El otro Steve McQueen
Steve McQueen da instruciones al actor Michael Fassbender durante el rodaje de Hunger (2008) |
Juan Carlos González A.
Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano. Medellín, 18/03/12. Págs. 12-13
©El Colombiano, 2012
¿Qué hacer ante un homónimo muy famoso en el mismo campo donde uno trabaja? Probablemente demostrar –con más dificultad de lo normal- que se es igual de bueno que aquel cuyo nombre aparentemente usurpó. Eso le pasó al director inglés Steve McQueen, quien nació en 1969, once años antes de la muerte del popular actor norteamericano Steve McQueen, el mismo de El gran escape (1963), Bullitt (1968) o Papillon (1973). Para su fortuna no se parece a él, incluso es de raza negra, hijo de inmigrantes de las antiguas Indias Occidentales y criado en Ealing, al oeste de Londres.
El McQueen que protagoniza este texto estudió en el Chelsea College de arte y diseño donde hizo sus primeros cortometrajes; posteriormente estudió cine en la escuela Tisch de artes de la Universidad de New York, y se dio a conocer en el video arte antes que en el cine. Fue ganador del Premio Turner de arte contemporáneo en 1999 por sus instalaciones audiovisuales como Deadpan (1997) y Drumroll (1998); en el 2003 visitó Irak y luego hizo una exhibición, llamada Queen and Country, con cientos de fotografías -del tamaño de una estampilla- de soldados británicos muertos en ese país y emprendió una campaña, a través de ArtFund, para que el correo las convirtiera en sellos postales oficiales. Con su primer largometraje, Hunger, ganó la Camera d’Or al mejor debut en el Festival de Cine de Cannes de 2008, el premio BAFTA a la mejor promesa y el premio europeo de cine al descubrimiento del año. La habitual indecisión de nuestros distribuidores no permitió que este filme se exhibiera en Colombia. Su siguiente película, Deseos culpables (Shame, 2011), obtuvo tres premios en el Festival de cine de Venecia y por alguna afortunada casualidad, derivada seguramente de su temática, llegó a nuestras pantallas.
El cine de McQueen –por lo menos hasta donde estas dos películas permiten percibirlo- es de consecuencias más que de actos. De los sinsabores y la resaca que quedan en el alma y en el cuerpo luego de haber hecho algo que quizá sabíamos que iba a pesarnos, pero que igual hicimos. A este director le gusta ver lo que ocurrió después, esa especie de purgatorio personal que no permite que estemos tranquilos mientras no paguemos –privada o públicamente, da igual- por esos actos. Veamos a ese guardián innominado de la cárcel de Maze en Irlanda del Norte. Es el primer personaje que vemos en Hunger, por ende el primer personaje de su cine. Es un ser aparentemente formal, cuidadoso en su vestir, en sus modales en la mesa (véase el cuidado que McQueen tiene en mostrarnos como las migas de su desayuno caen sobre la servilleta de tela que ha puesto en su regazo), en su higiene al lavarse las manos. Ese último acto viene acompañado de signos indirectos de algo grave que no vemos. Esas manos tienen los nudillos lacerados, como si hubieran golpeado violentamente a alguien. Luego lo vemos fumar solitario, en una especie de patio interno con la nieve cayéndole tenuemente encima, en una composición visual que tiene incluso tintes poéticos. Es ese momento el que le interesa a McQueen: el instante en que la conciencia o sus remordimientos ponen al guardia a reflexionar sobre lo que ha hecho. Se ve inquieto, triste, nervioso, hastiado. Más tarde en la película entendemos claramente lo que le ocurre a sus nudillos y veremos luego la consecuencia máxima de esos actos de odio que el guardia realizaba sistemáticamente.
Hunger cuenta la historia de Bobby Sands, un militante del I.R.A. preso en Maze, que lideró una huelga de hambre en 1981 como protesta por la pérdida del status político de los presos de su movimiento. De nuevo a McQueen le importan los desenlaces, no el hecho en sí de someterse a semejante sacrificio personal. Ante nuestros ojos Sands se desvanece. De manera asombrosa el actor Michael Fassbender –tras un ayuno controlado de 10 semanas- se convierte en un hombre caquéctico, sin masa muscular, debilitado, cubierto de escaras. La imagen de la muerte: ahí se queda fijo McQueen. No le interesa cuestionar los motivos de Sands o preguntarse sobre el sentido moral de su huelga de hambre (quizá por eso insertó una secuencia de casi 25 minutos, un plano fijo de Sands explicando lo que va a hacer a un sacerdote católico amigo suyo), sino exhibir con lujo clínico lo que le pasa a un cuerpo que decide voluntariamente dejarse morir. Esas escenas no son para todos los públicos, por más respetuosas que hayan sido hechas: enfrentarse cara a cara con la muerte no es fácil para nadie, pero el director quería que la anécdota fuera más allá de lo que uno lee en cualquier texto de historia: que Sands murió tras 66 días de huelga. ¿Pero cómo murió? ¿Cómo fue esa agonía? Eso ningún libro lo dice. Eso lo muestra Hunger.
¿Y si la debilidad y las escaras fueran en el alma? Para eso está Deseos culpables, para mostrarnos el hastío que queda en el espíritu cuando el cuerpo queda brevemente saciado de alguna sed inagotable, en este caso la del adicto al sexo. La puesta en escena y el personaje son otros: es la Nueva York actual y se trata de Brandon Sullivan, un apuesto ejecutivo (interpretado de nuevo por Michael Fassbender, un actor al que hay que prestar más atención) que oculta de manera más o menos eficiente su adicción. McQueen tampoco lo juzga o lo cuestiona, solo nos muestra la soledad en que vive, el aislamiento y la falta de amor que lo rodean y que lo hacen un ser absolutamente infeliz en medio de una situación social y económica que le permite todo tipo de lujos y excesos. Nadie parece poder acercarse efectiva y afectivamente a él, pese al contacto permanente con la piel de muchas mujeres. Para él no son personas, son solo objetos que deja exangües, vampiro neoyorquino que ataca a cualquier hora y en cualquier parte. Está tan enfermo como Sands, pero la emaciación está en el espíritu; de igual forma tampoco parece dispuesto a buscar ayuda. También quiere matarse lentamente y Mcqueen se lo permite. A él le gustan las consecuencias, recordémoslo, pero no busca influir sobre ellas. Ahí reside la fuerza de su cine: en su infinita capacidad de observación, en su afilada y descarnada mirada sobre los seres humanos y lo que somos capaces de hacer cuando queremos ser oídos, vistos, amados. Ahora nuestros ojos están puestos sobre él como autor de primera línea. Por fortuna Steve McQueen lo sabe.