El hombre de las dificultades: Nixon, de Oliver Stone
Lo más ofensivo de Nixon (1995) es una advertencia que al principio de la película nos informa -palabras más, palabras menos- que lo que estamos a punto de ver es “una recreación documentada, basada en investigaciones de archivos históricos y periodísticos”. Y digo ofensivo porque semejante declaración suena a genuflexión obligada ante las presiones de productores y políticos, atemorizados ante lo que Oliver Stone se atreviera a contar. Y la ofensa, repito, la hace Stone sobre su propio cine, sometido de esta manera al poder de aquellos ajenos al celuloide. Afortunadamente, el asunto no pasa de una advertencia: un director puede traicionar la verdad, pero no sus principios, su manera de ver el cine. Y en esto Stone no nos ha defraudado. Nixon es una pieza que encaja sin ningún reparo en su filmografía, ha heredado su inconfundible estilo y, sin embargo, navega con su propio aliento.
Creo que uno de los mayores aciertos de Stone fue el haber desistido de competir con la historia al negarse a disfrazar a Anthony Hopkins: Hollywood tiene la suficiente capacidad de maquillaje y efectos como para transformar al actor inglés en una copia de Richard Nixon, pero al conservar su aspecto físico y apoyarse tan sólo en gestos y manierismos, se logró una identificación con el personaje que supera el mero parecido externo para conseguir un efecto mejor: que en la figura de Anthony Hopkins veamos reflejado -no imitado- a Nixon. Sin embargo, algunos críticos norteamericanos han fustigado con dureza el trabajo del actor, anotando que la personalidad fría e inexpresiva de Nixon no se compadece con la intensidad dramática que le ha impreso Hopkins. Pero pienso que esa misma intensidad es la de la película. Durante las poco más de tres horas de su duración, el filme es un constante devenir de imágenes, cortesía del director y de su fotógrafo Robert Richardson, cuyo estilo visual veloz, ampuloso y por momentos saturador es ya una impronta visual del cine de Oliver Stone.
La película en sí tiene una estructura circular con un constante avanzar y retroceder en el tiempo que por momentos logra confundir al espectador poco atento. El paradigma a imitar -¿a homenajear?- es, claro, Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) y hay varias escenas en Nixon que reflejan la atmósfera de la obra maestra de Welles, como aquella del noticiero documental y la de la discusión de la pareja durante una cena. Pero donde más se acercó Stone a la figura de Charles Foster Kane fue en el tono trágico de esta película, que hace de Nixon -en su comportamiento ambiguo y calculador- uno de los pocos personajes de veras humano de su cine, habitualmente sumergido en un mar de caricaturas insensibles. No sé si el director ha sentido compasión aquí o si quiso dejar que seamos los espectadores quienes juzguemos la conducta del expresidente antes que hacerlo él, pero de todos modos no hay duda de que hay aquí un retrato de un hombre al que Stone se ha sentido cercano. Pero no por esto su acercamiento deja de ser especulativo: el hombre que vemos sucumbe por momentos al alcohol, mientras rememora con pesar a sus dos hermanos muertos, viviendo a lo sombra de la imagen perturbadora de su madre y la de John F. Kennedy, cuyo muerte fue, en últimas, lo que facilitó su llegada al poder.
Probablemente la mayor dificultad que esta película afronte en nuestro medio y que afecta sin duda la capacidad de juzgarla, es el desconocimiento que tiene el espectador promedio sobre los hechos políticos que confluyeron en el escándalo del Hotel Watergate y, aunque la cinta se esmeró en desenredar esta maraña de nombres y hechos, es sin embargo muy difícil captar y comprender con claridad lo que está ocurriendo en medio del bombardeo visual que Stone arrojó sobre nosotros, si no hay un conocimiento mínimo previo de lo que ocurrió en esa época. Y pretender esto es utópico, sobre todo en nuestro medio en el que el acercamiento al cine es escapista. De ahí que dudo que Nixon encuentre un grupo amplio de público y que disfrute de una larga vida en cartelera. Quizás lo único que impulsa a verla entre nosotros sea la supuesta similitud de los hechos que circundaron la caída de Nixon con la compleja situación política colombiana de la actualidad y cuyos puntos en común no dejan de ser casualidades vagas que nuestro inefable tropicalismo noticioso trató de aprovechar en la búsqueda -afanosa y sin escrúpulos- de sintonía. Parangones más profundos quedan de cuenta de expertos en asuntos políticos, cuyas conclusiones superarán, sin duda, los alcances de esta publicación.
Otra cosa es el interminable y complejo tema de la verosimilitud de este filme. Creo que no sobra repetir que el cine no tiene porqué ser un reflejo fidedigno de lo histórico: lo que de histórico tenga una película, no puede convertirse en su fin último. Si así fuera, todos los filmes basados en episodios reales serían largas peroratas documentales donde no cabría la libertad artística. Sobre esto, anota Henry Kissinger que “en una era en que la mayoría de la gente obtiene su comprensión del pasado en el cine y en la televisión, más que de la palabra escrita; la verdad no es una responsabilidad que los cineastas puedan hacer a un lado como una víctima incidental de la licencia creativa” (1) y, antes, en el mismo artículo, “irónicamente, la verdad hubiera ofrecido un fondo mucho mejor para la narración que pretende hacer Stone sobre la caída de una personalidad exitosa” (2). Me gustaría mucho ver una película sobre Nixon dirigida por Kissinger: sería tanto o más fantasiosa que la visión de Stone, pero mucho más aburrida.
Además, no olvidemos que una cosa es “la verdad oficial” y otra muy distinta es la realidad. Sólo atestiguando un hecho podríamos -si nuestra imaginación no lo matiza- contar con fidelidad qué pasó, los demás solo tienen versiones. Y si tenemos que creer las versiones -amañadas, retorcidas- de los políticos, ¿por qué no íbamos a creer en la versión de Stone? El Vietnam de Platoon (1986), el fiscal Garrison de JFK (1991) y el Jim Morrison de The Doors (1991) son la idea que sobre la guerra, el caso de Kennedy y los Doors tiene Oliver Stone y no necesariamente tienen que ser retratos exactos de la realidad.
Sin embargo, una de las suposiciones de esta película que más han causado ampolla es la de la conspiración, vieja teoría que Stone sostiene desde JFK y que relaciona una “conexión cubana” que, ante el fracaso de las operaciones para liquidar a Castro, se desvió hacia el asesinato de Kennedy, contando con el aval de poderosos grupos de derecha. Otras licencias que ha reconocido el director implican reuniones ficticias entre personajes y algunas fusiones de hechos para darle agilidad a la narración. De todos modos, el acercamiento de Nixon es mucho más objetivo que el de JFK, lo que se justifica por ser hechos de un más amplio domino público, al menos parcialmente, pues de los cuarenta y cuatro millones de páginas de textos escritos y de las cuatro mil horas de grabaciones originadas en la Casa Blanca durante la época, se conocen tan solo cinco millones, y sesenta y tres horas de audio respectivamente (3). La punta del iceberg, en otras palabras. Con todo, para mí, esta versión fílmica de la crisis presidencial de los años setenta está abierta a más lecturas que la que nos mostró Pakula en Los hombres del presidente (All the President´s Men, 1976), a la que Nixon podría servir de complemento. Reconozco que hay otra mirada al tema que no he tenido la oportunidad de ver, la de Robert Altman en Secret Honor (1984), de por sí una curiosidad viniendo de tan particular director.
Habitado por sus fantasmas personales, Stone se ha convertido lentamente en el improbable autor, aquel que nos revela con frialdad y crudeza aquello que más le duele como cineasta y como ser humano tocado alguna vez por el demonio de la guerra. Puede que en ocasiones no concordemos con él o que su mirada nos obligue a bajar los ojos con rubor y dolor, pero tenemos que reconocerle su valor y la fidelidad hacia sus principios. Honestidad, creo que le llaman a eso.
Referencias:
1. Periódico El Colombiano (11/02/96), pag. 12D
2. Ibidem
3. Village voice (2/1/96), pág. 12
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 36 (Medellín, vol. 7, 1996), págs. 48-51
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1996