¿Dónde estabas, Juliette?: Hace mucho que te quiero, de Philippe Claudel
Aunque la naturaleza del sitio donde estaba Juliette estos últimos quince años le pesa en el cuerpo y en el espíritu, lo que en realidad mueve a la protagonista de Hace mucho que te quiero (Il y a longtemps que je t’aime, 2008) es reconocer donde está ahora y que sigue hacia adelante. El filme describe el proceloso y largo proceso de ponerse en paz con ella misma, de perdonarse, de sanarse; y de poder hacer lo mismo con su hermana menor, una mujer que de repente vuelve a tener a su lado a Juliette -prácticamente una desconocida- y no sabe bien que hacer distinto a acogerla.
Me imagino este filme en un versión estilo terror barato norteamericano (pónganle el nombre que deseen: Gritos en la oscuridad, La venganza de la casa del lago, La huérfana… cada mes hay en cartelera por lo menos dos tonterías de estas) y ya veo a la hermana sicótica que regresa a casa con ganas de vengarse de la hermana que la olvidó estos tres lustros. Seducirá al marido, ahorcará a sus hijas, dejará inválida a la hermana y a al final se prenderá fuego con la casa al verse acorralada. Pero en manos del novelista y cuentista Philippe Claudel, en su debut en el cine, podemos estar libres de espantos. Tenemos por delante el sendero que lleva al reencuentro de dos hermanas, al lento reverdecer de un amor filial que quizá nunca se fue pese a todo y que enlaza a este filme -guardadas las proporciones respectivas- con la bellísima Las horas del verano.
El guion del propio Claudel no es ejemplo de genial brillantez y es fácil sentir que algunos de los eventos que se nos describen (y una revelación final políticamente correcta) vienen telegrafiados y que ya los hemos visto previamente en otros filmes. Pero este tiene a su favor una honestidad desprovista de pretensiones, unas ganas francas de contar una historia sencilla, íntima y familiar. Contagiada de la herencia de cine humanista que Francia ve como natural y muy suya, Hace mucho que te quiero se mueve sin dificultad en el drama sin apelar a golpes bajos demasiado burdos. Juliette (interpretada por una magnífica Kristin Scott Thomas, una actriz inglesa que deberíamos ver más a menudo) no es una protagonista que despierte inmediata simpatía: su distancia, su mutismo y su displicencia son consecuentes con la magnitud de los hechos que la han llevado hasta ese punto de su existir, y la película debe remontar la corriente en contra que implica un personaje protagónico que puede generar rechazo en la primera impresión. ¿Vieron el póster del filme? Es el rostro de Juliette, mirando de frente hacia el horizonte. Los ojos claros, el pelo despeinado, ningún maquillaje. Un rostro desnudo que no pide nada, que tampoco parece ofrecer nada.
Claudel sabe a qué se enfrenta y se toma su tiempo. Quiere describirnos el proceso de reinserción personal y social de Juliette no como una serie de acciones y de revelaciones, sino como un ajuste que se va logrando día a día, con esfuerzo, cediendo, recibiendo, abriéndose lentamente. Obviamente hay dolores, sinsabores, rechazos, retrocesos: los milagros sólo ocurren en las películas (bueno… en otras películas). El director ve en Léa -la hermana menor- y en su esposo, hijas y suegro el factor protector, el lazo que va a acoger de nuevo a Juliette que -pese a todo- se rinde a la evidencia de que el pasado no existe sino en un recuerdo gradualmente difuso. “¡Estoy aquí!” responde ella en el último parlamento del filme ante el llamado de un amigo. Es cierto: ahí está, dispuesta a no claudicar.
Publicado en la revista Arcadia No. 49 (Bogotá, septiembre de 2009). Pág. 52
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