Dejar de mirar con los ojos cerrados: La Pointe-Courte, de Agnès Varda

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“El cine, a veces, es solo el hecho de haber filmado a personas vivas en un entorno vital”
-Agnès Varda

El barrio pesquero de la Pointe Courte en el poblado de Sète, en el sur de Francia, tiene forma triangular. Longitudinalmente lo atraviesan tres largas calles, flanqueadas de oriente a occidente por el paseo de Louis Valley dit le Mouton, donde se encuentra el rompeolas, y por el muelle de Mistral al otro lado. Las calles transversales, que atraviesan esas avenidas principales, tienen los nombres de los oficios más representativos del lugar: la transversal de los timoneles, de los remeros, de los pescadores, de los oboístas… una de esas transversales, sin embargo, tiene el nombre de una cineasta. El de Agnès Varda. La calle solo tiene cuatro cuadras de extensión, pero su nombre es un homenaje de afecto imborrable. Además, Sète inauguró en 2005 una guardería pública en el sector de Métairies que también fue bautizada con su nombre. La población y la directora de cine tienen mucho que agradecerse mutuamente.

Para ella Sète primero fue refugio, y luego escuela y estudio de cine a la vez. Para el poblado –y más específicamente para la Pointe Courte– Agnés Varda fue la responsable de su inmortalización, al convertirlo en escenario y protagonista de su primer largometraje, La Pointe-Courte (1955). La familia Varda llegó de Bélgica huyendo de la guerra y se instaló en 1940 en un velero atracado frente al Palacio Consular de Sète. Agnès Varda tiene en ese entonces 12 años, aún se llama Arlette Varda, y se hace amiga de las tres hermanas Schlegel, que viven enfrente, en una casa en el muelle de Pasteur. Ah, y como anécdota, los cinco hijos de la familia Varda deben usar chaleco salvavidas cada vez que llegan de la escuela y suben al velero que les sirve de hogar. Es una norma mínima de supervivencia para una familia de refugiados.

La Pointe-Courte (1955)

Al cumplir los 18 años, se cambia legalmente su nombre a Agnès y se va a estudiar literatura y psicología a la Sorbona en París (fue alumna de Gaston Bachelard), historia del arte en la Escuela del Louvre y en las noches fotografía en Bellas Artes. En Sète, su amiga Andrée Schlegel se casa con Jean Vilar, actor y director teatral que en 1947 había creado el Festival de Teatro de Aviñón y que en 1951 fue nombrado director del Théâtre National Populaire en París. Agnès Varda trabajaría entonces como fotógrafa para ambos certámenes teatrales, pero cada verano pasaba vacaciones en Sète. Ahí observaba a sus amigos pescadores, se maravillaba con sus expresiones pintorescas, con su manera de vivir. Y por eso quiso reflejarlos en una película.

“En la década de los años cincuenta para convertirse en director primero había que volverse aprendiz, luego tercer asistente del director, luego segundo y finalmente primer asistente; y entonces cuando uno tenía cuarenta o cincuenta años se hacía director. Pero yo de repente escribí un guion a los 25 años. Nunca había sido asistente de dirección, jamás fui a una escuela de cinematografía y no sabía nada acerca del cine. Incluso ni siquiera iba a ver películas. En mi mente repentinamente vi este filme que sería bueno hacer. Lo escribí en el patio de mi casa los fines de semana, porque el resto del tiempo trabajaba como fotógrafa”, relataba Agnès Varda en una entrevista en video producida en 2008 por Alexandra Mabilon.

Rodaje de La Pointe-Courte (1955)

Hacer una película en esa época costaba 150 a 200 millones de francos viejos, pero Agnès no tenía semejante cantidad de dinero. Tuvo la suerte de hacerse a una herencia y con unos bienes que su madre vendió lograron hacerse a 5 millones de francos viejos, la mitad de lo que se propuso Agnès que costaría su filme. El resto fue cortesía de los dos únicos actores profesionales del reparto, Philippe Noiret y Silvia Monfort, y de los habitantes de la Pointe Courte, que terminaron representándose a sí mismos. Nadie cobró nada por su trabajo en el proyecto, cuyo rodaje empezó en agosto de 1954. Contando un equipo técnico de siete personas y sin la posibilidad de rodar con sonido, Agnès Varda fue aprendiendo sobre la marcha, nutriéndose tanto de la espontaneidad de los pescadores y de sus familias como del profesionalismo de la pareja de actores, que se dejaron guiar por una absoluta novata en el oficio.

Rodaje de La Pointe-Courte (1955)

El doblaje y la sincronización de las voces se hizo en París, mientras el montaje estuvo en manos de Alain Resnais, que inicialmente estuvo reticente a ayudar a esta joven desconocida que parecía estar lucrándose del neorrealismo italiano para su puesta en escena. Sin embargo, Agnès siempre refirió que en ese momento de su vida desconocía ese movimiento y que era casual cualquier similitud: todo había sido fruto de una espontaneidad libre de prejuicios y llena de inspiración natural. Resnais tenía otro temor: la película que estaba montando tenía mucho que ver con un proyecto que él mismo estaba acariciando, el que iba a convertirse en Hiroshima mon amour (1959). Ante sus ojos estaban imágenes que él había soñado hacer suyas, plasmadas por una joven sin experiencia alguna. Pese a su resistencia, incluso le ayudó a rodar algunas escenas faltantes.

La Pointe-Courte (1955)

Exhibida en el Festival de Cine de Cannes en mayo de 1955 en la rue d´Antibes, La Pointe-Courte recibió instantáneos elogios de Andre Bazin, que alababa su libertad y pureza. Sin embargo como fue rodada sin autorización del Centre National de la Cinématographie (CNC), solo podía exhibirse fuera del circuito comercial. Relataba la directora en la entrevista mencionada previamente que, “unas pocas personas de la industria del cine fueron a verla. Todos decían, «¡Que extraordinaria!», pero nadie quería distribuirla o estrenarla. Esto ocurrió finalmente dos años más tarde en un pequeño teatro en Montparnasse, el Studio Parnasse, donde había debates cada martes. Todos los intelectuales parisinos vinieron: Truffaut, por supuesto Marker, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras. La intelligentsia parisina entera vino porque había oído de ella. Sin duda abrí una puerta al cine contemporáneo en 1954. También marcó el sendero de un nuevo tipo de cine que sería filmado con rapidez, a bajo costo, con iluminación natural y que se convertiría en la Nueva Ola”. Asombrosamente, cuando Hiroshima mon amour se estrenó, el influjo y el aporte de Varda y de La Pointe-Courte prácticamente fueron ignorados por los críticos de Cahiers du Cinéma que alabaron sin cesar el filme de Resnais.

En las playas de Sète
En su documental autobiográfico Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2008), la realizadora dedica una generosa parte a hablar de la gestación y origen de La Pointe-Courte. Frente a la cámara afirma: “Tenía en mente una estructura especial para la película. Serían dos films en uno, alternando capítulos, como en una novela de Faulkner que había leído, Las palmeras salvajes. Así que tenía una secuencia de pescadores, una secuencia de la pareja; dos historias con nada en común, excepto un lugar, la Pointe Courte”. William Faulkner escribió esta obra en 1939 como dos relatos autónomos (Wild Palms y Old Man) de cinco capítulos cada uno, intercalados entre sí. El primero describe la relación romántica entre un hombre y una mujer, Harry y Charlotte, mientras el segundo es la historia de un convicto que rescata a una mujer en embarazo de una inundación. Faulkner la quiso llamar If I Forget Thee, Jerusalem –titulo con el que ha salido en varias ediciones- pero cuando se publicó por primera vez apareció como Las palmeras salvajes.

La Pointe-Courte (1955)

Varda no recuerda cuando llegó a leer a Faulkner pero si tenía clara que la arquitectura de la novela podía serle útil: “Lo que yo comprendía era que si bien no había conexión entre estas dos historias, la yuxtaposición de las dos era crítica, creando un efecto de ósmosis… me dije a mí misma, eh si yo puedo leer un libro así, ¿porqué no tratar de encontrar una forma cinematográfica equivalente?” (1). Y así construyó su filme, intercalando escenas de cada una de las dos historias. Cada “relato” individual tiene además unas características formales muy particulares y definidas que al intercalarse se hacen todavía más notorias. La historia de los pescadores es un relato coral, interpretado por ellos mismos, y por ende con toda la naturalidad e improvisación imaginables. Semeja, ya se ha comentado, a los filmes neorrealistas italianos, a esos pescadores de Aci Trezza de La terra trema (1948) de Luchino Visconti, por ejemplo.

Acá la situación es menos desesperada pero igual los angustia: el gobierno les vigila y controla los mariscos, ostras y peces que sacan del Lago salado de Thau, pues hay sectores lacustres donde hay contaminación bacteriana y por ende se pone en riesgo la salud de los consumidores. Pese a tener una base real, no podemos olvidar que este segmento del filme es un relato ficticio, una actuación. “Los pobladores también representan las historias: la muerte de un niño; los pescadores tratando de mantener su negocio oponiéndose a los oficiales de sanidad; y la joven pareja, Anna y Raphael –a la que originalmente el padre de ella les prohibió verse- a la que se le permite ir al baile al final de la película. Estas historias ficticias parecen calzar bien con el neorrealismo: la idea de un pedazo de vida, una comunidad de actores no profesionales filmados en locación, y los temas de amor, muerte y la lucha contra una autoridad superior han sido interpretados como asuntos con los que el espectador se relaciona” (2), escribe Rebecca J. DeRoo en su libro sobre esta directora. Sin embargo son sus propias expresiones y gestos los que dan vida a estos relatos, que incluyen también su participación activa en las “justas” acuáticas, un torneo casi medieval de remeros, músicos y lanceros que se celebra en Sète cada año por las festividades de San Luis.

La Pointe-Courte (1955)

A esas mismas justas asiste la pareja protagonista del otro relato, casados hace cuatro años ya. Él es originario de Sète y ella es parisina, y en la capital viven. Hace cinco días están separados y él va diario a esperarla a la estación, pues en la Pointe Courte quedaron de encontrarse. Y así sucede, ella llega a ese lugar tantas veces mencionado por su esposo, pero al que nunca había asistido. Es una primera vez allá y puede ser también la última, pues ella ha regresado para separarse de él. Sus caminatas por el barrio están cruzadas por sus diálogos de amor y desamor que sostienen, que son tan artificiales como el encuadre que Varda utiliza para aislarlos, para encerrarlos en sí mismos. Hay toda una intención estética en esa planificación geométrica que por momentos funde sus rostros y en otros instantes aleja sus cuerpos. Sus parlamentos empiezan en un sitio y sin detenerse continúan –gracias a las elipses- en otro. Además sus rostros son –adrede- totalmente inexpresivos mientras hablan. La teatralidad de su discurso y de sus actos, tiene un fuerte contrapunto en el naturalismo de los lugareños del otro relato.

La Pointe-Courte (1955)

Como bien lo señaló Lauren Du Graf, “el filme de Varda despliega una poética antitética de contrastes estructurales y temáticos para lograr una prolongada reflexión sobre el contraste, la paradoja y la irracionalidad, tanto en el mundo natural y en el comportamiento humano. Reteniendo la yuxtaposición de los mundos sociales de Las palmeras salvajes, La Pointe-Courte contrapone el mundo privado de una pareja ensimismada en ella misma y las vidas públicas de los pobladores luchando por pescar en aguas locales y por beber agua potable. La diversidad social de La Pointe-Courte resume las preocupaciones temáticas del cine francés desde décadas previas, particularmente el cine del frente popular, ejemplificado por el mundo de los de arriba y los de debajo de La regla del juego de Renoir” (3). Entre lo vernáculo del lenguaje público y los códigos privados de una pareja, la película describe lo que para unos y otros representa el espacio en que se mueven: para los pobladores es su hogar y su medio de subsistencia, mientras que para la pareja solo es un sitio, aparentemente neutro, para ventilar sus diferencias y asumir que quizá no les convenga seguir juntos (para mí no es tan evidente que hay una reconciliación plena entre los dos). Cada quien asume esas calles, canales y senderos como lo mejor lo entienden, como mejor lo sienten. Un buen ejemplo es el episodio de las justas acuáticas. Los pobladores las viven activamente, hacen parte de su esencia. La pareja las observa como cualquier turista lo haría. Ojalá su viaje hasta La Pointe Courte les haya servido para dejar de mirar(se) con los ojos cerrados.

La Pointe-Courte (1955)

En la mencionada entrevista producida por Alexandra Mabilon, la directora afirmaba que “La Pointe-Courte es un éxito crítico en todas partes. Se exhibe como un modelo del renacimiento del cine porque presenta otra aproximación, otra visión. Gracias a este filme innovador, inusual y de bajo presupuesto, me apodaron “La abuela de la nueva ola”. 1954 fue cuatro o cinco años antes de las primeras películas de la nueva ola, como Los 400 golpes o Sin aliento. Cuando yo tenía 30 años, vi un artículo en una revista con una foto mía y el pie de foto decía “El ancestro de la nueva ola”. Pensé, «¿un ancestro a los 30? Yo no voy a envejecer más allá de eso. Grandioso»”. Ella abrió los ojos antes que todos los demás.

Referencias:
1. Kelley Conway, Agnés Varda, Urbana, IL: University of Illinois Press, 2015, p. 136
2. Rebecca J. DeRoo, Agnes Varda between Film, Photography, and Art, Oakland, University of California Press, 2018, p. 38-39
3. Lauren Du Graf, The Wild Palms in a New Wave: Adaptive Gleaning and the Birth of the Nouvelle Vague, Adaptation, 2016, 10, (1): 39-40

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Agnès Varda durante el rodaje de La Pointe-Courte (1955)

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