Crimen… ¿y castigo?: Match Point, de Woody Allen
Un caballero medieval, Antonius Block, que regresa de las cruzadas, para encontrar desolación y enfermedad, dialoga -evidentemente defraudado- con la muerte:
Block: – Quiero que Dios extienda su mano, muestre su rostro, me hable.
La muerte: – Pero calla.
Block: – Le lloro en la oscuridad, pero parece que no hay nadie allí.
La muerte: – Quizá sea que no hay nadie allí.
Es Ingmar Bergman, es El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) y es una declaración de dudas religiosas, las mismas que ya desde ese entonces acompañaban a este autor y que alcanzarán su máxima resonancia en la que se conoce como la “trilogía de la fe”: Como en un espejo (1961), Luces de invierno (1962) y El silencio (1963), caída al vacío en tres actos de un autor al que no lo convence ningún tipo de justificación para el silencio de ese Dios que castiga a los buenos y premia a los malos, ese que permite la maldad, que tolera la injusticia. ¿Siquiera tendremos el consuelo de encontrarlo al final, cuando la muerte llegue? Bergman no está convencido. El cineasta sueco teme a la muerte, pero no encuentra alivio en la idea de un más allá. El quiere el paraíso ahora, como para darnos cuenta que Dios, por fin, nos escuchó y nos premió si lo merecíamos. Pero no. No hay tal. Sólo el silencio.
El mismo silencio en el que Woody Allen -admirador confeso del cine de Bergman- estaba pensando cuando realizó Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors, 1989), esa pesimista y a la vez brillante demostración de lucha espiritual, en la que dos personajes contemplan la injusticia -¿será mejor llamarla indiferencia?- divina. Clifford (el propio Allen) es un documentalista bien intencionado, sensible y honesto, que ve como la mujer de sus sueños se va de su lado para caer en las manos de un ser exitoso, pero superficial y falso, que no la merece. Judah (Martin Landau) un afamado oftalmólogo -criado en la ortodoxia judía y en el temor a Dios- tiene una amante que se está volviendo incomoda, amenazando derrumbar su bien posicionado mundo y él no ve otra alternativa que mandarla a liquidar. “Dios es un lujo que no puedo darme”, le confiesa a Ben, un rabino amigo. Al principio a Judah le tortura lo que hizo, lleno de remordimientos y temor ante las consecuencias que sin duda del cielo le caerán, pues recuerda que su padre le recordaba que “los ojos de Dios lo ven todo”. Pero, para su sorpresa, nada malo le pasa. A alguien más le atribuyen el crimen, su vida continua prospera, para nada se vio afectada su reputación. Al final de la película Judah y Clifford coinciden en una boda y comparten un momento de quietud. Ambos no se explican que pasó: porqué el uno fue castigado y el otro no lo fue. Están -suponen- completamente solos, a la deriva en un mundo que no depende de designios divinos, sino de otra cosa, más parecida al azar de un juego de dados. “Tener suerte es a veces el mejor plan”, dice en un momento dado Ben, el rabino, el hombre más religioso de este filme, el hombre que no concibe la vida sin la estructura moral que su fe le da.
Y es esa frase, curiosamente, el punto de partida de Match Point (2005), un escalón más abajo en el gris panorama de descreimiento que Woody Allen nos está mostrando en su obra. No es este filme una vuelta de tuerca al mismo tema de Crímenes y pecados como podría pensarse a primera vista, ni es posible comparar a sus dos protagonistas. No. Aquí estamos más abajo, con menos fe, con más desolación. El personaje protagónico de Match Point, Chris (Jonathan Rhys Meyers), es un irlandés arribista, un escalador social, un hombre que aspira llegar sin mucho sufrimiento a la posición privilegiada que Judah, en el otro filme, ya disfruta tras años de ser médico. Vive en Londres y trabaja como instructor de tenis en un exclusivo club, donde uno de sus alumnos se convierte de repente en el contacto que necesita para progresar. Pronto está frecuentando a la hermana de su alumno, con quien terminará por casarse, para ingresar al círculo de negocios de su suegro.
Pero a Chris y a Judah los hermana, sin embargo, las difíciles consecuencias del deseo. Una mujer a la que han seducido, presos de lujuria, hace tambalear su existir tal como lo conocen, tal como están acostumbrados a disfrutarlo. En Match Point es Nola Rice, a la que Scarlett Johansson ha convertido en una seductora e irresistible presencia femenina. Chris –y no lo culpo- resbala y cae en el juego y en el fuego, sin darse cuenta lo que arden las brasas. Las escenas entre ambos son de una intensidad pasional y sexual casi insoportables: es el deseo que arrasa con todo y le hace olvidar a él que está casado con una joven adinerada y que Nola es una aspirante a actriz que no tiene dinero.
De repente la ambición lo hace caer en cuenta de lo que está ocurriendo, de lo que está arriesgando con su arrebato pasional. Y empieza su lucha espiritual, su debate entre lo que siente y lo que arriesga por sentirlo. Ahora Chris tiene que elegir. Nola le cierra caminos. Está a punto de revelarlo todo y de hacerle perder todo por lo que ha luchado. La incomodidad que Judah sentía con su amante en Crímenes y pecados es, de nuevo, el sentimiento predominante. Pero Chris no le encarga a nadie el hacerla desaparecer. Si en los personajes de Woody Allen quedaba algún escrúpulo frente a la muerte, ya este ha desaparecido: Chris se encarga de todo por su propia mano. Lo importante ahora es no ser descubierto, tener una coartada suficientemente sólida.
Aquí el director tuerce el argumento y todo se desvía hacia la investigación policial, que era prácticamente transparente en Crímenes y pecados. Los detectives tienden un cerco alrededor de Chris, que parece por completo condenado. Es lógico: cometió un crimen y debe pagar por sus culpas, ¿verdad?. Es lo justo, es la ley, es el castigo que Dios debe enviarle. Hay algún asomo –mínimo- de remordimiento o de culpa en Chris, en una noche en que los fantasmas de sus víctimas, directas y colaterales, parecen habitarlo, pero a diferencia de Judah, él no parece preocupado porque vaya a ser castigado por Dios. No hay un pensamiento a ese respecto que pase por su cabeza. Quiere, eso si, justicia. Que el hecho de ser castigado sea un signo evidente de que hay un orden, un sentido al existir. Está en manos del destino, o como se llame la fuerza que domine nuestro existir. “A todos nos gusta pensar que tenemos mucho control sobre nuestras vidas y destinos”, dice Allen. “Uno siempre oye a la gente decir, ‘yo me hago mi suerte’. Pensamos que si trabajamos duro vamos a tener éxito, y sí, el trabajo duro es importante. Pero la gente teme admitir que tan dependientes son sus vidas de la suerte y el azar.”
Y el azar, entonces, decide por él. En un momento dado un detalle, una inflexión argumental de Woody Allen autor-titiritero, puede arrojarlo en manos de la policía o liberarlo por completo de cualquier culpa. La suerte juega sus cartas, esa parece ser la única fuerza que domina la existencia, independientemente de nuestros actos, de nuestra bondad o maldad. Nuestros meritos se reducen, según esta perspectiva, a la suerte que tengamos en ese instante. A nada más. Al final, como Judah, Chris se pregunta como lo logró. No tiene respuesta, pero se alegra de los resultados. Judah se convence que Dios no oye, ni ve, ni juzga. Chris va más lejos: para él, definitivamente, no hay Dios. Sólo un pavoroso vacío existencial. Simplemente esta vez tuvo suerte.
Los seguidores del cine de Woody Allen saludaron de manera unánime la aparición de Match Point. La consideran un “recomenzar” y un “retorno”. No es lo uno ni lo otro. Una serie de películas menores previas a esta parecían opacar un talento que siempre ha estado ahí, esperando el momento adecuado para manifestarse a plenitud. La oferta de la BBC para filmar en Londres, una locación por completo inusual para su cine, pareció obligarlo a sacar sus mejores atributos y a confeccionar de este modo un guion que se lee a la vez como un drama y como un thriller meticulosamente estructurado, y que se ha transformado en una película sólida, perfectamente construida, una tragedia operática, tan amoral como bella.
Le sientan bien los dramas a Woody Allen. Parece que allí logra desplegar con valentía y claridad sus intereses dramáticos, ventilar sus conflictos personales –espirituales, sociales, afectivos- y mostrarse en plena forma como un dotado director de actores. En la perfecta combinación de sus elementos, dosificados de forma admirable surge el éxito de este filme. O quizá fue tan sólo que esta vez… tuvo suerte.
Publicado originalmente en Revista Kinetoscopio no. 75 (Medellín, vol. 15, 2006) págs. 82-83. Se le introdujeron algunas frases del artículo “Delitos y faltas menores”, de mi autoría, publicado en la Revista Arcadia No. 08 (Bogotá, mayo/06) pág. 28.
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