Llévame a casa: Dunkerque, de Christopher Nolan
Relatar la derrota no es fácil. Hay episodios históricos o debacles militares que algunas naciones preferirían olvidar por lo dolorosas o por lo que implicaron en términos de moral de sus combatientes o del espíritu de una nación. Lo ocurrido en Dunkerque, Francia, entre mayo y junio de 1940 es uno de esos momentos agudamente dolorosos para los ejércitos de Inglaterra y Francia, acorralados por los Nazis al punto de no quedarles sino echarse al mar para huir. Tocaba emprender una retirada nada honrosa a través del Canal de la Mancha.
Dunkerque (Dunkirk, 2017), coproducida, escrita y dirigida por Christopher Nolan es su recuento de los hechos. Es un filme construido a partir de una investigación juiciosa, pero que permite –por supuesto- la bienvenida aparición de la ficción, sobre todo a la hora de darles rostros a unos protagonistas que la historia tiene como anónimos combatientes: pocos son los que quisieran verse asociados a un fracaso de una magnitud como la de Dunkerque: más de 11.000 muertos, 60.000 prisioneros y más de 300.000 soldados evacuados rumbo a Inglaterra dentro de la operación Dinamo.
Nolan divide su relato en un tríptico que se traslapa en el tiempo y que tienen nombre concreto: el muelle, el barco y el aire. Cada una de estas perspectivas –se nos indica explícitamente- tiene una duración diferente de su accionar: una semana, un día y una horas, respectivamente. Esto quiere decir que lo que vemos en el muelle lleva pasando una semana, el viaje del barco es de un día y el recorrido aéreo de los cazas Spitfire británicos tiene la autonomía de vuelo de sus tanques llenos. Sin embargo el escenario del tríptico es el mismo: el estrecho que separa la costa inglesa de la francesa, que equivaldría a decir que es la distancia que separa a la vida de la muerte. No hay tiempo de sentir vergüenza o sonrojo: los soldados en ese larguísimo muelle esperan que los rescaten, los tres ocupantes del pequeño bote fueron convocados –como muchos otros navíos civiles- a venir por ellos desde Inglaterra, mientras los cazas ingleses tratan de despejar el cielo de aviones alemanes que siembran pánico y cosechan víctimas cada vez que aparecen en el horizonte francés.
Lo más llamativo de la propuesta narrativa de Dunkerque es que todo –excepto un breve prólogo que parece onírico por lo absurdo de su puesta en escena y un epílogo que tampoco es largo ni altera el curso de las cosas- se reduce a una sola secuencia marítima: la casi imposible huida hacia la costa inglesa en medio del desespero, el caos, los bombardeos, el naufragio, el miedo y un “sálvese quien pueda” que acaba con cualquier regla militar o asomo de dignidad. Del muelle, a las aguas del Atlántico; del puerto inglés a las mismas aguas; de los cielos ingleses a sobrevolar el mar por donde cruzan los navíos con los agotados soldados en retirada. El montaje –que vale oro y que es la marca de la casa Nolan– nos lleva por cada uno de los tres ángulos sin darnos tiempo a analizar o a procesar lo que pasa. El director quiere que sintamos lo aleatorio de las decisiones y actos de esos momentos, el grado de ceguera que provoca el temor a morir ahogado o acribillado por un enemigo que jamás vemos. Los impactos se ven, se sienten y retumban, pero no hay un rostro alemán que podamos visualizar, a quien podamos culpar. Esa ausencia del cuerpo del adversario incrementa el miedo: estamos ante un enemigo omnipresente y ubicuo, capaz de atacar sorpresivamente desde el cielo, la tierra y el mar.
Al impacto contribuye en enorme medida la incesante banda sonora de Hans Zimmer, un martilleo hipnótico que retumba en nuestras cabezas y en las de los protagonistas. Esos sonidos pulsátiles y de características industriales, antes que distraer nos sumergen sin pausa en la atmósfera de una narración que parece contagiada de la improvisación y el horror de los sucesos ahí descritos, pero que en realidad responde a un guion que fue capaz de encontrar armonía en medio de una situación donde cada protagonista está buscando salvar su propia vida.
Respecto a los roles de los protagonistas, Nolan optó por rostros poco conocidos para evitar que una estrella se robara la atención de un relato que era esencialmente coral y de supervivencia. Era un gran riesgo porque el espectador pierde elementos de identificación emocional que le hacen sentirse más a gusto con los personajes, que por momentos se le confunden y se le mezclan en medio de tanta catástrofe, desacierto e infortunio. Nombres como Fionn Whitehead, Jack Lowden, Aneurin Barnard o Tom Glynn-Carney son algunos de los escogidos por Nolan, apoyados en papeles secundarios por veteranos como Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance y Tom Hardy. La idea es que ninguno se robara el show, Dunkerque era el show.
Me preocupa que Nolan –y esto ocurre en prácticamente toda su filmografía previa– se deleita en la magnificencia de las escenas que creó, como si ellas y su espectacularidad y complejidad fueran un fin en sí mismas, descuidando los aspectos que constituyen el drama, haciendo por esto que Dunkerque luzca episódica y lejana, una exhibición brillantísima pero fría. Quizá –paradójicamente- ese haya sido el propósito de Nolan: desensibilizar esta historia, quitarle un sentimentalismo que el drama humano individual le hubiera brindado a expensas de unas lágrimas de los espectadores que él prefirió reemplazar por expresiones de asombro y el casi unánime aplauso ante su propia capacidad artística. Expiación, deseo y pecado (Atonement, 2007) de Joe Wright, también utiliza la retirada de los soldados en el puerto de Dunkerque, pero en el marco de una historia de amor. Pero este es un filme de Christopher Nolan: acá no hay romance, acá no hay pasión, ni alguien en el hogar a quien volver a abrazar; tampoco gestos heroicos individuales y particulares, más allá de la solidaridad mostrada por pescadores y dueños de pequeñas embarcaciones particulares inglesas que acudieron al rescate de sus hombres. Lo que hay en Dunkerque son actos de guerra bochornosamente primarios porque corresponden al deseo de no morir en una instancia en la que ya estamos derrotados y solo nos queda recoger las banderas y huir.
Esta es la manera que Nolan –acorde a su sensibilidad como autor- encontró de contarnos de una derrota militar que ocurrió en la vida real. No hay tiempo para culpables ni para juicios de responsabilidades; en medio de un infierno individual puntillosamente descrito existe la sensación colectiva de congoja, la pesadumbre que da fracasar en una empresa común. Y una petición repetida mental y verbalmente: llévame a casa con vida, sácame de aquí.
Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano, con el título “Llévame a casa” (Medellín, 06/08/17), págs. 10-11
©El Colombiano, 2017