Del arte como religión: Las zapatillas rojas, de Michael Powell y Emeric Pressburger
“Era el verano de 1947. Estábamos a punto de comenzar la película más ambiciosa de nuestra carrera y la más costosa. Muchas personas podrían haber pensado que era nuestra más mayor apuesta, pero no hubiéramos estado de acuerdo con ellos. Era 1947. Una gran guerra había terminado y se había eliminado un enorme peligro para el mundo entero. El mensaje de la película era el arte. Nada importaba, excepto el arte” (1), escribe Michael Powell en su autobiografía A Life in movies, describiendo el ambiente que rodeaba el inicio del rodaje de Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948), quizá el filme más popular y más significativo que el dúo de “los arqueros” –Michael Powell y Emeric Pressburger- hicieron en su notable carrera artística común.
El guion que escribió Emeric Pressburger hacia 1937, inspirado en el cuento del danés Hans Christian Andersen, Las zapatillas rojas, publicado en 1845, era en realidad un encargo del productor Alexander Korda para el lucimiento como actriz de Merle Oberon. El argumento de Pressburguer mezclaba, en el personaje protagónico, elementos biográficos del empresario Sergei Diaghilev, creador de los Ballets Rusos, y su relación con el bailarín Vaslav Nijinsky y luego con la bailarina Diana Gould, de 14 años, a la que vio en el estreno del ballet Leda y el Cisne, de Frederick Ashton. La intención de Diaghilev era llevársela para su propia empresa, pero él murió en 1929, antes de que pudiera lograrlo. Luego de que Merle Oberon tuviera un affaire con David Niven, Korda (que terminaría casándose con ella en 1939) perdió interés en el proyecto y este quedó archivado como propiedad de la London Films Productions, su propia compañía, dado que Pressburger recibió unos honorarios por escribirlo.
Ahora tras la Segunda Guerra Mundial y luego de realizar El narciso negro (Black Narcissus, 1947), Powell & Pressburger vuelven los ojos hacia ese guion y deciden comprarlo por 18.000 libras esterlinas (hay fuentes que afirman que el precio fue la mitad de esa cifra) con intenciones de reescribirlo y producirlo. Iba a ser su décimo proyecto conjunto. Su propósito es hacer una historia sobre el ballet, ambientada en el presente, protagonizada por bailarines reales y con música original compuesta para el filme. El personaje masculino protagónico, el empresario de ballet Boris Lermontov (interpretado por Anton Walbrook), tiene tanto de Diaghilev como de Korda, con una pizca autobiográfica de los dos codirectores. El actor británico Marius Goring daría vida al antagonista de Lermontov, el compositor Julian Craster. La protagonista femenina del filme, la bailarina Victoria Page, fue encarnada por la bailarina escocesa Moira Shearer, que hacía parte del Sadler’s Wells ballet bajo la dirección de Ninette de Valois, y que al inicio del rodaje tenía 21 años y ninguna experiencia actoral. Su compañero de baile en pantalla -Ivan Boleslawsky- lo encarnaría el bailarín y coreógrafo australiano Robert Helpmann. En otros roles también intervinieron los bailarines profesionales Léonide Massine y Ludmilla Tchérina.
La pieza central del filme “El ballet de Las zapatillas rojas” de diecisiete minutos de duración, fue compuesta –así como el resto de la banda sonora- por el maestro Brian Easdale, que ganaría el premio Óscar por esta labor. A la hora de grabar la banda sonora, el ballet central fue interpretado por la Real Orquesta Filarmónica, dirigida por Sir Thomas Beecham. La coreografía de ese segmento del filme la hizo el propio Robert Helpmann. El rodaje de Las zapatillas rojas tuvo lugar entre junio y septiembre de 1947 en locaciones en Francia, Londres, Monte Carlo y en estudio en Pinewood, con fotografía a cargo del maestro Jack Cardiff. La sola filmación de “El ballet de Las zapatillas rojas” tomó seis semanas.
La Organización Rank financió y patrocinó el filme, pero cuando este estuvo concluido y se les presentó de manera privada, lo rechazaron abiertamente. En esa época de postguerra el realismo en el cine británico era la norma y Las zapatillas rojas ofrecía no solo una fantasía musical por momentos surrealista, sino que además tenía un final que no era exactamente el de un cuento de hadas: además era una producción que, para rematar, había duplicado el presupuesto asignado para su realización. Los ejecutivos de la Rank no hicieron premiere oficial de la película, que fue estrenada incluso sin poster alguno en un teatro del West End durante diez días en agosto de 1948. Después tuvo una limitada temporada de estreno. Esto llevó a una ruptura entre los codirectores y la Rank, que firmaron posteriormente un contrato con Alexander Korda. En Estados Unidos, en cambio, la recepción de Las zapatillas rojas fue fantástica: estuvo dos años en cartelera en Nueva York y fue nominada a cinco premios Óscar y ganó dos: el ya mencionado a Brian Easdale por la banda sonora y otro al mejor diseño artístico.
Los codirectores de A vida o muerte (A Matter of Life and Death, 1946) no eran exactamente timoratos a la hora de recurrir a la fantasía para sus filmes si esta les era útil para sus fines dramáticos. Las zapatillas rojas se origina en un cuento de hadas y ese espíritu va a conservarlo, pese a que la historia esté –aparentemente- asentada en un presente muy realista, el del ámbito artístico de la Londres de finales de los años cuarenta. Un productor y empresario ruso de ballet, Boris Lermontov, contrata a un joven compositor y pianista, Julian Craster, para su compañía, a la que llega -casi que impuesta por una tía mecenas de las artes- una joven bailarina, Vicky Page, en la que ambos hombres se interesan. El ballet de Lermontov tiene sede en Monte Carlo y allá se desplaza la tropilla artística. Buena parte del metraje es el backstage de la producción artística, las negociaciones, los ensayos, las sorpresas, las decepciones, los arrebatos autoritarios de Lermontov, el crecimiento artístico de Vicky, la decisión de hacer una reescritura del ballet de “Las zapatillas rojas” encargada a Craster. La película fluye con exquisita armonía, beneficiada por una fotografía en Technicolor que la cubre con una capa expresiva difícil de definir con palabras, pero que definitivamente es bella y evocadora, y que no pretende ocultar el artificio. Hay una breve escena nocturna en un balcón del hotel en Monte Carlo en el que coinciden, insomnes Vicky y Crasner. Powell & Pressburger no pretenden que creamos que la locación es real. Hay un fondo azul oscuro, hay un tren que pasa por debajo del cual solo vemos humo. Saben, sabemos, que la escena está en hecha en un estudio y esa es parte de su magia.
Al llegar a la secuencia del estreno del ballet de “Las zapatillas rojas” el artificio llega al punto del delirio. Estéticamente era un riesgo enorme por su ambición, pero el resultado de lo que vemos en la pantalla es algo absolutamente exquisito. Nunca fue la intención de los realizadores del filme mostrarnos un ballet desde la perspectiva teatral, nunca. La intención fue siempre correr riesgos: una vez se abre el telón nos trasladamos a un universo cinematográfico de ensueño que no cabe en un escenario teatral convencional por lo enorme y por lo complejo. Las transiciones de los decorados, el tamaño de la puesta en escena, las posiciones y los movimientos de la cámara, los primeros planos, los efectos visuales… todo es cine. Nunca veremos el punto de vista convencional de un espectador teatral. Moira Shearer está siempre en escena, aprovechándose de su habilidad como bailarina y de su juventud, en un tour de force artístico suficiente para convertir a cualquier actriz en estrella. Se parece por momentos a Greer Garson o a Maureen O’Hara, las tres británicas, las tres pelirrojas, las tres talentosas y hermosas. Las mágicas zapatillas rojas de ballet que el personaje de Moira Shearer lleva puestas a todo momento también la emparentan con Dorothy en El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), que es una fantasía igual de escapista que esta. El ballet al pasar los minutos adquiere un tono más onírico y expresionista, incluso el zapatero se parece a Cesare, el maligno personaje de El gabinete del Dr Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920) e incluso la escenografía se asemeja a la de ese filme alemán. Todo parece llevar a la bailarina a la perdición, a su sacrificio. Tanto en el ballet, como en la historia que se desarrolla tras bambalinas.
El final del ballet representa una alegoría de lo que va a ocurrirle a Vicky. Si la bailarina del ballet que vemos escenificado es codiciada por dos hombres –su novio y el zapatero mefistofélico- en la historia fuera de los escenarios, Vicky es pretendida por Crasner y por Lermontov, el primero prometiéndole el amor, el segundo el éxito. Entre ambos va debatirse, en un dilema faústico que la película transforma en un drama existencial de operáticas proporciones. Crasner es un romántico, Lermontov la quiere por y para el arte, no hay un interés afectivo de su parte (Sergei Diaghilev era homosexual, es probable que este aspecto suyo también haya sido trasladado al personaje). Cada uno mueve las cuerdas de una marioneta que es Vicky, indecisa ante tanta presión. Las zapatillas que tiene puestas van a terminar decidiendo por ella. Lermontov, que le había prometido volver a escenificar “Las zapatillas rojas” con ella como protagonista cumple su promesa, pero es ahora una ausencia la que ocupa el lugar de la joven. En vez de ella, el vacío, la nada. El fin.
“Con frecuencia me preguntan porque Las zapatillas rojas, de todas nuestras películas, se volvió tan exitosa en todos los países del mundo. Más que un éxito se convirtió en una leyenda. Incluso hoy, constantemente conozco hombres y mujeres que afirman que cambió sus vidas. (…) Pienso que la verdadera razón del porqué del éxito de Las zapatillas rojas, fue que a todos nos habían dicho durante diez años que saliéramos a morir por la libertad y la democracia, por esto y por lo otro, y ahora que la guerra había terminado, Las zapatillas rojas nos dijo que saliéramos a morir por el arte (2)”, declaraba Michael Powell en su citada autobiografía. La película, invicta durante décadas en su esplendorosa belleza, en últimas da una justificación para ese sacrificio. Paradójicamente, obras maestras como esta lo que hacen es salvarnos.
Citas y referencias:
1. Michael Powell, “A life in movies: An autobiography”, Nueva York, Alfred A. Knopf, Inc., 1986, pág. 638
2. Ibid, p. 653
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