Burt Lancaster, El gigante frágil
Burt Lancaster fue uno de los actores y productores más singulares que ha dado Hollywood, un hombre que escapó a los estereotipos y ayudó a redefinir la manera de hacer cine en la segunda mitad del siglo xx.
Una fecha y una ciudad difíciles de olvidar: Washington, 28 de agosto de 1963. La “marcha por el trabajo y la libertad” reunió a más de 250.000 personas que luchaban por la protección de los derechos civiles y que ese día escucharon a Martin Luther King Jr. pronunciando un discurso ya mítico llamado “I have a dream”. Entre los oradores de esa jornada estuvo un hombre de 49 años, caucásico, de ojos azules, 1.85 metros de estatura y aspecto de estrella de cine. Se dirigió a la concurrencia para dar un breve discurso. Algunas de sus palabras ese día expresaban que:
“Estamos por lo tanto para siempre en deuda con aquellos americanos, representados por el movimiento de la marcha de Washington, por darnos tan estupendo ejemplo de lo que América aspira a convertirse y por ayudarnos a redefinir en el medio de este siglo peligroso lo que se entiende por la revolución americana. Reconocemos que no solo en América se está dando la batalla por la libertad y la dignidad de los pueblos. La lucha hacia la libertad de parte de los previamente subyugados se está dando en capitales y pueblos en todo el mundo. Nuestro futuro y el futuro del mundo dependen de nuestra conciencia de lo que esta lucha significa y del grado de nuestra dedicación a ella”.
Ese orador era en realidad un calificado vocero: estaba leyendo una declaración colectiva firmada por 1.500 norteamericanos residentes en Francia que apoyaban la marcha y que le entregaron en París esas palabras para que él las leyera y los representara. Sabían de su compromiso con las causas demócratas y liberales, y entendían que su positiva imagen pública amplificaría ese mensaje que querían dar. No estaba ahí en medio de esa multitud por figurar, estaba ahí porque le interesaba de verdad hacer parte de esa lucha social.
Dos años antes, el 17 de abril de 1961, en Los Ángeles, este mismo hombre recibía de manos de la actriz Greer Garson el premio Óscar por encarnar en el cine a un hombre que también daba discursos. “¡Y el ganador es… Burt Lancaster en Elmer Gantry!” gritó emocionada la actriz inglesa al anunciar al ganador. Pero esa vez el elocuente orador de Washington no fue capaz de hablar, la alegría lo desbordó y en escasos treinta segundos agradeció a los miembros de la Academia de Hollywood que votaron por él y también a los que no votaron por él. Había interpretado en la película Elmer Gantry (1960) a un autoproclamado predicador evangélico con bastantes máculas en su pasado, suficientes como para invalidar sus palabras de fe y salvación, en esa necesitada Norteamérica rural de finales de los años veinte del siglo pasado.
Al consagrarlo con el Óscar por esa actuación, Hollywood estaba regocijándose en el histrionismo de Burt Lancaster, en sus facciones masculinas, en su figura viril, en su enorme y franca sonrisa, en su expresiva mirada, en esa voz rotunda, en sus gestos ampulosos y atléticos. Ese tipo de caracterización más grande que la vida se convertiría en su marca característica —hay que ver filmes como La rosa tatuada (The Rose Tattoo, 1955) o El farsante (The Rainmaker, 1956) para confirmarlo— y a la vez en su prisión. Contra el encasillamiento como actor lucharía siempre, sometiéndose a retos permanentes, encarando roles mucho más exigentes y complejos, menos estridentes, más sutiles. Cada vez más lejos de Hollywood, por eso mismo. Debido a ello sintió la necesidad en su madurez de rodar en Europa a las órdenes de Luchino Visconti (El gatopardo, 1963) y Bernardo Bertolucci (Novecento, 1976) o con autores tan creativos y libres como John Cassavetes (A Child Is Waiting, 1963), Robert Altman (Buffalo Bill and the Indians, 1976) o Louis Malle (Atlantic City, 1980). Envejeció con una dignidad verdaderamente principesca. Nunca dejó de ser un gigante bendecido con una dosis de fragilidad indiscutiblemente humana.
Elmer Gantry fue la primera producción independiente de su director, Richard Brooks, tras trabajar muchos años en la nómina de la MGM. La película se había estrenado en Estados Unidos a finales de julio de 1960, el mismo año que Burt Lancaster da por terminada su asociación con el agente Harold Hecht y con el escritor y editor James Hill. Juntos formaron una compañía independiente, Hecht-Hill-Lancaster (HHL), bautizada inicialmente como Norma Productions al ser fundada en 1948. No era tan raro que los actores se convirtieran en productores independientes: John Wayne, Bing Crosby y Kirk Douglas son tres buenos ejemplos de esta tendencia, pero pocos tuvieron tanto éxito como Lancaster y su HHL, que, como anécdota de verdad curiosa, estuvieron a punto de asumir la gerencia de la MGM.
Para 1957, el 58% de las películas realizadas por los ocho grandes estudios principales fueron producciones independientes, un panorama que anunciaba el colapso inminente del “sistema de estudios”. HHL fue una buena muestra de lo que se podía hacer y financiar por fuera de las fronteras rígidas de la industria. Además de filmes protagonizados por Lancaster, como Mesas separadas (Separate Tables, 1958) y The Unforgiven (1960), ellos fueron los productores de Marty (1955), esa pequeña película con guión del genial Paddy Chayefsky que ganaría simultáneamente el premio Óscar a la mejor película y la Palma de oro en Cannes. También produjeron Sweet Smell of Success (1957), una joya dirigida por el inglés Alexander Mackendrick con guion de Ernest Lehman y Clifford Odets, cinematografía del maestro James Wong Howe y banda sonora de Elmer Bernstein (una nómina así pocas veces se ve en la vida).
En este filme, que fue un fracaso de taquilla al momento de su estreno, nos metemos en los senderos más oscuros del alma de dos personajes consumidos por la ambición y la falta de escrúpulos: un todopoderoso columnista del espectáculo (interpretado por Burt Lancaster) y un obsecuente agente de prensa (un magnífico Tony Curtis). Lo que veremos es una de las declaraciones más poderosas y pesimistas que ha hecho el cine sobre el trasfondo de la información periodística y la manipulación a la que es sometida. Película neoyorquina hasta la médula, necesitaba de una ciudad hostil para mostrarnos las fieras que se adaptaron a vivir ahí. El personaje del periodista J. J. Hunsecker, al que Lancaster da vida, es un titiritero lleno de soberbia y consciente de su poder y de su capacidad de destruir carreras y vidas. Su enorme presencia, más que respeto, infunde miedo. Lancaster no se ríe nunca en ese filme.
Solo se le vio reírse una vez en su auspicioso debut en el cine, once años antes, en The Killers (1946), adaptación de un cuento homónimo de Ernest Hemingway llevado a la pantalla por Robert Siodmak, en una muestra del mejor film noir. En una extraña y contundente decisión de la estructura narrativa del filme, la primera vez que vemos a Lancaster asomarse a una escena, interpretando a Ole “Swede” Anderson, también conocido como Pete Lund, es para morir asesinado. En su rostro está la resignación de un hombre que se sabe condenado. Cansado de escapar, decide, entre las penumbras de su habitación, esperar la muerte. Gracias a los testimonios de aquellos que lo conocieron reconstruimos en diversos flashbacks la vida de este ex boxeador, enredado en negocios turbios, obsesionado con una mujer fatal inalcanzable (interpretada por Ava Gardner, ya entenderá el lector la obsesión del personaje), cómplice de un gran robo a la nómina de una empresa, traidor que engañó a sus compinches y que terminó refugiándose en un pueblo remoto haciéndose pasar por empleado de una gasolinera, luego de que a él mismo lo engañaran y le hicieran pedazos el corazón. La nostalgia, el remordimiento y la desazón son los principales sentimientos que refleja este hombre que nunca se ve feliz o satisfecho.
¿Cómo hizo un completo desconocido como Burt Lancaster para debutar directamente en el papel protagónico de un filme tan exitoso como este y qué de inmediato lo lanzó al estrellato? La respuesta está en el teatro Lyceum en Broadway, donde entre el 20 de noviembre y el 8 de diciembre de 1945 se presentó, con nada de éxito, el drama A Sound of Hunting, de Harry Brown, y en donde un actor acreditado como Burton Lancaster interpretó al sargento Joseph Mooney. Allí lo vieron cazatalentos de por lo menos siete estudios de Hollywood, que impresionados por su actuación le ofrecieron contratarlo. Un agente artístico de 38 años de edad llamado Harold Hecht también quedó impactado, y antes de la que sería la última función de la obra teatral fue a los camerinos y le dijo a Lancaster algo que este quería sin duda oír: “Ven conmigo, y estaremos produciendo nuestras propias películas en cinco años” (1). Aceptó. Y a través de Hecht escucharon y aceptaron la oferta del productor Hal Wallis, que en enero de ese año había abierto una unidad independiente en la Paramount. En enero de 1946, Lancaster viajó a Hollywood a hacer una prueba de cámara (screen test) que fue favorable y tuvo luego la fortuna de que se le confiara a hacer The Killers. A partir de ahí los éxitos se sucedieron con rapidez: al terminar 1950 ya había participado en once filmes, incluyendo Sorry, Wrong Number (1948) de Anatole Litvak y Criss Cross (1949) de nuevo para Robert Siodmak.
La década siguiente fue la de su consolidación: fue un alcohólico en Come Back, Little Sheba (1952) y estuvo al lado de Gary Cooper en Vera Cruz (1954) y junto a Kirk Douglas en Gunfight at the O.K. Corral (1957), dos de los westerns en los que participó. Además se convirtió en icono eterno de la historia del cine por el beso apasionado que le da junto a la orilla del mar a Deborah Kerr en la multipremiada producción De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953) de Fred Zinnemann. Que la relación entre ambos en el filme fuera ilícita contribuyó sin duda a la intensidad de la famosa escena.
En cuatro de los filmes que hizo en los años cincuenta, The Flame and the Arrow (1952), Ten Tall Men (1951), The Crimson Pirate (1952) y Run Silent, Run Deep (1958), Lancaster incluyó en el reparto a Nick Cravat, un actor al que conocía desde que ambos eran muy jóvenes y que sabía que iba a poder ayudarlo en las acrobacias que estos filmes requerían. Lo sabía bien, pues ambos crearon en los años treinta un acto acrobático llamado “Lang and Cravat” y se unieron al circo Kay Brothers hacia 1932. Entre shows circenses, vodevil y club nocturnos pasaron esa década, pero en 1939 una lesión en una mano le impidió a Lancaster seguir con su acto. De ahí hasta que se enroló en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial sobreviviría como vendedor y mesero. Sin embargo sus habilidades atléticas y circenses nunca las olvidaría. En la película de Carol Reed, Trapeze (1956), por ejemplo, en la que caracteriza a Mike Ribble —un apesadumbrado ex trapecista lleno de rencor y cinismo que se retiró tras un accidente y que tiene ahora la oportunidad de formar un discípulo—, la mayoría de las veces es realmente a Burt Lancaster a quien vemos en el trapecio y volando de un lado a otro. La película fue tremendamente popular, quizá debido a eso.
Con Trapeze cumplía un viejo sueño: hacer una película sobre el mundo del circo, el medio que había sido su sostén y su aliento. Nada mal para un muchacho que creció en las calles de Harlem y ahí aprendió a hacer acrobacias, mientras por otro lado se destacaba en el equipo de basquetbol de la secundaria. Sus habilidades atléticas le hicieron acreedor a una beca para estudiar en la Universidad de Nueva York, pero terminaría retirándose para enfrentar un futuro —a no dudarlo— incierto. No era ese el destino que hubiera querido para él su madre, Elizabeth, cuando en Nueva York lo trajo a este mundo el 2 de noviembre de 1913, hace ya más de un siglo, pero no sabía ella lo que la buena fortuna le tenía reservada a su pequeño Burton Stephen Lancaster.
Referencia:
1. Kate Buford, Burt Lancaster: An American Life, Nueva York: Da Capo Press, 2000, p. 62.
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia No. 314 (Medellin, octubre-diciembre de 2013), págs. 110-115
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