Todo el mundo está mirando: El juicio de los 7 de Chicago, de Aaron Sorkin
El mural fotográfico es enorme: los tres páneles que lo componen miden en total 3.65 metros de ancho y 2.59 metros de alto. En el primero de ellos están Lee Weiner y John Froines; en el segundo están Abbie Hoffman, Rennie Davis y Jerry Rubin, y en el tercero están Tom Hayden y David Dellinger. Las fotografías son de cuerpo entero, en blanco y negro, sobre un fondo blanco. Las tomó Richard Avedon y a ese tríptico lo bautizó “The Chicago Seven, November 5, 1969”. Se exhibió por primera vez en el Minneapolis Institute of Art en el verano de 1970, como un símbolo de resistencia a una causa en la que él creía y que ya en ese momento había sido juzgada por el tribunal. Las fotografías tienen una curiosidad simbólica: la parte derecha del cuerpo de Abbie Hoffman se cuela en el primer cuadro y prosigue en el segundo. E igual pasa con el lado izquierdo del cuerpo de Jerry Rubin, que traspasa el segundo cuadro y llega al tercero, como un recordatorio de que una de sus acusaciones fue traspasar las líneas estatales para provocar una revuelta durante la convención demócrata en Chicago de agosto de 1968. Todos representaban a diferentes agrupaciones: Students for a Democratic Society, Youth International Party (Yippies) y Mobilization to End the War in Vietnam (The Mobe), pero su objetivo era común, aunque sus intereses no lo eran tanto. Un octavo acusado, Bobby Seale, era el líder de las Panteras Negras, pero su juicio fue declarado nulo.
En ese verano de 1968 todo el mundo parecía estar mirando hacia ahí y eso lo sabían esos jóvenes que buscaban protestar contra la guerra de Vietnam y que todos los vieran y escucharan. El cinematografista Haskell Wexler estuvo ahí y utilizó las protestas para dar pie a esa película tan simbólica y tan valiente como lo es Medium Cool (1969). De ahí en adelante se han hecho una gran cantidad de documentales y películas de ficción sobre el tema, algunas intrascendentes, otras en el terreno del cine arte, el homenaje o la parodia.
Faltaba una en los terrenos del cine mainstream y el encargado para hacerla fue un hombre con excelentes pergaminos. Con Apuesta maestra (Molly’s Game, 2017), el hasta entonces guionista neoyorquino Aaron Sorkin –ya premiado con el Óscar por Red social (The Social Network, 2010)- se decidió a probar suerte en la dirección con un guion de su autoría. Tuvo éxito con ese filme y quizá entendió entonces que nadie pone mejor en escena un guion que aquel que lo escribió, tal como lo supieron Billy Wilder, Woody Allen y los hermanos Coen, por mencionar tres ejemplos evidentes. Ahora regresa a la dirección con otro guion de su autoría, el de El juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, 2020), una producción original de Netflix, que recrea para los ojos contemporáneos lo que fue ese juicio y sus implicaciones políticas.
Sorkin requería de un gran reparto para esta historia coral y pudo conseguirlo: Mark Rylance, Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Frank Langella, Joseph Gordon-Levitt y una aparición breve de Michael Keaton son la parte fundamental de una nómina donde notoriamente no hay personajes femeninos relevantes. Era necesario un reparto de peso porque esta es una película de diálogos. Los dramas de cortes judiciales, que son cruces verbales entre abogados de bandos opuestos, y declaraciones de acusados y testigos ante un juez, un jurado y un público (entre el que nos encontramos), exigen unos parlamentos de gran ingenio para cautivar a la audiencia, que de otra forma no resulta conectada a los procedimientos judiciales protocolarios. Los giros dramáticos surgen de los testimonios de los testigos o de pruebas aportadas a último momento, porque realmente toda la acción está contenida dentro de las paredes de la corte.
Aaron Sorkin recurrió a utilizar flashbacks –que incluyó material de archivo de la época- para sacar la acción del estrado judicial y darle un poco de aire a un accionar que avanza con enorme agilidad y una desfachatez que por momentos parece rayar en la sátira y en la trivialización de los hechos (cortesía de los personajes que interpretan Sacha Baron Cohen y el impagable Frank Langella), pero que se entiende en el contexto contracultural y contestatario que se vivía en ese momento, y que perfectamente se aplica a la polarización política estadounidense contemporánea, que bordea a veces en lo inverosímil.
El juicio de los 7 de Chicago tiene un don escaso: saber entretener mediante la inteligencia. Es, qué duda cabe, la película de un guionista. Y eso la dota de una cadencia y de un ritmo que impide que saquemos los ojos de la pantalla, completamente compenetrados con las imágenes y con lo que estas nos están diciendo: que en ese entonces y ahora protestar contra el statu quo será sujeto de represión, que la guerra conviene a algunos intereses poderosos, que la imparcialidad no es garantía en las altas cortes. Sorkin aspira con su filme a que todos sigan mirando. Y prestando atención por fin.
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