El lado oscuro brilla más: Terciopelo azul, de David Lynch
“Es como El mago de Oz vuelta filmar con un guion de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon”
-J.G. Ballard
“Terciopelo azul es una historia de amor”
-David Lynch
¿Solo tiene usted 5 minutos para ver Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986)? Muy bien. Entonces solo observe la primera secuencia y entenderá todo: afuera brilla el sol, crecen las flores de encendidos colores, pasan los bomberos saludando, los niños van rumbo a la escuela, un hombre riega su jardín. Es el perfecto reflejo de la sociedad norteamericana impoluta y armónica. Pero cuando ese mismo hombre –manguera en mano- sufre una apoplejía y cae al suelo, la cámara se acerca a él y se va introduciendo entre el césped para revelarnos ese mundo subterráneo, oscuro y tenebroso, lleno de agresivos insectos que se arremolinan caóticos y se matan entre sí. Eso es lo que subyace a esa sociedad tan pulcra, eso es lo que carcome el piso, aparentemente firme, por el que caminan los personajes de este filme.
David Lynch se tomará las siguientes dos horas en explicar su tesis, pero en el prólogo del filme dejó esa brillante metáfora-síntesis para los espectadores que tuvieran prisa. Los demás asistiremos a una obra densa, sin duda brillante en su concepción, pero extremadamente cruel en su radiografía social y en su pesimismo hacia la incorregible bestia humana. No hay sueño que no quede maltrecho, ni conciencia que no se malogre en el universo virulento de Terciopelo azul.
El pueblito maderero se llama –apropiadamente- Lumberton y es un improbable cumulo de lugares comunes de la América WASP (White Anglo-Saxon Protestant) feliz e ingenua. Es tierra bendecida y a salvo de todo mal y peligro. Lynch quiere demostrar que no. A tambalearse empiezan las certezas de Lumberton cuando Jeffrey (Kyle MacLachlan), el hijo universitario del hombre que sufrió la apoplejía, encuentre en un camino rural una oreja. Sí, una oreja humana cercenada a alguien y arrojada al suelo.
La búsqueda del dueño de esa oreja se convierte en el propósito vital de Jeffrey, que ayudado por Sandy – la hermosa hija de un detective de la policía local- emprende por su cuenta una investigación, casi que jugando a descubrir un misterio criminal. Descubrirá más de lo que había supuesto. Descubrirá el lado más oscuro de la naturaleza humana, tanto la ajena como la propia. Y descubrirá también que esa oscuridad peligrosa –representada en una mujer, Dorothy- le fascina de manera inquietantemente morbosa. Ella es el anverso de Sandy (Laura Dern) y del mundo de fábula que su pureza representa y que Lynch equipara en términos cinematográficos al universo fílmico de Frank Capra, idealista y patriotero, y que aquí se retrata con un dejo de explicita ironía. En el otro lado, Dorothy Vallens (interpretada por Isabella Rossellini, en un rol en el que es víctima, pero también victimaria) y lo que ella encarna es barroquismo, noche, tentación, deseo, secretos inconfesables, fetichismo, aberraciones, dolor que deviene en placer puro.
Lynch retrata ese universo –ejemplificado en el apartamento de Dorothy- como si se tratara de un escenario teatral, como si ahí alguien estuviera representando siempre un papel: sumisión, poder, brutalidad, desviación sexual. Cada quien puede ponerse ahí la máscara que elija, o dejar la que porta habitualmente y revelarse como realmente es. Frank Booth (Dennis Hopper), el maniaco villano de este filme, se pone siempre la del sadismo más extremo. Dorothy ha aprendido a disfrutar su máscara de humillación y degradación sexual. Jeffrey juega primero al voyeur (¿al verlo en ese clóset no sintieron un déjà vu con Anthony Perkins espiando a Janet Leigh en Psicosis?) y luego pretende redimir a Dorothy, y por el camino saciar su ansia de sexo, no satisfecha por Sandy. Con esos elementos Jeffrey se embriaga, a sabiendas que está participando de un juego realmente muy arriesgado que compromete, incluso, su seguridad personal. Pero nada parece saciar su sed, la sed de quien ha vivido siempre en una especie de fantasía onírica azucarada y ahora se despierta para enfrentarse por primera vez a un licor fuerte, tan áspero en la garganta como inolvidable en su capacidad de deleite y satisfacción. La pompa de jabón en la que siempre ha vivido Jeffrey explota y, curiosamente, la pesadilla que ve le gusta. ¿Se imaginan un filme de iniciación a la adultez –del famoso coming- of-age– más agresivo?
Es la tensión entre esos dos mundos, que se genera cuando Jeffrey se atreve a pasar al lado oscuro, la que hace girar esta película. Lo expresó Lynch en una entrevista realizada en 1987: “Siempre existe la superficie de algo, y una cosa completamente diferente es lo que hay debajo de esa superficie, como electrones que se mueven agitados, pero que no podemos ver. Eso es lo que hacen las películas, mostrar ese conflicto” (1). Sin embargo esos dos mundos están hermanados en más de una forma. Lynch los pinta con una atmósfera kitsch y con brochazos de caricatura. Es tan ridícula la casa perfecta de la mamá de Jeffrey como el apartamento-escenario de Dorothy. Es tan gritona la virginidad de Sandy como la ninfomanía masoquista de Dorothy. Suena tan bien Blue velvet en la voz de Bobby Vinton y con un cielo azul de fondo, como en la de Isabella Rossellini en un bar lleno de humo. Es tan de cartón el detective Williams como lo es Frank y sus pandilleros, que son en lo que se convirtieron los estudiantes revoltosos –de los que Dennis Hopper hacía parte- de Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955).
Corriendo junto al productor Dino De Laurentiis los riesgos que hubiera que correr, ese personalísimo autor que es David Lynch desnuda de golpe a la sociedad norteamericana y le muestra al mundo lo que sus alegres y castos ropajes cubrían: la enfermedad moral que la consume y que la tiene tambaleante. Lynch no tiene piedad, ya está cansado de tanta farsa. Al momento del estreno del filme buena parte de la crítica de cine norteamericana se fue sobre él, al sentir atacados sus valores, al verse retratados por dentro, al suponer que abusaba de una actriz y modelo tan apreciada como Isabella Rossellini.
Ni siquiera pareció calmarlos el final feliz con el petirrojo en la ventana de la cocina del hogar de Jeffrey, que tiene entre su pico un oscuro insecto, representando el triunfo de la luz sobre la oscuridad. ¿Será que notaron acaso que el petirrojo es falso, tan solo un burdo pájaro mecánico? Lynch, señores, se salió con la suya. El tiempo se ha encargado de demostrarlo.
Referencia:
1. Jeffrey Ferry. Blue Movie. En: Richard A. Barney (ed.) David Lynch interviews. University of Mississippi Press. 1a Ed., 2009. Pág. 46
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 97 (Medellín, enero-marzo, 2012), págs. 102-104
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2012
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