El hombre que vio desnuda a la reina: El paciente inglés, de Anthony Minghella
Pasado el carnaval de los premios Oscar, ha quedado una sola película con una cantidad apreciable de estos discutidos galardones: se trata de El paciente inglés (The English Patient, 1996), de Anthony Minghella, cinta que deberá cargar ahora con el peso de nueve Oscares, responsabilidad que la pone en la mira no solo de un amplio público, sino también ante los ojos de la crítica que van –ambos- a exigirle cuentas ante su repentino éxito.
Pero sería iluso creer que a los realizadores de este filme les han cogido por sorpresa los premios alcanzados: tras El paciente inglés se encuentra la mano de Saul Zaentz, un productor de enorme experiencia orientado al cine de gran escala que, sin arriesgar en exceso lidiando con veleidades personales de directores rebeldes o con caprichos vanguardistas, logra, sin embargo, productos sólidos que impresionan a los desgastados miembros de la Academia de Hollywood. A él, por ejemplo, le debemos dos obras norteamericanas de Milos Forman, las ganadoras Atrapado sin salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975) y Amadeus (1984). Como vemos, el triunfo le es caro a sus afectos. Y entonces podríamos decir que El paciente inglés estaba condenado a ganar: Zaentz no esperaría menos.
De esta manera el productor se rodeó de un equipo de trabajo excelente, que le diera los réditos que él deseaba. Al contar con el concurso de John Seale, el fotógrafo de Barry Levinson en Cuando los hermanos se encuentran (Rain Man, 1988); el músico Gabriel Yared, la experimentada diseñadora de vestuario Ann Roth, un montajista y sonidista como Walter Munch; Stuart Craig como escenográfo: actores de carácter como Ralph Fiennes, Kristin Scott Thomas y Juliette Binoche, y una novela de muy buena factura del escritor Michael Ondaatje, y entregarle todo esto a las manos de un director de escasa trayectoria -que no impusiera su criterio- Saul Zaentz sabía que estaba fraguando un nuevo y rotundo éxito. Tenía todo a su favor: una narración de corte épico, una historia de traición y de amor trágico en medio de la Segunda Guerra Mundial y enmarcado todo por la pasmosa vélelas del desierto africano. No quería y no podía fallar, y no lo hizo.
Ante la arrogancia de estos propósitos, la actitud casi que natural de la crítica es la de denunciar tal manipulación, señalando con vehemencia lo que no ve como nada distinto a una pose falsa disfrazada de gran arte. Pero al atacar indiscriminadamente a este filme lo que se está haciendo es ahondar más la brecha con el gusto del espectador, que no entiende como alguien puede destrozar una cinta que le ha emocionado y conmovido. No se trata, obviamente, de ocultar las fallas e incongruencias de este filme, pero sí de ponderar en sus justas proporciones a una película elegante y con una propuesta mucho más decente que la mayoría de las cosas insulsas que vemos hoy en día. Cuando se apela a una exacerbada subjetividad y aun prurito crítico lleno de intolerancia se olvidan las cualidades que este filme también tiene.
Historia de una promesa por cumplir
Me duele que este filme sea comparado y puesto a la altura de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962) y de Refugio para el amor (The Sheltering Sky, 1990). No es posible, ni siquiera como ardid publicitario, pretender que El paciente inglés sea una obra épica al nivel del clásico de David Lean y menos que logre las cotas de intimidad y tragedia que la cinta de Bertolucci alcanzó. Estas comparaciones, que pretenden darle altura a la película, terminan logrando el efecto opuesto: crear una falsa expectativa que impida que el filme sea apreciado en su justa medida.
¿Y cuál seria esa justa medida? Esta película no va a partir en dos la historia de los dramas románticos, ni es la narración más hermosa que yo haya visto ambientada en un desierto, ni muestra a ninguno de los actores en la cumbre de su carrera, pero no puedo negar que tiene momentos de singular belleza. Es más, ya es suficiente bella al haber optado por un tema romántico en esta época insufrible en que el cine parece reducido a abaleos inmisericordes, procacidades de toda laya, bajas escenas de alcoba y todos los etcéteras que ustedes puedan suponer. Se habla mucho en estos tiempos de cine poético y estoy seguro que no se refieren a El paciente inglés cuando utilizan esta expresión, pero la cámara del australiano John Seale logra por instantes un jugueteo feliz con las sombras en las dunas del desierto que alcanza niveles de asombro –no de poesía- y es por lo general un trabajo fotográfico limpio y que muestra oficio y calidad técnica. Aún más, las escenas de Toscana tienen un color y una iluminación que son notoriamente distintos a los de las escenas del desierto y eso indica una labor artística que se realizó con gusto y cuidado, al igual que la banda sonora donde resuenan armónicamente Bach y la partitura original de Gabriel Yared.
La lente de Seale ilumina los rostros de Ralph Fiennes, el actor inglés que Spielberg nos mostró en La lista de Schindler (Schindler´s List, 1993) y de Kristin Scott Thomas, una mujer de curiosa belleza y que habíamos visto en Cuatro matrimonios y un entierro (Four Weddings and a Funeral, 1994), de Mike Newell. Ambos cumplen una actuación un poco fría, pero su inclusión en el reparto fue un acierto, al caracterizar con propiedad a un par de seres víctimas de los estragos del amor. Sus palabras y sus promesas tienen el valor de los ojos enamorados, y la trama realmente se desarrolla cuando están juntos. Hay un trabajo sutil de primeros planos, de miradas fugaces, de manos que se buscan y de un deseo irresoluto, que muestra que esta pareja de actores logró compenetrarse con unos roles trágicos y sensibles. Es su presencia uno de los elementos –junto al trabajo técnico- que redimen la cinta, que padeció de grandeza y por lo general sucumbió a ella.
Un paciente en estado crítico
De El paciente inglés sorprende negativamente ante todo el distanciamiento de la historia, que solo en pocas ocasiones logra contagiar al público, que no siente cercanos a esos personajes refinados y cosmopolitas. Las relaciones entre los personajes conservan este mismo tono glacial y ausente, donde surgen amores y desamores poco elaborados y poco creíbles. Si los personajes no están bien construidos es difícil que la historia marche y en este caso ocurre así: los sucesos se desenvuelven morosamente, casi con pena. El propio director Minghella, con alguna experiencia como dramaturgo, fue quien realizó la adaptación del texto de Ondaatje, y su labor no es muy lograda. La corta carrera del director de 43 años, nacido en Ryde (Inglaterra) de padres italianos, incluye filmes como Truly Madly Deeply (1990) y Mr. Wonderful (1993), películas que no fueron distribuidas en nuestro medio, además de un breve periodo en la producción de seriados de televisión.
La novela El paciente inglés, publicada en 1992 obtuvo el Booker Prize para su autor, el poeta, narrador, crítico, editor, catedrático y realizador fílmico Michael Ondaatje, nacido en Sri Lanka en 1943, pero residente en Canadá desde hace treinta y cinco años. Que no conozcamos su tryaectoria dice mucho de nuestro aislamiento cultural: narraciones como Coming Through Slaughter (1976) o In the Skin of a Lion (1987), y colecciones de poemas como The Collected Works of Billy the Kid: Left-Handed Poems (1970) y There’s a Trick with a Knife I’m Learning to Do (1979) le han hecho merecedor de un buen número de premios, sin mencionar su labor tras la cámara, en filmes como el corto documental Sons of Captain Poetry (1970). Conocedor del lenguaje audiovisual, los textos de Ondaatje están permeados por un tono documental de compleja estructura formal, pero así mismo se componen de imágenes que es posible plasmar en la pantalla. Sin embargo el acercamiento de Minghella a la obra original no es del todo claro: la manera inconexa y de corte episódico en que están relatados los hechos le quita agilidad y le añade confusión a una historia que en el plano literario no dudo que es hermosa.
Pensemos en El paciente inglés contada solamente desde el punto de vista de la relación entre el conde de Almasy (Ralph Fiennes) y Katherine (Kristin Scott Thomas) como un hecho presente y en desarrollo y no como un evento pasado. Vista así la historia se hace más simple, pero así mismo más clara: la película es en realidad sobre ellos dos y su trágico destino. Lo demás son arandelas, añadidos, espejos distractores que prolongan demasiado una historia que se torna larga y estacionaria. Por eso los papeles de Hana (Juliette Binoche) y Caravaggio (Willem Dafoe) salen sobrando: no tienen una función concreta, no aportan nada y no harían falta si no estuvieran ahí. Pero bueno, ahí están: siempre he admirado a Juliette Binoche y me alegra que a una actriz tan talentosa le hayan otorgado un Oscar, pero este no es uno de sus roles más interesantes. Se ve incómoda, postiza y víctima de un guion miope que no supo aprovechar la sutileza de un actriz a la que Kieslowski puso a representar a la libertad. Triste es además que se haya desaprovechado el enorme potencial del desierto, que en muy pocas ocasiones es protagonista y en la mayoría de los casos es simple decorado. Las enormes dunas, la infinita arena que se funde con un horizonte de un rabioso azul, las rocas y oquedades daban para hacer de ellas parte de una metáfora visual acerca de la soledad y el amor no correspondido.
A pesar de todo, no he dudado en recomendar este filme a todo aquel que me ha preguntado por él. No podemos darnos el lujo de despreciar películas que, como esta, todavía tienen al ser humano como protagonista. En la medida en que el público vea este tipo de largometrajes podrá llegar a formarse un espectador sensible que un día exija obras de calidad y no se conforme pasivamente con las cosas mediocres que hoy nos muestran. Recordemos también que no todo el cine que vemos tiene que ser una obra maestra, ni todas las películas que apreciamos tienen que transformar nuestro existir. A veces es suficiente una película que con palabras sencillas nos cuente una historia que nos haga soñar, pensar, recordar un instante ya lejano en la memoria o, como esta, sentir que somos débiles ante el amor.
En la historia que Katherine cuenta una noche al lado del fuego, un hombre ha visto desnuda a la reina. La hermosa soberana le da la alternativa de matarse por su osadía o de asesinar al rey y quedarse con ella. El hombre, afortunadamente para él, opta por la segunda opción. En El paciente inglés, Almasy es el hombre que vio a la reina desnuda: contempló al amor convertido en el cuerpo de una mujer y quiso hacerlo suyo. Pero en este caso, ante la alternativa, este hombre optó por los dos caminos. Tuvo que pagarle a la vida por el amor –fugaz, pero infinito- que se atrevió a tocar un día.
Le pasó a él, nos pasa también a muchos.
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 40 (Medellín, vol. 7, 1996), págs. 40-43
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1996