Ahora es ahora: Días perfectos, de Wim Wenders
Como siempre, la diferencia la hace la mirada. La calidad y calidez de esa mirada. La empatía que demuestra, la sinceridad, la honestidad. Es la mirada del director –sobre todo cuando es también guionista- la que establece el tono del relato, la cercanía o distancia hacia los personajes, la manera en que quiere que su historia nos toque, nos distancie o nos sea indiferente. Me estoy refiriendo, por supuesto, a un cine de corte humanista, que tenga al ser humano como centro de sus intereses y no a los efectos especiales. El cine a escala humana que a veces echamos tanto de menos en estos tiempos insensibles. Wim Wenders es un director ya con una trayectoria a sus espaldas a prueba de balas, que no necesita demostrarle ya nada a nadie, y así algunas películas suyas de su cosecha reciente parezcan derivas poco dignas de su talento –uno podría atreverse a afirmar que La sal de la tierra (The Salt of the Earth, 2014) fue su última película valiosa- la verdad es que este autor nunca ha perdido el gusto por rodar historias que signifiquen algo para él, que él sienta dignas de ser contadas así el resultado final no sea tan satisfactorio.
De repente Wenders hace algo como Días perfectos (Perfect Days, 2023) y recordamos el peso que tiene como director, su experiencia y su tacto. Hay que entender que ahora su carrera ya no apunta a road movies de enormes desplazamientos externos, sino a viajes interiores, a pulsiones del espíritu, a búsquedas en el alma de cada uno. Días perfectos es absolutamente sutil, pero no por ello etérea. Es una película aferrada a un aquí y a un ahora, tal como la filosofía de su protagonista, Hirayama, un japonés en su vejez temprana, que ha decidido vivir con lo que tiene y ser feliz desempeñando el más humilde (algunos dirán humillante) de los trabajos, pero que él lleva a cabo con absoluto profesionalismo, su edad y la cultura de su patria le han enseñado a hacerlo así, convencido de su importancia tanto para la sociedad en que vive, como para sí mismo. Ese trabajo –limpiando los baños públicos de Tokio- le da el aliento que necesita para levantarse en la madrugada y salir de su pequeña vivienda mirando hacia el cielo, hacia un nuevo día que él saluda con gratitud.
Wenders –también coguionista- sabe que Hirayama (interpretado por Koji Yakusho, ganador por este rol al premio al mejor actor en Cannes 2023) tiene una historia personal tras de sí que lo trajo hasta ese punto de su vida en la que está absolutamente solo, entregado a su trabajo y a la contemplación de los árboles y la naturaleza que rodea las cabinas que debe limpiar diariamente. Que Wenders sea compasivo con su personaje no significa que Días perfectos sea una película ingenua. La marginalidad y la fragilidad de Hirayama no hay necesidad de subrayarla para evidenciarla. Otra cosa es que viva en un país hiper tecnificado del primer mundo que le permite sobrellevar con dignidad sus carencias y otra es que ellas no existan o estén perfectamente resueltas.
Es enorme la soledad del protagonista, su aislamiento y su introspección, se ve que es un hombre que sufrió heridas afectivas o emocionales y que optó por dejar todo atrás –su familia incluida- y buscar la paz interior reencontrándose consigo mismo. Pero así como Hirayama calla, Wenders lo hace también, evitándonos alguna revelación inesperada e incómoda de último momento. Le basta darnos algunas pistas de su origen para que nosotros mismos completemos el rompecabezas. Wenders no va a traicionarlo, ya lo dije, es un asunto de miradas. Y la suya está de su lado, sin juicios, sin condescendencias, sin lástima. Hirayama –quizá luego de un periplo vital complejo- es ahora un hombre feliz, que pasa días perfectos dentro de lo rutinario de un trabajo absolutamente desagradecido, pero que este japonés ve como una oportunidad de demostrar su capacidad de servir, ser útil para sus conterráneos y ganarse un sustento que le permite darse pequeños placeres literarios, gastronómicos y fotográficos. No pide más porque no necesita más.
Días perfectos es una película episódica que parece repetirse y girar sobre sí misma. No hay tal. Después de mostrarnos sus sueños nocturnos con imágenes surrealistas en blanco y negro, cada amanecer representa para Hirayama un nuevo desafío y cada jornada implica retos, encuentros y desencuentros, y sobre todo hallazgos. Ya que hablé de miradas, la del protagonista de este filme es especialmente sensible a las pequeñas sorpresas que aparecen ante sí –y que él ve como un regalo- y que quizá otros no verían. Una pequeña planta, un papel con un juego del que se hace cómplice, el sol entre las hojas de los árboles, el movimiento libérrimo de un habitante de la calle… todo para Hirayama tiene sentido y merece ser visto, y porque no, fotografiado. Su apego a los rollos fotográficos convencionales y a los casetes con música de los años sesenta y setenta, nos hablan de un hombre con un pie en el pasado y uno en el presente. Un hombre que se resiste a los cambios que él considera superfluos cuando lo que siempre ha tenido sigue siendo válido para él. Hay toda una declaración de principios en esa actitud vital y toda una declaración de sensibilidad por parte de Wenders.
La primera vez que Wenders estuvo en Japón fue en 1983 para rodar ahí su documental Tokyo-Ga (1985). Se conmemoraban veinte años del fallecimiento del director japonés Yasujirô Ozu y Wenders quería contrastar las imágenes de Tokio y la sociedad japonesa que el cine de Ozu le había mostrado, con aquello que podía ver con sus propios ojos a dos décadas de la muerte de ese autor. Lo que encontró en la capital lo asombró. “La realidad de Tokio me golpeaba como un torrente de imágenes impersonales, duras, amenazantes e incluso crueles”, nos dice Wenders en el documental con su propia voz. La ciudad estaba llena de seres como en trance hipnótico causado por los estímulos visuales y auditivos lanzados por pantallas de televisión, máquinas de juegos y toda una parafernalia de luces y colores que saturaban una atmosfera vacua, totalmente artificial y acultural. No parecía haber seres humanos ahí. Su decepción fue enorme.
Días perfectos se antoja una versión propia de la Tokio que Ozu le enseñó. Esas películas japonesas cumplían –según Wenders en Tokyo-Ga– con la función y esencia del cine: “ofrecer una imagen del hombre de nuestro siglo, una imagen útil, verdadera y una imagen válida en la que no solo pueda reconocerse, sino sobre todo en la que pueda ser aprender algo de sí”. Eso lo logró esta película en apariencia sencilla pero enorme en humanidad. “A menudo permanecemos con la boca abierta y nos sobresaltamos cuando descubrimos algo de verdad o de real en una película, incluso si es el solo gesto de un niño en el fondo, o un pájaro que cruza la imagen, o una nube que lanza solo por un momento su sombra en la escena. Es raro en el cine de hoy encontrar tales momentos de verdad, ver personas o cosas que se muestran como son verdaderamente”, afirma Wenders en Tokyo-Ga. Parecía estar refiriéndose –desde ese momento- a Días perfectos, un punto de llegada absoluto.
Epílogo para apurados
Al final de los créditos de esta película aparece un término nipón y su significado. Lo anoto acá para aquellos que no lo vieron. “Komorebi es la palabra japonesa para el resplandor de luz y sombras que crean las hojas mecidas por el viento. Solo existe una vez, en ese momento”. O sea aquí, ahora.
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