Costas de Virginia, 1607: El nuevo mundo de Terrence Malick
¿Cómo definir lo que estás imágenes nos demandan? Creo que la palabra precisa es contemplación. Esa es la percepción y la sensación que Terrence Malick quiere -exige, diría yo más apropiadamente- que tengamos frente a su cine. Un cine inédito, hecho de imágenes absolutamente preciosistas, que son un fin en si mismas, que cuentan por si solas una historia completa que supera cualquier guión con las que se quiera adornarlas. Hay poesía en esa mirada profundamente reflexiva -pero, por favor, no piensen en Eliseo Subiela y en El lado oscuro del corazón (1992), vayan a Tarkovski, vayan a Ozu, vayan a Bresson-, en esa incontenida emotividad, en esa violenta paleta de colores, en ese cielo amarillo que se cuela en medio de la batalla. El nuevo mundo (The New World, 2005) es apenas su cuarta película en más de tres décadas y eso es suficiente para que sepamos que estamos ante un artista fundamental, ante un hombre inclasificable, ante una figura misteriosa que no somos capaces de asir, que nos supera y que nos reta desde su subjetividad apasionada. Pocas veces un director hace tan consciente su vocación como artista visual como aquí, en esta película donde el color, la música y los planos lentos y fijos muestran el cuidado artesanal; el amor -mejor- con la que fue hecha.
Imagino esta historia en manos de Ridley Scott como ocurrió con 1492: la conquista del paraíso (1992) y me dan escalofríos. La historia de amor del capitán John Smith y la Princesa Pocahontas puede prestarse para lo peor (ya hasta Walt Disney estuvo involucrado), pero Terrence Malick no iba a traicionarse, ni a traicionarnos. Su película es como las otras tres que ha filmado: sosegadas, vitales, bellas, capaces de expresar sólo con imágenes silenciosas lo que otros gastan en parlamentos inútiles. Y cuando sus personajes hablan lo hacen casi siempre con monólogos interiores de enorme intensidad, un secreto que sin querer comparten con nosotros, que somos testigos silenciosos del agitar de sus almas conmovidas que expresan ilusión, dudas, temor, soledad. Son palabras sencillas, profundamente humanas y por ende absolutamente entrañables y cercanas. Relato, viaje interior y confesión a tres voces, El nuevo mundo se mueve despacio, dándonos tiempo de pensar y sobre todo de observar, algo que la velocidad del cine contemporáneo nos ha quitado con su vértigo vacuo. El gran cinematografista mexicano Emmanuel Lubezki –en un momento magnífico de su carrera- captura con propiedad -utilizando casi siempre luz natural- y sensibilidad las imágenes que Terrence Malick nos regala, buscando un espectador cómplice y sin prisa que capte la fascinación de su belleza y su poesía y se deje arrastrar por esas imágenes, sin importar que no sean narrativas, que sus elipsis temporales –puntualizadas con fundidos a negro- nos lleven un minuto, una hora, un día o un año hacia delante, sin que sepamos con claridad cuanto tiempo ha transcurrido. Un reto que -sin duda- dará más de una recompensa a quien desee asumirlo sin prevenciones.
Invitada habitual a este festín visual es la naturaleza, la otra protagonista de su cine. Los animales y sus sonidos, las plantas, la tierra, el cielo, el mar, el sol, la luna. Todos y todas son los habitantes de su filmografía, conciente de su sitio, de su papel como contraparte del hombre, como balanza donde podemos medir el tamaño de nuestra capacidad destructora, de nuestra inveterada ceguera. La naturaleza en Malick tiene su propio lenguaje, hecho de sonidos del agua, de viento que agita las hojas, del canto de las aves, del rumor de la hierba ante los pasos humanos. Y por eso mismo la oímos gritar ante la prepotencia y la ignorancia humanas que se niegan a aceptar que todos cabemos aquí y que el hombre es un elemento más dentro de la ecología del planeta y no su amo. La violencia humana que ofende a la naturaleza está desde siempre en el centro de las preocupaciones de Malick como autor. El asesino psicópata, el egoísmo de los afectos, la sinrazón de la guerra y el choque cultural entre dos civilizaciones son ejemplos de los actos humanos que Malick describe con dolor y con profunda decepción en sus únicos cuatro filmes: Malas tierras (Badlands, 1973), Días de gloria (Days of Heaven, 1978), La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) y ahora El nuevo mundo.
Por eso el arribo de los ingleses a las costas de Virginia en 1607 y su encuentro con los Algonquinos de la región se antojaba un material perfecto para el desarrollo de sus temas recurrentes y de su manera de asumir el cine. No íbamos a asistir a una historia convencional de amor interracial: la anécdota de la relación afectiva entre el capitán Smith (Colin Farrell, por fin en una buena actuación) y la princesa Pocahontas se transforma aquí en una disculpa para que Malick se explaye en el contraste entre los colonizadores ingleses, torpes, embrutecidos, cansados y ambiciosos, y los nativos, que vivían en una relación perfecta con la naturaleza. La mirada es antropológica, objetiva, sin juicios, describiendo con rigor el estilo de vida de cada quien. De ese encuentro sin duda iban a haber víctimas y Pocahontas simboliza el sacrificio y la entrega que se hace por amor, aún a costa de los propios principios. La joven Q´Orianka Kilcher -toda una revelación- le da vida, en una interpretación en la que supo conjugar la inocencia de su edad y raza con la sorpresa de quien ve el mundo por primera vez. Que es, si lo pensamos bien, el mismo modo en que Terrence Malick filma: como si sus ojos se asomaran por primera vez a la vida y quisiera mostrarnos la alegría y el asombro que eso le genera. Para él el mundo siempre es nuevo, siempre es un motivo para aventurarse desprevenido y libre, así al final nos aguarde el dolor, las víctimas. En este caso para los Algonquinos la inocencia fue su víctima, pero para los ingleses su condena fue aún peor: fue llevar para siempre en el alma el estigma de la intolerancia brutal a la que apelaron para imponerse en ese desconocido brave new world.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 76 (Medellín, vol. 15, 2006) págs. 118-119
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2006