El conteo final: El luchador, de Darren Aronofsky
En 1943 escribía el gran maestro italiano Luchino Visconti que “el peso del ser humano, su presencia, es la única cosa capaz de colmar realmente el fotograma, que es él y su viva presencia quienes crean el ambiente, que adquiere verdad y relieve a partir de las pasiones que lo agitan; mientras que su momentánea desaparición del rectángulo luminoso bastará para reducirlo todo a un aspecto de naturaleza inanimada”. Visconti en esos años neorrealistas de su carrera apuntaba a un “cine antropomórfico”, centrado en el ser humano, sus vivencias y sus circunstancias.
Hay que ver la cartelera comercial actual, poblada de Transformers, Terminators y todo tipo de psicópatas y engendros para darse cuenta cuán lejos estamos de ese arte que nos retrató y en el que podíamos reconocernos. Sin embargo, ocasionalmente hay filmes que no olvidan sus raíces humanísticas y nos sorprenden con historias donde aún logramos reflejarnos. Uno de esos filmes es El luchador (The Wrestler, 2008).
Se antoja insólito que yo escriba esto en referencia a un filme que trata sobre la lucha libre. Lo que ocurre es que El luchador trata sobre esta actividad física en la misma medida en que Toro salvaje se refiere al boxeo. En realidad el deporte que practica el protagonista es el telón de fondo que utiliza el director de cada filme -sin que pretenda equiparar cualitativamente ambos- para contarnos una historia en la que un hombre presencia su caída.
Mucho se ha hablado de la actuación de Mickey Rourke en esta película, pero los comentarios se han quedado en la anécdota de su regreso al cine, en su aspecto deforme o en los paralelismos entre su personaje y su vida privada. Poco se menciona a Darren Aronofsky, el director de El luchador, y es hora de hacerle justicia a un realizador que se ha decidido por la compasión hacia un personaje difícil, por el que era fácil sentir repulsión, pero que supo llenarlo de sutilezas y de algo escaso en el cine de hoy: dignidad.
Randy “el carnero” Robinson asume su derrota y el crepúsculo de sus días como luchador con una llamativa dignidad. El golpe final no se lo dio un contrincante sino su propio corazón, carcomido por años de excesos. Randy decide intentar, así sea tardía y torpemente, una rehabilitación afectiva, familiar y laboral. Es hermoso verlo intentarlo, observarlo calladamente tratar de ajustarse a una vida “normal” en la que nunca se ha sentido cómodo. Sin embargo Aronofsky -en este filme valeroso- no cree en imposibles redenciones y por eso Randy entiende que sólo en el cuadrilátero su vida tiene sentido, así el conteo que escuche sea el último.
Publicado en el periódico El Tiempo (Bogotá) 23-07-09 pág. 1-16
©Casa Editorial El Tiempo, 2009
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