador, sino un mundo alterno lleno de “vida”, luces, alegría, música ranchera y espíritu, donde Miguel es el “bicho raro”. Sus aventuras en ese submundo son el centro de un relato del que no voy a ahondar más en su descripción.
Coco no aspira a asustarnos, aspira a que recordemos de dónde venimos, cuál es el entramado familiar que nos trajo hasta aquí, hasta lo que somos ahora. Parece que a veces –muchas veces- olvidamos a los que nos antecedieron, a esos familiares que ya se han ido y cuyas vidas influyeron para hacer de cada uno de nosotros lo que hoy somos. Esas fotos de tíos, abuelos y bisabuelos en un anaquel o en una repisa son más que un recordatorio obligado que alguien puso ahí, son el compromiso de que no los hemos olvidado, de que siguen viviendo en nuestro recuerdo, en algunas facciones de nuestro rostro, en las decisiones que tomamos. Nos debemos a ellos. De ellos venimos.
Al final, Miguel tiene una foto completa: la de su familia. Y se siente orgulloso de ellos. Hacer las paces con el pasado no siempre es fácil, lo sé. Pero Coco nos invita, por lo menos, a intentarlo.