Ya estamos muertos: El hijo de Saúl, de László Nemes
Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza
-Dante, La divina comedia, canto III
El único letrero antes que se abran las puertas del infierno nos explica lo que es un Sonderkommando: una unidad especial de prisioneros judíos en un campo de concentración, encargada de diversas labores, sobre todo relacionadas con la “industria” que implicaba el exterminio sistemático de los judíos que llegaban al lugar, bien fuera mediante la cámara de gas o la ejecución directa.
Los integrantes de los Sonderkommando, aunque tenían unos privilegios de alimentación y vivienda para por lo menos mantenerlos sanos, estaban también condenados. Pocos meses después afrontaban el mismo destino de los demás, para ser reemplazados por otros recién llegados más fuertes y obedientes. Hecha esta aclaración no nos queda sino entrar al averno que constituye El hijo de Saúl (Saul fia, 2015) y conocer ahí a Saúl Ausländer, un miembro húngaro del Sonderkommando que será nuestro involuntario guía. Acostumbremos a él: no tendemos otro paisaje visual distinto a su rostro, su nuca y sus hombros o su costado. Lo seguiremos a todas partes, presenciaremos la naturaleza -tan mecánica como espantosa- de sus tareas rutinarias, lo veremos ser golpeado, humillado, llevado de un lado a otro y zarandeado mientras trata de conseguir un rabino para darle algún sentido –mínimo- al hecho de seguir aún vivo.
A su alrededor, desenfocado, o fuera de campo: el caos. El director húngaro László Nemes en este, su primer largometraje, quiere que sintamos de primera mano lo que experimentaba quien llegara en un tren a un campo de concentración y fuera de inmediato –entre gritos, golpes, ladridos y ordenes confusas- obligado a dejar sus pertenencias para tomar “una ducha colectiva” de la que no iba a salir vivo. La desorientación y la confusión son totales, solo oímos voces múltiples, vemos figuras difusas que corren a nuestro alrededor, gente que tropieza y cae, llantos, empujones, gritos y más gritos. No logramos ubicarnos, no hay un momento de paz para situarnos y entender dónde estamos y qué ocurre. Pero nosotros seguimos a Saúl, encargado ahora de acarrear montañas de cadáveres, de lavar la cámara de gas, de buscar las pertenencias de valor de las víctimas. Saúl tiene a toda hora una mueca inalterable en el rostro, un rictus que es una mezcla aturdida de pasmo y terror. Ya está anestesiado. Ya nada le importa. O casi nada. Esta sería la crónica de un prisionero útil con los días contados, si no fuera por algo que Saúl atestigua y que le da un asomo de esperanza, un signo que le permite hacer un gesto, quizá irracional y fútil, para sentirse digno.
Por eso busca un rabino. Gracias a esa búsqueda sabemos más cosas de la vida en el campo de concentración: las pequeñas mafias que se forman, el apego a la más ínfima forma de poder, la poca solidaridad entre judíos húngaros, polacos y rusos, el consuetudinario soborno a los guardias, las fotografías clandestinas que toman para que quede registro de lo que allí ocurrió (fueron reales y objeto de análisis en el libro Images in Spite of All de Georges Didi-Huberman), la fragua de un posible plan de fuga, incluso con ayuda de las mujeres prisioneras encargadas de la bodega a donde van a parar todos los bienes que traían los judíos ya asesinados. Todo esto es apenas intuido a medida que Saúl se mueve o conversa con alguien. Son esos desplazamientos y esos fragmentos de diálogo los elementos con los que vamos construyendo en nuestras mentes un precario relato que sabemos muy doloroso.
El rango narrativo es completamente restringido, siempre estamos suponiendo lo que ocurre. De nada hay certeza. Es como si entráramos a una habitación completamente a oscuras pero que sabemos que está llena de peligros: cada paso que nos atrevemos a dar está signado por la aprensión. Mientras más nos adentramos en esa habitación más indefensos somos y más a riesgo estamos de tropezar, caer, irnos a un abismo, encontrar un borde filoso, de darnos contra una pared. Así nos pasa al presenciar este filme, no vemos casi nada, pero estamos seguros del peligro y de la crueldad que subyacen detrás de esas imágenes tan poco claras, como vertiginosas e intensas.
Hay un gran mérito en una película que produzca tal aprensión en el espectador, sobre todo si lo logra gracias a lo que no muestra, al fuera de campo, a lo que alcanzamos a intuir con sonidos y efectos sonoros. El hijo de Saúl se aprovecha de nuestro miedo a lo desconocido y a la oscuridad para hacernos sentir un impresionante desasosiego, un agotamiento que es a la vez físico y mental (derivado también de la exigente propuesta formal). No podemos más de tanto horror, hemos llegado al límite de lo que podemos tolerar. Ya somos como Saúl Ausländer, entes saturados e indolentes.
“Apreciado quien encuentre estas notas: Tengo una petición para usted que es, de hecho, el objetivo practico de mi escritura… que mis días en el infierno, que mi mañana sin esperanza encuentre un propósito en el futuro. Estoy trasmitiendo solo una parte de lo que ocurrió en el infierno de Birkenau-Auschwitz. Usted se dará cuenta cómo lucia la realidad… de todo esto usted tendrá un retrato de cómo nuestro pueblo perecía”. Quien escribió esas palabras fue Zalman Gradowski, integrante del Sonderkommando en Auschwitz, que enterró sus notas en el crematorio con la esperanza que alguien las encontrará y supiera lo que habían padecido allí. Gradowski fue uno de los líderes de la revuelta de los Sonderkommando que con bombas caseras, cuchillos y hachas atacaron por sorpresa a los nazis del campo el 7 de octubre de 1944, matando tres, hiriendo a una docena y emprendiendo la fuga. Esos eventos reales están recreados en El hijo de Saúl sin contexto alguno, son parte del escenario de confusión de todo el filme, y los experimentamos como si fuéramos algunos de los prisioneros no involucrados en el complot, extrañados de ver tal acto de resistencia y rebeldía.
El hijo de Saúl es un filme arriesgado y exigente. Utiliza un rostro humano (el del ex profesor y poeta Géza Röhrig) para hablarnos de deshumanización, del proceso de degradación y desnaturalización al que es llevado un ser sometido a una crueldad que supera a la imaginación. Si nos fijamos, el director László Nemes extiende ese proceso más allá del personaje de Saúl Ausländer y lo lleva hasta los prisioneros que van a morir, convertidos en una masa informe despersonalizada, en “pedazos” antes que en “personas”. Se constituye entonces en un inesperado e involuntario reflejo de lo que los nazis pretendían. Una lección en primera persona, punitiva y virulenta. “Ya estamos muertos”, responde Saúl al reclamo de un compañero. Es cierto. Solo vemos espectros en El hijo de Saúl. Solo que algunos aún respiran.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.