Como la vida misma: Cuentos de Tokio, de Yasujirô Ozu
“Las historias de Ozu son arrancadas de la vida cotidiana, sin grandes momentos dramáticos, como si la vida misma fuese la que dictara la trama”.
-Maximiliano Maza
Esa familia no se toca, no se abraza, no se besa, no muestra ningún signo de cariño, tal como estamos acostumbrados a expresar. Hay en ellos un respeto excesivo, una distancia extrema y por momentos incómoda, que es la misma de la película donde están inmersos. Esa familia es la habitante de Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953), la perla del shomin-geki, el género de cine nipón que trata de la vida de la gente del común, de la clase media baja japonesa, y que Yasujirô Ozu inmortalizó para nosotros.
Pero este patrimonio de imágenes llegó a nosotros tardíamente, pues Ozu pensaba que su cine tenía un sabor demasiado local para poder ser comprendido en Occidente. Fue sólo en 1972, cuando Donald Ritchie -académico y crítico de cine norteamericano- la presentó en el Festival de Venecia, que el mundo entero pudo atestiguar de primera mano sus bondades. Aunque el director había muerto nueve años atrás, precisamente el día de su sexagésimo cumpleaños, muchos de sus compatriotas no vieron con buenos ojos que su cine se mostrara al mundo, sintiendo que quizá sus imágenes iban a atesorar más incomprensión que benevolencia, sobre todo de parte de un público acostumbrado a un tipo de narración directa, tal como la gramática de Hollywood dicta. Pero el público occidental que vio en ese momento su cine supo captar la sutileza argumental, la espartana construcción visual y la inusual puesta en escena que constituyen los ejes de su arte cinematográfico, y desde entonces son muchos los que se han dedicado a teorizar sobre los motivos, los temas y los símbolos que rodean a un director de quien Wim Wenders afirmó en su documental Tokyo-Ga (1983) que, “Si existieran aún en nuestro siglo los objetos sagrados, si existiera algo parecido a un tesoro sagrado del cine, habría de ser la obra de Yasujirô Ozu”.
Ozu nació en Tokio, en diciembre de 1903. Su padre vendía fertilizantes, y al cumplir diez años lo envió a vivir con su madre y sus hermanos a Matsuzaka, en el campo, como era tradición de los mercaderes locales. A diferencia de sus hermanos, Ozu era un mal estudiante y no cursó estudios superiores, interesado desde temprana edad en el cine; de ahí que se convirtiera en un espectador habitual de los teatros locales y de las cercanías.
A principio de los años veinte, regresó a Tokio y un tío le consiguió trabajo –sin contar con experiencia laboral alguna- como camarógrafo asistente en uno de los estudios más importantes del país, la compañía Shochiku. En esos tiempos trabajar en el cine no se consideraba exactamente un empleo y su labor consistía básicamente en movilizar la cámara de un lado a otro.
El influjo del ambiente cinematográfico fue fundamental para él. Luego de un año de receso en el que fue enrolado en el ejército, regresó a los estudios de cine, donde en 1926 se convirtió en asistente de dirección, bajo la tutela de Tadamoto Okubo, un realizador mediocre especializado en comedias vulgares poco elaboradas. El estilo relajado de Okubo le permitió a Ozu reemplazarlo con frecuencia y explorar por sí solo lo que era dirigir y escribir guiones. Un año después debutaría como director autónomo con La espada de la penitencia (Zange no Yaiba, 1928), la primera de las 34 películas mudas que iba a realizar. Empezó haciendo películas de época (jidai-geki), pero posteriormente le permitieron realizar filmes sobre la vida contemporánea (gendai-geki), inicialmente comedias, lo que hizo hasta el fin de sus días. El primero de sus shomin-geki (dramas de clase media) fue La vida de un oficinista (Kaishain Seikatsu, 1929), a los que seguirían más comedias, como Reprobé, pero… (Rakudai wa shita keredo, 1930) –la primera protagonizada por su actor emblemático, Chishû Ryû -, o Tristezas de la belleza (Bijin Aishu, 1831).
Nací, pero… (Umarete wa mita keredo, 1932), fue su primer drama maduro; así como Dekigoro (1933) fue el primero donde aparecen las situaciones familiares arquetípicas de su obra posterior; el sonido llegó a su cine apenas en 1936 con El hijo único (Hitori musuko) y el color en 1958, con Flor de equinoccio (Higanbana). El llamado del ejército interrumpió su labor como director durante varios momentos de su carrera y la Segunda Guerra Mundial se lo llevó a Singapur para realizar un frustrado proyecto de cine propagandístico y lo devolvió como prisionero de guerra de los británicos. Finalmente, en febrero de 1946 pudo regresar a su maltrecha patria.
Antes de la guerra había realizado una de las películas más perfectas de su filmografía, Hubo un padre (Chichi Ariki, 1942), y de entre las ruinas que encontró al volver logró realizar Primavera tardía (Banshun, 1949), exquisita síntesis de su estilo. De esta época provienen sus obras cumbres, como Juncos flotantes (Ukigusa, 1959) y El fin del verano (Kohayagawa-ke no aki, 1961), pero antes que ellas vino, discreta, Cuentos de Tokio.
¿Se diferencia mucho de las demás películas que Ozu realizó, para que sea siempre la favorita de las listas que eligen las mejores películas de todas las épocas? Probablemente no. Los temas y el estilo de Ozu se repiten filme tras filme, casi como un ritual, pero aquí se reflejan de una manera tan intencionalmente explícita, que el filme -dentro de su complejidad y exigencia- se hace transparente al espectador occidental. El director siempre la consideró como una de sus cintas más melodramáticas, probablemente refiriéndose al hecho de que lo que vemos en la pantalla, en su aparente sencillez, es un compendio de situaciones antes que una narración de eventos reales. Hay entonces un interés didáctico de parte de Ozu, un afán de querer mostrarnos de frente los temas que le preocupaban frente al resquebrajamiento de la familia japonesa tal como él y sus ancestros la había conocido.
Sin embargo, en la película, Ozu deviene en cronista del transcurso del tiempo. No es otro el motivo de su filme, que carece de nudos dramáticos definidos. Aquí –para los estándares del cine occidental- nada extraordinario ocurre, el héroe no se queda con la chica, no hay dragones por matar, ni enemigo que vencer. El flujo de la vida, retratado en su aparente lentitud e inmovilidad alienta cada fotograma de Cuentos de Tokio. El argumento, al parecer inspirado en una película norteamericana de Leo McCarey, Make Way for Tomorrow (1937), que el guionista Noda Kogo había visto, nos cuenta de una pareja de ancianos que vive en la ciudad de Onomichi, en el sur del país, y que decide visitar sus hijos adultos. La menor vive con ellos, uno vive en Osaka y dos en Tokio. Otro murió en la guerra, pero su viuda aún le guarda luto. Al llegar a Tokio, sus hijos –un pediatra y una peluquera- no encuentran tiempo ni voluntad para acogerlos, pero su nuera los recibe con sincero aprecio. Buscando deshacerse de ellos, los hijos los envían a un balneario ruidoso, del que regresan pronto. De regreso a su ciudad, la madre se enferma y deben detenerse en Osaka; al seguir el camino su condición empeora. Llega a la casa en estado crítico y fallece rodeada de todos sus hijos, convocados de urgencia. Al otro día todos regresan a sus trabajos, y sólo la esposa del hijo muerto se queda un poco más con el padre y la hija menor. Al final vuelve a Tokio, liberada del compromiso luctuoso que llevó estos años. Nada más ocurre.
Pero tampoco nada menos. Reflejar la vida cotidiana ya es de por sí un acontecimiento y un gran reto. Sobre todo por que al despojarlos de interés dramático, Ozu los hace testigos del transcurrir de su propia vida: la acción aquí poco o nada importa. El director ha sublimado la acción en pos del mensaje. El tema de Cuentos de Tokio, cual es la brecha generacional japonesa y la desilusión que produce entre quienes la viven, nos lo expone Ozu sublimando los demás elementos, convirtiendo sus imágenes no en la expresión del movimiento, sino del tiempo, en el sentido que Gilles Deleuze lo expuso al decir que “la imagen-acción desaparece en provecho de la imagen puramente visual de lo que es un personaje, y de la imagen sonora de lo que éste dice, siendo lo esencial del guion una naturaleza y una conversación absolutamente triviales” (1). ¿Pero cómo lograrlo? ¿Cómo poner distancia a la narración, a la expresión dramática?
La respuesta la tiene el estilo formal del cine de Yasujirô Ozu. Aunque muchos, por el contrario, no logran ver ningún estilo en su cine, es su férreo sistema formal el que permite abstraernos de la acción y contemplar la imagen solamente en virtud de sus posibilidades poéticas. Y en esto su manejo espacial es ejemplarizante. Su mirada se enfoca en los sitios donde aparentemente nada pasa: corredores, pasillos, entradas, escaleras. Frente, a través y en medio de esos lugares deambulan sus personajes. Pero Ozu no los ve, su presencia sólo le sirve para indicar lo transitorio, lo fugaz de su existir. Los “espacios muertos” que sus filmes revelan son –por el contrario- inalterables y eternos, símbolos de nuestra pequeñez e impotencia frente al discurrir del tiempo, señales que continuaran ahí cuando ya no estemos.
Para lograr este efecto, y entendiendo que cualquier movimiento de la cámara implica una manipulación y un comentario de la realidad, Ozu decidió fijar la posición de la cámara a la altura de un hombre sentado en el suelo, sobre un tatami japonés y filmar con un objetivo fijo de 50mm. Todo el accionar transcurre frente a la lente fija de la cámara. En interiores no se desplaza ni horizontal ni verticalmente, ni mucho menos hacia delante o atrás. Permanece estática mientras la acción pasa frente a ella, escenificada como en un montaje teatral. Si un personaje se desplaza y cambia de habitación, la cámara lo antecede y lo espera a que llegue frente a ella. Muy pocas veces hay un plano-contraplano dentro de la misma escena y cuando se hace es para permitir la llegada de otro personaje o impedir que su entrada al campo visual impida ver lo que está ocurriendo.
Lo más llamativo y sorprendente de este estilo ocurre cuando hay un diálogo entre dos personajes. La cámara al darle la palabra al interlocutor se pone frente a él, reemplazando al personaje que acabó de hablar y cuando regresa, se instala en el mismo ángulo y en la misma posición anterior, en paralelo al personaje que está hablando ahora, en un juego de miradas donde parece siempre que se le está hablando al espectador, donde él es parte de la película, al carecer de otro referente visual distinto. Al cambiar las secuencias, Ozu no recurre tampoco a fundidos a negro o a disolver la imagen –recursos que él consideraba “atributos de la cámara”- sino que hace un corte directo, en ocasiones basado en analogías visuales con la escena precedente.
Esta actitud formal cumple funciones evidentemente estéticas. El orden y la distancia que le imprime a las imágenes operan como un marco riguroso dentro del cual vive la emoción humana. Al verlas tenemos la certeza de que Ozu se acercó al ser humano y extrajo de él lo necesario para poner en escena los sentimientos antes que los gestos, los pensamientos antes que las obras, la poesía antes que el rigor de los hechos. Cuentos de Tokio es entonces como la vida misma, no como la vida de sus personajes. Ellos están allí solo como ejemplo, como instrumento para alentar con imágenes un mensaje de desilusión ante una sociedad que dejaba de rendir culto al pasado y se enfrentaba a un presente y a un futuro tecnificados, fríos y solitarios. Esa tensión generacional la sienten esos padres decepcionados del éxito de sus hijos, y a su vez la sienten esos hijos, aburridos de tener que justificarse ante sus mayores.
En 1983, a veinte años de la muerte de Yasujirô Ozu, Wim Wenders viajó a Tokio buscando su huella, en un viaje iniciático que quedó reflejado en su documental, Tokyo-Ga. Los temores de Ozu se cumplieron: Tokio es una metrópolis gigantesca, un monstruo impersonal, lleno de fantasmas y de imágenes banales. Nada se aprecia ya de la pureza y transparencia de su arte fílmico. Todo allá es irreal, absurdo, narcotizante. Un país sin imágenes propias, donde todo es copiado y fraudulento, desde las costumbres hasta los gestos y la comida. La desilusión de Wenders es palpable y apenas comprensible.
En la tumba de Yasujirô Ozu en Tokio no hay ninguna inscripción con su nombre. Sólo un par de caracteres: Mu. El vacío, la nada. A partir de ese símbolo y reflexionando sobre la manera en que Ozu desnudaba la realidad en sus películas, Wenders decía en su película que “Había en ellas tales momentos de verdad. No solo momentos: una verdad de largo alcance que duraba desde la primera imagen hasta la última. Filmes que real y constantemente trataban de la vida y donde las personas, los objetos, las ciudades y los paisajes se revelaban por sí mismos. Tal representación de la realidad, tal arte, ya no se encuentra en el cine. Alguna vez fue así. Mu. La nada. Lo que queda hoy”.
Referencia:
1. Gilles Deleuze, La imagen-tiempo: estudios sobre cine 2, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2004, p. 27
Publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia no. 272 (Medellín, abril-junio/03). Págs. 135-140
©Editorial Universidad de Antioquia, 2003
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