De la vida de las marionetas: ¿Quieres ser John Malkovich?, de Spike Jonze
Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo
ajeno o de ambos…
-Dario Jaramillo Agudelo
El relato, siempre el relato. Se ha dicho ya y de nuevo es hora de reiterarlo: podemos tener los mejores actores, el aparato de producción más esmerado, los equipos técnicos más sofisticados y todo el dinero a nuestro haber, pero sin una buena historia no hay modo de hacer una película valiosa.
Esa -que primero es una idea ingeniosa, y que luego se transforma en una historia elaborada que debe traducirse a las palabras de un guion y luego volcarse en imágenes- es la piedra filosofal del cine, la que convierte un montón de metros de celuloide en una obra maestra y perdurable. Pero encontrar algo interesante y valioso que contar se ha convertido en una empresa –sigamos en la edad media- digna de la búsqueda del Santo Grial. Los guionistas parecen haber perdido por completo el camino, entregándonos productos de una puerilidad infame o de un rebuscamiento intolerable, escudados tras una catapulta de efectos especiales que no alcanzan a esconder una crónica debilidad de ideas, que ha contagiado al cine de nuestros días con la fuerza de una epidemia de peste.
Ir a ver una película contemporánea es prácticamente desencadenar un autentico déjà vu: readaptaciones, copias, remakes, actualizaciones. Y cuando no se copia el pasado se construyen unas narraciones plétoras de lugares comunes y de situaciones predecibles. Atrás han quedado los días de esas historias llenas de vigor y fuerza, pero construidas a escala humana, en las que podíamos reflejarnos, extrañarnos, mirarnos, o sorprendernos, pero nunca estar ajenos. Era un arte que comprendían seres como Jacques Prévert, Jean Cocteau, John Michael Hayes, Jean Claude Carrière, Budd Schulberg, Ernest Lehman o Ben Hetch, guionistas pero también intelectuales, seres con la capacidad enorme de desarrollar un universo dramático perfectamente cohesionado en ciento veinte minutos, el storytelling visual llevado al máximo de la perfección.
Por eso el encontrar una historia novedosa en el cine de hoy es un milagro a agradecer de rodillas y con las lágrimas a punto de salirse de cauce: tan mal estamos. Pero de cuando en cuando algún genio espontaneo nos da una sorpresa y llegamos a casa con la feliz y tibia idea de que no todo está perdido, de que el cine todavía tiene futuro, de que todavía es posible encontrar entre la basura a joyas tan curiosas y dignas como ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999). El cine es ancho y muy, muy ajeno, pero en lo que respecta a lo visto, oído y leído, advierto que nunca había encontrado en un filme un relato tan particular, una idea puramente cinematográfica desarrollada con tal humor e inteligencia. El novel director Spike Jonze aliado a su guionista Charlie Kaufman, sacan de la chistera una fábula imposible y que -sin embargo- gracias a las licencias dramáticas que el cine brinda, logra convertirse en una sátira tan graciosa como inquisitiva. Jonze es el esposo de Sofia Coppola y proviene de la publicidad y de la dirección de videoclips de MTV: su video Praise you para Fatboy Slim fue recientemente galardonado, mientras el neoyorquino Kaufman es un ex productor de series de TV, que escribió el guion de la película en 1994.
El director pudo contar con un reparto de estrellas: John Cusack, Cameron Diaz y el propio Malkovich, amen de algunas apariciones sorpresivas, como la de Charlie Sheen o los mismos Sean Penn y Brad Pitt. Sin embargo, en lo que respecta a Cusack y a la rubia Diaz, el director se encargó de despojarlos por completo de su aura de estrellas, haciendo de ellos una pareja común para nada glamorosa: Cusack aparece de barba y con aspecto descuidado, mientras ella está prácticamente irreconocible sin ningún maquillaje y con el cabello rizado y largo. Representan a dos personas de clase media: Craig Schwartz, un titiritero profesional y una veterinaria -Lotte, que comparten un pequeño apartamento con los animales de ella (su chimpancé se encuentra en terapia psicoanalítica), mientras tratan de sobrevivir con un solo salario, pues un titiritero anónimo es sinónimo de desempleo, tanto aquí como allá.
La película se inicia con una demostración de las habilidades manuales de Craig: estamos ante un talentoso y comprometido artista de las marionetas, pero sin oportunidad alguna de mostrar su valía. No es tampoco ningún héroe: el filme insiste en mostrárnoslo como un perdedor. El filme avanza en la cotidianidad, sin mostrar sus intenciones punzantes, las cuales empiezan a revelarse en el momento en que nuestro titiritero responde a un aviso clasificado que busca a alguien con manos ágiles para trabajar como archivista. Cuando Craig ingresa al piso 7 y medio de ese edificio de Manhattan, la película ya no volverá a ser la misma. Hemos entrado en una dimensión dramática surrealista, en una en la que cualquier cosa puede pasar. El lugar es un gracioso infierno: el techo es muy bajo y hay que caminar agachado, el presidente de la empresa y su secretaria tienen una lógica particular, y Craig se enamora de Maxine (Catherine Keener), una sensual compañera de trabajo que lo ignora por completo.
Ya lo mencionaba, aquí es factible cualquier cosa, como que nuestro impávido protagonista descubra por accidente que en una de las paredes del archivo hay una puerta que cierra el acceso a un túnel. Un túnel de tierra, húmedo y oscuro, que lo lleva a…. la mente de John Malkovich. Un plano perceptual nos muestra a un hombre desayunando mientras lee The Wall Street Journal. Hay lujo a su alrededor y un espejo nos enseña su rostro. Si, ese es John Malkovich en su hogar. No sabemos realmente que está pasando, pero la película asume el suceso como algo perfectamente viable. Después de unos quince minutos de asombrada fama, Craig es expulsado de la mente del actor y como cayendo del cielo aterriza violentamente cerca a una autopista de New Jersey. Es cosa de todos los días, realmente…
Sin acabar de reponerse –ni él ni nosotros- Craig le cuenta de este hallazgo a Maxine, la cual le ve al inverosímil asunto posibilidades económicas. Pronto la pareja convierte este “portal” en un pay per view surrealista donde por doscientos dólares cualquiera puede ser John Malcovich por quince minutos. Las filas no se hacen esperar, pues ¿Quieres ser John Malkovich? puede verse como la máxima fantasía de un fanatico: el llegar a habitar el cuerpo de su ídolo. Lo menciona la catedrática Jeanine Basinger en su texto Silent Stars refiriéndose a los actores de la época muda del cine y su relación con el publico: “A veces interpretaban a gente común como sus fans y a veces interpretaban a figuras de fantasía, ricas y nobles; pero siempre estaban conectados. Y a medida que las revistas los promocionaban, nacía el mito de que estos actores eran especiales, si pero tanto como el publico. La implicación era bella: Tu también podrías ser una estrella”. Sin embargo, es curioso y muy gracioso como la mayoría de aquellos que desean encarnar al actor ignoran quien es o que películas ha hecho. Se trata más bien de curiosos y de inconformes con su existir antes que de verdaderos fans de Malkovich. Es la desazón de lo que somos lo que prima: a esa gente lo que le importa es escapar de su realidad –aburrida, neurotizante, pobre, o lo que sea- y poder soñar con ser otro. El ejemplo más patético es el de la esposa de Craig, que una vez en la cabeza de Malkovich empieza a descubrir que sus inclinaciones sexuales son confusas: el sentirse por unos minutos del género opuesto le hace descubrir sus inclinaciones homosexuales, que se acaban de confundir cuando Maxine seduce a Malkovich estando Lotte en su mente.
Todavía más confuso se torna el asunto cuando Craig -celoso del interés mutuo de las dos mujeres- logra apoderarse de la mente de Malkovich y entonces el actor ya no es él mismo: ahora Craig lo interpreta a su manera y para su propio beneficio, lucrándose de la fama de la estrella de cine. Un titiritero interpreta a un actor (Malkovich) que se estaba interpretando a sí mismo, pero que ahora no es otra cosa que una marioneta viva. Aunque suene extraño, si lo pensamos bien esta situación no es tan rara, no es sino preguntarnos entonces, ¿Qué tan frecuentemente no estamos asumiendo un papel? ¿Cuántas veces en el día no estamos actuando un rol que nos beneficie o que nos permita manipular a alguien? ¿Cuándo somos realmente nosotros mismos? ¿Lo somos alguna vez?
Lo interesante es que disfrutamos sinceramente de esta comedia mientras se plantean, a través de situaciones extremas y ridículas como las descritas, las variantes más oscuras, retorcidas y profundas del deseo humano. Admitámoslo: todo el mundo anhela ser otro, trascender en otro, ser inmortal y desea hacer lo que sea con tal de ser amado. Y todo este espectro ha sido sublimado por el tono de farsa y de cuento de hadas que recorre la cinta, mezcla extraña de comedia a la Monty Python y de filme de Buñuel. Pero aquí también están, imposibles de disimular, elementos de la psicología clásica, una nueva teoría de la manipulación física y sexual, toneladas de ironía, la verdad sobre el conflicto irresoluto del chimpancé de Lotte y quizás demasiadas, demasiadas cosas más. Al final la película pierde un poco el rumbo, sobre todo cuando insiste en resolver las cosas con una seudometafísica de la inmortalidad que se antoja apurada y sin base sólida alguna, bueno… ¿pero de qué base estabamos partiendo?. Realmente la tremenda fuerza de la historia y la sensibilidad mostrada aquí brindan tanta satisfacción y esperanza que las inconsistencias del final no importan tanto.
Ahora Spike Jonze tiene la enorme responsabilidad de demostrar que está película no fue un golpe de suerte y que tras la gramática audiovisual aprendida en los videoclips hay un autor inteligente y talentoso. Esperemos sus siguientes películas con fe, pero sin ilusionarnos mucho. No queremos encontrar un “portal” que nos lleve a su cabeza y que allí haya lo que habita en la mayoría de los cerebros de Hollywood: nada.
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 54 (Medellín, vol. 11, 2000) págs. 60-63
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