El brutalista, de Brady Corbet

De acuerdo a El brutalista (The Brutalist, 2024), en 1980 durante la primera edición de la sección de arquitectura de la Bienal de Venecia se rindió homenaje al arquitecto húngaro László Tóth, seguidor de la corriente brutalista. La retrospectiva se bautizó “La presencia del pasado” y ese título resume bien no solo su obra, sino además el universo temático y formal de esta película en la que László Tóth (interpretado por Adrien Brody) es el protagonista. Rodada en el formato de VistaVisión -que no se usaba comercialmente en Estados Unidos desde 1961- y dividida en cuatro partes con un intermedio central de 15 minutos, la cinta busca, desde la forma, un retorno a las películas épicas de mediados del siglo XX, para narrarnos una historia que no solo ocurre en el pasado (desde la segunda mitad de los años cuarenta hasta 1980), sino que está definida latentemente por él. El brutalista empieza in medias res cuando László Tóth, un refugiado judío, llega a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial gracias –según él mismo cuenta- a la “Directiva Truman”, que entre finales de 1945 y 1947 facilitó el ingreso a ese país de casi 23.000 desplazados de Europa, entre ellos alrededor de 16.000 judíos.

¿Pero de dónde viene exactamente László Tóth? ¿A qué horrores sobrevivió? Como en El hijo de Saúl (Saul fia, 2015), el terror está ahí aunque nunca lo veamos. Los traumas mentales y espirituales que trajo consigo van, más que a acompañarlo, a perseguirlo. El director y coguionista Brady Corbet toma el punto de vista del inmigrante que llega a un país que por lo menos legalmente lo acoge, pero que no por ello va a recibirlo con los brazos abiertos. La desconfianza y el desdén hacia esos exiliados europeos, que además son judíos, es más que palpable. Al recién llegado lo rodea la extrañeza y lo circunda la nostalgia, pues debió cortar de tajo con su patria, con su cultura, con su trabajo, con la familia que falleció trágicamente, que desapareció o que tuvo que dejar atrás. Su única certeza es la incertidumbre. Y esa la describe Brady Corbet al mostrarnos a un arquitecto que palia su soledad y su desgracia con alcohol y opioides, mientras rueda por albergues de Pensilvania trabajando como obrero, expiando no sé qué pecado. ¿Será que ese es el precio que debe pagar por haber sobrevivido? ¿Será eso lo que cuesta ser foráneo?

Pero como está viviendo en “la tierra de las oportunidades”, el talento de László Tóth va ser descubierto por un acaudalado empresario, Harrison Van Buren (Guy Pearce), que no va perder la oportunidad de que para él trabaje un arquitecto que estudió en la Bauhaus y que es un cultor del brutalismo, ese estilo minimalista y monocromático en el que los materiales de construcción -concreto o ladrillo a la vista- y los elementos estructurales se imponen sobre lo meramente decorativo. En la realidad, algunos de los arquitectos brutalistas que inspiraron a moldear la figura ficticia de Tóth fueron los húngaros Marcel Breuer y Ernő Goldfinger, y el estadounidense Paul Rudolph. A su talento este filme rinde tributo mediante la confrontación de fuerzas: El brutalista se centra en la relación entre Van Buren y Tóth, entre el mecenas y el artista, entre el consumidor de arte y el hombre comprometido con su labor artística. El capital versus la pureza, en otras palabras. En esa tensión dramática la película se aproxima a la fuerza de la obra fílmica de Paul Thomas Anderson, sobre todo a Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), sus épicas americanas sobre el poder. Si ambas a su vez remiten a la obra de Orson Welles –Ciudadano Kane (1941), The Magnificent Ambersons (1942)- entonces El brutalista establece una conexión directa con una tradición cinematográfica que habla de los muy norteamericanos conceptos de ambición, sacrificio personal, obsesión y caída a los abismos de la autodestrucción.

Consecuente con eso, el retrato de László Tóth que hace el director Corbet es el de un hombre atormentado y sin paz, empeñado en auto sabotear cualquier intento de felicidad. La reaparición de su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y de su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy) no le traen un esperado sosiego, sino que le refuerzan la sensación de extrañeza frente a ese “nuevo mundo” en el que ahora habitan y donde no encajan, donde apenas son tolerados gracias a su talento, pero del que fácilmente pueden ser excluidos, desechados y aplastados. Aunque la figura del artista autodestructivo es ya un lugar común, en El brutalista alcanza niveles paroxísticos: solo al hacerse daño parece poder escapar de un entorno tóxico (laboral, social) donde todos le desprecian. Donde él vivía antes de llegar ahí, querían además exterminarlo. ¿Es posible una ruina peor? ¿Es imaginable un cataclismo humano más amargo que el de sentirse ajeno en todas partes? El “sueño americano” fue para él tan onírico como suena.

El centro comunitario que Tóth diseña y construye para Van Buren en las afueras de Doylestown no es solo un conjunto de edificios. No es un monumento a su ego ni al de Van Buren (tampoco al de Brady Corbet). Es un conjuro que busca exorcizar, mediante la arquitectura, el dolor. El recuerdo del terror convertido en algo palpable, duradero, que trasciende al tiempo. La tragedia personal transformada en un hito artístico para el disfrute colectivo y también en recordatorio de que no todo fue inútil. “No importa lo que los demás intenten venderte, lo importante es el destino, no el viaje”, recuerda Zsófia ya adulta lo que alguna vez le dijo su tío, un hombre cuyo viaje vital fue extremadamente difícil. Su destino no fue llegar a la tierra prometida de Israel, como lo fue para Zsófia, sino encontrar en el arte arquitectónico la justificación final para seguir vivo, para redimirse ante la adversidad. Ahí encontró su esquivo hogar.
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