Exhibición humana: El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania
En la espalda del suizo Tim Steiner hay un gran tatuaje de la virgen María rodeado de varias imágenes alegóricas. Hay muchísimas personas tatuadas en el mundo, pero este tatuaje particular lo hizo el artista belga Wim Delvoye pagándole a Tim por el derecho a usar su espalda, lo que lo obliga además a estar en tres exhibiciones anuales en las que se sienta quieto en una sala de un museo a presenciar como el público admira el tatuaje en su cuerpo. Cuando Tim fallezca sabe que van a enmarcar esa región de su piel, por la que un coleccionista privado ya pagó 150.000 euros. Aclaro que este no es el argumento de El hombre que vendió su piel (The Man Who Sold His Skin, 2020), de la directora tunecina Kaouther Ben Hania, este relato es real. Esta fue la anécdota, casi inverosímil, que sirvió de inspiración para su filme.
A partir de esa premisa, la realizadora complejiza y lleva al extremo las cosas para acentuar sus propósitos de denuncia frente al arte contemporáneo y sus excesos. Va a convertir a Tim en Sam Ali (Yahya Mahayni), un exiliado sirio en Beirut, que necesita dinero y una visa para viajar a Bruselas a reunirse con su novia Abeer (Dea Liane). Ante la necesidad y las carencias, llega la propuesta de un artista plástico en la vena de Damien Hirst, llamado Jeffrey Godefroi (Koen De Bouw), un belga que convierte la espalda de Sam en un lienzo y a él en un objeto. Paradójicamente esa despersonalización le da la libertad y la visa que requiere para volar a Europa.
Pero Sam hizo un pacto con el diablo y a lo que asistimos, no sin bochorno, es a su desmoronamiento como ser humano, pues pasa de ser una persona con nombre y una identidad, a ser el soporte, el marco, de un tatuaje que lleva la impronta de Jeffrey Godefroi. Va ser explotado y exhibido, como si estuviera en un zoológico; va a ser luego negociado, subastado y vendido. Es una espalda y nada más. No deja de ser curiosa la cantidad de espejos que aparecen en la película: ninguno sirve en realidad para ver nuestra espalda. Sam no presencia el efecto entre curioso y morboso que esa tinta produce entre la gente que va y lo mira.
Esa misma gente, así como los coleccionistas y negociantes de arte que vemos acá, no se interesa por Sam, no les importan sus necesidades y anhelos, lo cuidan y lo protegen como se protege a un óleo, pero nada más. La película pasa –aparentemente- por el terreno del absurdo cuando es exhibido en una casa de subastas, pero es probable que esto mismo le haya pasado a Tim Steiner, como si fuera lo más natural del mundo negociar, sin su consentimiento, la piel de un ser humano. Acá la película se hermana –en el sonrojo- con The Square (2017), pero sin el sarcasmo de aquella, solo el bochorno es mutuo.
En el fondo, El hombre que vendió su piel, es una historia de amor sobre lo que un hombre es capaz de hacer con tal de no perder al esquivo y casi imposible objeto de sus afectos. Pero en el camino hacia esa mujer de sus sueños, Sam -aunque inicialmente se sienta arte- perdió su alma, traficada a cambio de una libertad que en realidad no existía, prisionero de unas condiciones contractuales que lo atraparon y le quitaron nada menos que su identidad como sr humano. Se convirtió en un bien transaccional en un mundo que, como el del arte contemporáneo, carece de alma.
Sin duda la película plantea dilemas relevantes, pero se queda en el anécdota epidérmica (el final es prueba de ello), como si temiera que tener los dientes más afilados fuera inconveniente para unas posibles intenciones comerciales, preferibles para la directora y sus productores a la admiración crítica frente a una obra que, aunque valiosa, merecía ser más arriesgada y caustica. Tenía material humano para serlo.
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