Pecados por omisión: El prodigio, de Sebastián Lelio
En una película sobre la fe, se nos invita a explícitamente a creer. Una narradora no diegética –la voz de la actriz Niamh Algar- nos da la bienvenida a este filme, y desde un plató contemporáneo nos pide que “suspendamos la incredulidad” (algo que de hecho hacemos cada vez que vemos una película de ficción y nos dejamos convencer de que lo que ahí ocurre es real y viable), tanto para la narración que veremos, que nos traslada a la Irlanda de 1862, pero cuyos interiores fueron rodados en ese estudio; como para los hechos misteriosos que en ella se describen. Un doble salto de fe nos solicitan. Rota a propósito la cuarta pared y hecho consciente el artificio, se siente de inmediato una complicidad con El prodigio (The Wonder, 2022) que va más allá de la curiosidad de la petición que se nos hace. El espectador –y hablo por mí, por supuesto- se siente involucrado, comprometido con el relato y con los sucesos que se van desenvolviendo en él, como si hubiésemos firmado un contrato amistoso cuya única cláusula sea creer en lo que vemos.
“En el cine, fe es creer en lo que no se ha revelado”, afirmaba con mucha gracia el cineasta colombiano Luis Ospina, y en este caso, fe es creer que en esa población de Irlanda del siglo XIX, profundamente católica y aún con los rezagos de una enorme hambruna, se está produciendo un milagro que hay que constatar. Por eso de Inglaterra llega una enfermera, Lib Wright (Florence Pugh), contratada por una comisión de notables del lugar para durante dos semanas y, alternando turnos con una monja, observar si es cierto el aparente milagro que Dios está obrando en una adolescente campesina, Anna (Kíla Lord Cassidy). Pactada la ausencia de escepticismo del espectador, queda la del método científico encarnada en Lib, que trata de descubrir si hay algún truco que explique lo sucedido, y si lo hay, porque están fabricando una patraña de esas dimensiones. Sin embargo, no encuentra grietas en la actitud y en la posición de Anna, entregada a una fe que rebasa cualquier justificación lógica a su accionar, y que Lib intenta comprender buscando ayudarla, buscando que esa fe -mal entendida- la autodestruya.
El prodigio es una película sobre la expiación, sobre lo que hacemos para purgar la culpa que sentimos, seamos responsables o no. Observen a Lib a solas, observen a Anna sufrir en silencio, observen a su familia buscando la redención eterna para sus hijos, observen los límites que no deberían cruzarse en nombre de la fe y de un más allá en el que se cree ciegamente, observen a los notables que ante el sufrimiento de una joven callan buscando una nueva santa, que parecieran necesitar con urgencia. Los pecados por omisión son tan graves como los de acción, pero menos ruidosos, más larvados, más penosos, y acá son esos los que generan el drama de un filme que empieza como una observación científica de un hecho paranormal, pero que va desembocando en una reflexión catártica sobre las culpas que arrastramos o que nos hacen arrastrar algunos que con hipocresía y fanatismo se empeñan en atribuírnoslas.
La película tiene en Florence Pugh una protagonista maravillosa, entregada a un papel exigente, que implica que su personaje no solo observe a la joven ferviente, sino que se mire a sí misma, que se descubra llena de heridas y busque una doble redención: la de Anna y la suya. Desde ese rol definitivo en Lady Macbeth (2016), no veía a esta actriz en una actuación tan bien construida e interpretada con tanta devoción. La misma que amerita el ver un filme tan excepcional como este.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A. – Instagram: @tiempodecine