El sendero del mesías: Duna: parte dos, de Denis Villeneuve
Retrasado su estreno hasta marzo de 2024 por las respectivas huelgas de los sindicatos de actores y de guionistas de Hollywood que tuvieron lugar el año inmediatamente anterior, Duna: parte dos (Dune: Part Two), llegó a las pantallas precedida de una expectativa generada no solo por la espera, sino sobre todo por la buena recepción que tuvo la primera parte, estrenada en octubre de 2021 y ganadora de seis premios de la Academia de Hollywood. Haber contado con el director canadiense Denis Villeneuve aseguraba ante todo responsabilidad frente a un proyecto multimillonario como este. Que su abordaje fuera más frío que emotivo hablaba de un realizador (y coguionista) interesado en darle peso a los personajes y por ende al relato: el fuego lento que perdura, antes que el relámpago, que aunque brilla intensamente, desaparece al instante.
Tales características se preservan en la segunda parte. Existe una cohesión dramática entre las mismas, no hubo algún productor que exigiera más adrenalina y menos reflexividad. Aunque la espectacularidad de la puesta en escena se conserva (y exige, por supuesto, un visionado en pantalla grande), está al servicio del relato y no viceversa. Sigue primando el conflicto de Paul Atreides (Timothée Chalamet) exiliado junto a su madre en el planeta Arrakis y conviviendo con sus pobladores, los Fremen. Si la primera parte de Duna era una historia de coming-of-age, ahora lo que vemos es la forja del héroe, el viaje del guerrero tal como la narrativa clásica lo concibe.
Los aprendizajes y las pruebas a las que se somete Paul impulsado por los Fremen están atravesadas además por un espíritu mesiánico ineludible: él es la respuesta a sus plegarias, el Lisan al-Gaib de las profecías: el que viene de otro mundo a salvarlos. Ser considerado mesías es una carga muy pesada para él, convertido de repente en un Cristo redentor que debe incluso pasar unos días solo en el desierto y asumir un liderazgo no solo político y estratégico, sino además brindar esperanza a un pueblo absolutamente oprimido y explotado, sin importar que después los lleve a una guerra santa. Paul es también el Kwisatz Haderach que esperaban las Bene Gesserit: el hombre capaz de unir pasado, presente y futuro en sus visiones.
Exilio, profecías, un salvador dubitativo, visiones, sufrimiento personal, liderazgo de un pueblo: Cualquier parecido con la historia de Cristo debe atribuírsele a la novela original de Frank Herbert, pero el filme refuerza la idea sin bochorno alguno, consciente de ese subrayado. Lo que vemos es la historia de un mesías que se está gestando y empoderando a medida que los Fremen lo aceptan y su madre, Lady Jessica (Rebecca Ferguson), abona el terreno para que las profecías se cumplan. Paul sufre, por supuesto, eso es parte de lo que se espera de él. Los sentimientos de venganza, codicia del poder imperial y una subtrama de revelaciones de su verdadero origen tienen línea directa con las obras de Shakespeare. La Biblia y el teatro Isabelino conjugadas por Frank Herbert y expandidas a gran escala por la visión larger than life de Denis Villeneuve.
Aunque los ataques de las tropas del barón Vladimir Harkonnen enfrentadas a los Fremen, ayudados estos últimos por los gusanos de Arrakis, tienen la grandilocuencia esperada, y la banda sonora que compuso el maestro Hans Zimmer –que ya ganó el Óscar con la primera parte- contribuye a crear una atmósfera realmente sobrecogedora, estas batallas masivas presentadas en planos generales son más solemnes que viscerales. Sigue siendo más importante para Denis Villeneuve el conflicto persona a persona. Y me refiero tanto al duelo a daga con Feyd-Rautha (Austin Butler) como a la relación afectiva de Paul con Chani (Zendaya), en entredicho ante la aparición de la princesa Irulan (Florence Pugh). Una historia interestelar en un futuro lejanísimo tiene en los conflictos meramente humanos –y no tecnológicos- su centro. Admirable, realmente.
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