El hombre que mira las cámaras: Gigante, de Adrián Biniez
Hay una corriente del cine latinoamericano que ha optado por las películas de argumentos sencillos, que nos relatan historias de seres de otro modo casi invisibles para los “grandes temas” del cine. Una mezcla de presupuestos limitados, interés en la situación social de nuestros países y una sensibilidad por lo cotidiano ha hecho que florezca este tipo de filmografía, en contraposición al cine de compromiso político, severa crítica y abierta denuncia, que en otros tiempos parecía ser la norma. Autores como los argentinos Carlos Sorín, Daniel Burman y Adrián Caetano, o los uruguayos Rebella (ya fallecido) y Stoll cultivan este tipo de cine, al que también habría que adherir a Adrián Biniez, el novel director de Gigante (2009).
Los tres galardones que obtuvo el año anterior en Berlín, el premio Horizontes en San Sebastián y los máximos honores del Festival de Cine de Cartagena confirman que estamos ante una perla preciosa del cine latinoamericano. Una historia elemental, contada con meticulosidad y una gran capacidad de observación para esperar y encontrar el detalle mínimo que adorne una puesta en escena tan aparentemente estática como aparenta estar un volcán minutos antes de entrar en erupción.
El argumento es una mera anécdota: Jara es un guardia de seguridad que se encarga de supervisar las cámaras de vigilancia nocturnas de un supermercado, que lentamente se va entre obsesionando y enamorando de una aseadora del almacén, a quien vigila durante sus horas laborales y luego sigue en sus horas de descanso mutuas para tratar, desde la distancia, de saber quién es ella. Jara -a pesar de su enorme tamaño físico- es un niño grande, tímido y retraído, incapaz de acercarse a esta mujer y expresarle de modo directo su interés. Gigante nos muestra sus esfuerzos callados para estar cerca del objeto de sus afectos, tanto con la ayuda de la tecnología (cámaras que son como los ojos de Dios) como de su callado espionaje diurno.
El director Biniez apela a los tiempos muertos, a los silencios, al humor que surge de las situaciones completamente banales que esta pareja dispareja comparte. Se puede apreciar un logrado manejo del absurdo, que es tomado del cine del finlandés Aki Kaurismaki y del japonés Takeshi Kitano, en la capacidad de hacernos reír a partir del estatismo, la impasibilidad y la falta de reacciones de un personaje con una vida personal opaca, que quizá en otro tipo de película se hubiera convertido en un psicópata. Por fortuna, Biniez le tuvo cariño a un hombre simple, quizá algo impulsivo, pero con un corazón gigante. Como esta hermosa película.
Publicado en el periódico El tiempo (Bogotá, 17/04/10) Pág. 1-22
©Casa Editorial El Tiempo, 2010