Espectros en el neón: El misterio de Soho, de Edgar Wright
¿Quién no hubiera querido vivir en la Europa de los años sesenta del siglo XX? Haber podido ser parte de la swinging London y ver surgir a The Beatles, ser testigos del apogeo de la nouvelle vague francesa, o haber estado en uno de los clubs de la Via Veneto romana, se antoja un sueño romántico irresistible para cualquiera que mire al pasado con nostalgia. Pero la realidad de esos años fue tan festiva como dura, y el cine mismo se ha encargado de contarnos que por cada sueño cumplido en esos años tan fervorosos hubo cientos que se estrellaron contra el piso de la realidad. Yo la conocía bien (Io la conoscevo bene, 1965), de Antonio Pietrangeli, realizada precisamente en la mitad de esa década, da testimonio de primera mano de que el camino del éxito no era exactamente recto, sino más cercano a una jungla enmarañada llena de depredadores.
Algo así va a experimentar Eloise Turner (Thomasin McKenzie), una joven tímida de unos veinte años que vive en un área rural de la Inglaterra actual y que fue admitida a estudiar diseño en Londres. Criada por su abuela, Peggy (nadie menos que ese icono del free cinema que fue Rita Tushingham), Eloise idolatra la música, la moda, el cine y todo lo chic que se vivía en los años sesenta. Su sueño es vivir en esos años. Y al llegar a la capital británica ese sueño se le cumple. No me pregunten si Eloise está soñando, teniendo una alucinación esquizoide, es víctima de un hechizo, si le dieron algún psicotrópico o ha sido poseída, el hecho es que una noche se acuesta a dormir y de la nada aparece en el West End londinense de mediados de los años sesenta, en una escena completamente deslumbrante, acompañada de la voz de Cilla Black cantando You´re my world. Ahí está Eloise frente a un edificio con un anuncio gigante de Thunderball (1965), rodeada de gente, autos, luces de neón y la entrada enorme al Café de Paris sobre Coventry Street, que se abre para ella.
Para hacer más perfecta la fantasía que está viviendo, Eloise una vez entra al lugar –el espíritu de Cenicienta obra acá- deja de ser la joven retraída y víctima de bullying que hemos conocido, y se convierte en una sofisticada y glamorosa aspirante a cantante, llamada Sandie (Anya Taylor-Joy), su Doppelgänger ideal: segura de sí misma, cínica, consciente del efecto que causa sobre los hombres, con sed de aventuras y muy ambiciosa. Ahora Eloise vivirá dos vidas, la del presente y la del pasado, y esta última empezará lentamente a apoderarse no solo de sus noches, también de su vigilia diurna.
El pasado apoderándose del presente, vampirizándolo sin remedio –tan Rebeca (1940), tan Vértigo (1958), tan Hitchcock- es una de las vertientes de El misterio de Soho (Last Night in Soho, 2021), dirigida y coescrita por el inglés Edgar Wright, boy wonder del cine británico. La película triunfa en la descripción contrastante de los dos universos paralelos que habita Eloise/Sandie: el presente gris, atemorizante y lleno de dudas, y el pasado fulgurante, donde Sandie encuentra en Jack (Matt Smith) a un manager seductor que promete convertirla en gran estrella. El diseño de producción y la banda sonora –Petula Clark, Peter and Gordon, Shaw, Barry Ryan y The Walker Brothers con su Land of 1000 Dances– hacen del filme una experiencia arrobadora.
Sin embargo, aunque Edgar Wright pretende seguir andando por la senda de Hitchcock y Polanski –a medida que avanza la película aparecen los ecos a Psicosis (Psycho, 1960) y a Repulsión (Repulsion, 1965)- olvidó, buscando ser efectista, que Hitchcock nunca echó manos de lo sobrenatural en su cine como recurso dramático. El misterio de Soho, que prometía ser una fantasía llena de suspenso -Eloise a través del espejo- termina convertida en una suntuosa película de terror, una slasher movie más cercana a Dario Argento y a Mario Bava que a, por ejemplo, Sospecha (Suspicion, 1941). Al guion de Wright le faltó ingenio y le sobraron alguno que otro espectro y varias zancadillas obvias.
Pero no quiero quitarle méritos a un filme que va más allá de ser hermoso visual y auditivamente, sobre todo porque se atreve a mostrarnos el lado B del sueño del éxito, o sea la pesadilla. Esa que muchísimas mujeres padecieron en esa época si querían aspirar al éxito. El casting couch, la prostitución asordinada o la esclavitud sexual eran peldaños que muchas aspirantes tenían obligatoriamente que subir por una escalera que se suponía llevaba al estrellato. Al llegar al final del último escalón –vacías y desprovistas de cualquier esperanza- lo que se encontraban muchas veces era, sencillamente, nada. Me pregunto si pese a tantos cambios hacia la igualdad de géneros ese tipo de prácticas se siguen cultivando en el medio artístico y en otros campos laborales. Temo a la respuesta.
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