El paciente 67: La isla siniestra, de Martin Scorsese
A quien Dios quiere destruir,
primero lo enloquece
-Eurípides, 425 A.C.
Epígrafe con el que se inicia Shock Corridor (1963)
Si el tema último del cine de Martin Scorsese es la lucha de un hombre contra sus propios fantasmas, estén estos representados en la culpa, la obsesión, la ambición, la tradición, el pasado o la muerte, entonces La isla siniestra (Shutter Island, 2010), que a primera vista muchos catalogaron de ejercicio estilístico exótico, pasa a convertirse en una muestra más de la versatilidad de este realizador, que es capaz de acercarse con confianza al cine de género y apropiárselo sin traicionarse.
Partiendo de una novela homónima del escritor norteamericano Dennis Lehane –dos de cuyas obras previas, Gone, Baby, Gone y Mystic River han sido llevadas exitosamente al cine-y tomando como referentes fílmicos a películas clásicas que tocaban de cerca aspectos que quería amplificar (la paranoia comunista de los años cincuenta, las fronteras de la salud mental, las condiciones de la internación de pacientes psiquiátricos, la obsesión con el recuerdo de una mujer ya fallecida), Scorsese logra –y he ahí su éxito- una obra que es, gracias a su elegante estilización, completamente suya y no un pastiche arrogante de referencias cinéfilas vacías.
El proyecto llegó a sus manos en 2007, precisamente cuando producía y hacia la narración de un documental sobre el guionista y productor Val Lewton, cuyas películas de horror y suspenso psicológico de serie B, dirigidas bien sea por Mark Robson –The Seventh Victim (1943)- o por Jacques Tourneur –Cat People (1942), le habían causado desde siempre un gran impacto. El guion de La isla siniestra, escrito por Laeta Kalogridis, le enganchó desde un principio. Scorsese es un profundo conocedor y preservador de la historia del cine de su país, de ahí que fuera fácil que para esta película se nutriera además de filmes como Laura (1944), Out of the Past (1947), Crossfire (1947), Vértigo (1958), The Manchurian Candidate (1962) o Shock Corridor (1963), generando entre sus actores y equipo técnico, y luego en el espectador cinéfilo, una sensación de familiaridad entre esta película y esos filmes que lo influyeron como autor: la idea era -y son sus palabras en múltiples declaraciones- “usar la historia del cine como vocabulario para contar esta historia”. Por eso cuando Terry Daniels (Leonardo Di Caprio) se despierta de una de sus pesadillas y está en cama, con las manos abiertas, como si las imágenes que presenció en ese mal sueño le hubieran estallado en las manos, es imposible no pensar en Scottie Ferguson en la escena final de Vértigo, también con las manos abiertas, despertando acaso del sueño de creer que la mujer que amaba aún estaba viva.
Terry Daniels es un alguacil federal, asignado junto a otro compañero -Chuck Aule (Mark Ruffalo)- a averiguar qué pasó con Rachel Solando, una paciente desaparecida de un hospital para criminales psiquiátricos, el Ashecliffe, que está situado en Shutter Island, en la costa de Boston. Es 1954 y por tanto en el ambiente (y dando vueltas en la mente) están la guerra fría, el macartismo, el Comité de Actividades Antinorteamericanas del Senado de los Estados Unidos, el temor a la bomba de hidrógeno, la paranoia comunista y los famosos “lavados de cerebro” soviéticos. Son los años cincuenta, que Scorsese en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995) –también convertido en libro- consideraba “una era fascinante, cuando el tema secundario se convirtió en algo tan importante, a veces incluso más importante, que el supuesto argumento principal” (1).
Las conspiraciones estaban a la orden del día: la percepción de la realidad está de por sí alterada. No hay confianza en lo que se dice, a veces ni en lo que se recuerda, menos en lo que se sueña. Y Terry en la isla sueña con su esposa, fallecida en un incendio criminal. Su esposa parece, desde el subconsciente de este viudo, hablarle. En la isla está además el hombre que provocó el incendio en el que ella murió y Daniels –quien tiene una agenda propia- quiere encontrarlo, así como a un paciente que no aparece, el número 67, que quizá tenga la clave de la desaparición de la paciente que lo llevó a viajar hasta la isla.
Pesadillas, pacientes psiquiátricos con antecedentes penales, mentes fracturadas en dos, técnicas psiquiátricas experimentales de hace medio siglo, pasadizos laberinticos y oscuros dignos de un dibujo de Piranesi, una pavorosa tormenta huracanada, secretos ocultos por el director del hospital y sus colaboradores (uno de los cuales es un psiquiatra alemán interpretado por un inquietante Max Von Sidow), la música tensa de la sinfonía No. 3 de Krzysztof Penderecki, las heridas mentales que dejó en Teddy la Segunda Guerra Mundial y la liberación del campo de Dachau… todo parece servido para un thriller psicológico que más que el acercamiento directo que ya Scorsese había empleado en Cabo de miedo (Cape Fear, 1991), merece mejor la mirada fantasmagórica, surreal y algo melancólica de Vidas al límite (Bringing Out the Dead, 1999). De todos modos La isla siniestra es en el fondo –y disfrazado de relato policial- la historia de una perdida afectiva, y de las consecuencias mentales de haberla padecido, ¿o no?
Quizá no. Scorsese nos despoja lentamente de cualquier certeza que hayamos tenido. No podemos confiar en lo que se nos dice –ya lo habíamos mencionado- pero tampoco en lo que vemos, bordeando un camino peligroso que hace tambalear el tácito pacto de confianza que se establece con el espectador frente a la veracidad del relato fílmico. Hitchcock (pareciera imposible no referirse a él) le explicaba a Truffaut al hablar de su película Pánico en la escena (Stage Fright, 1950) que “Ya sabe que en esta historia hice algo que nunca debí permitirme… un flashback que era mentira” (2). Como para el espectador las imágenes que ve en una película tienen el peso de lo real, descubrir que lo que le muestran no es cierto (dentro de la diégesis del relato, obviamente) representa de alguna forma una traición, a menos que esté seguro que se trate de una alucinación o de un sueño. Pero Scorsese decidió quitarle la red de seguridad al relato de La isla siniestra y dejarnos a los espectadores balanceándonos en la cuerda floja, sin saber que tienen de cierto los flashback que vemos o los episodios aparentemente alucinatorios de Daniels. Pero en el fondo no tenemos tanto miedo de perder el equilibrio: sabemos que estamos en las manos firmes del maestro.
Por eso el arriesgado giro del relato en su último tramo no se siente forzado, sino más bien como la consecuencia de haber corrido el riesgo de viajar a las profundidades de una mente enferma (¿o acaso manipulada para otros fines?). La película se acaba y no quedamos –como Teddy, como Scottie- con las manos vacías, sino con la sensación urgente de que queremos volver a verla para tratar de desentrañar el elaborado hilo narrativo bañado de incertidumbres que nos condujo hasta acá. ¿Se han preguntado con cuantas películas contemporáneas ocurre eso?
Referencias:
1. Scorsese M y Wilson MH. Martin Scorsese: Un recorrido personal por el cine norteamericano. Ediciones Akal, Madrid 1a edición, 2001. Pág. 121
2. Truffaut F. El cine según Hitchcock. Alianza editorial, Madrid. 3a reimpresión, 1993. Pág. 163
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 90 (Medellín, abril/junio, 10), p. 76-78
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2010
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