El puerto de las brumas: Los muelles de Nueva York, de Josef von Sternberg
“Los muelles de Nueva York es la película más grande que von Sternberg hizo alguna vez. Logra un sentimiento de calidez y humanidad, y parecen importarle sus personajes en vez de usarlos –como en algunos de sus filmes sonoros– sólo para formar patrones de luz y sombra”
-Kevin Brownlow
En el texto Borges: sus días y su tiempo, le preguntaba María Esther Vázquez al escritor argentino: “¿Cuáles son las películas que más te han impresionado en la vida?”. Y Borges respondía: “Las de Josef von Sternberg. Pero no las tonterías que hizo con Marlene Dietrich, cuando ya se abandonó exclusivamente al arte fotográfico y se olvidó del cinematógrafo, sino las películas que hizo con Bancroft, con Kohler. También me han gustado las películas de gángsters, que eran, sin embargo, épicas, como las películas del Oeste”. (1) Estamos de acuerdo con Borges: el cine fundamental de von Sternberg fue el anterior al convertirse en el sumo sacerdote del culto cinéfilo a Marlene Dietrich.
A pesar de haber nacido en Viena en 1894, con el nombre de Jonas Sternberg, su formación cinematográfica es eminentemente norteamericana. Con una infancia que transcurrió entre Europa y Nueva York, a los catorce años se instaló definitivamente en América. Vinculado siempre al naciente arte del cine trabajó como laboratorista, fotógrafo, proyeccionista, camarógrafo, guionista, asistente de dirección y montajista; durante la Primera Guerra Mundial hizo filmes y fotografías para el ejército de los Estados Unidos. En una película británica de 1923, By Divine Right de Roy William Neill, donde trabajó como asistente, encontró que en los créditos aparecía como von Sternberg y así se quedó, añadiéndole un toque de misterio a su apellido, a lo Erich von Stroheim. En 1925 dirige su primera película independiente, The Salvation Hunters, realizada en tres semanas y con un costo de cuatro mil novecientos dólares. Ignorada al principio; luego se convertiría en un gran éxito al ser descubierta y alabada por Charles Chaplin. Sus dos películas siguientes tuvieron muchas dificultades con los productores –Chaplin fue uno de ellos– y debió volver a la asistencia de dirección, ahora para la Paramount. Allí, agradecidos por ayudarles a completar un filme de Frank Lloyd, le permitieron dirigir La ley del hampa (Underworld, 1927), con guión de Ben Hecht, otro fracaso inicial que terminó convertido en un tremendo éxito, paradigma del film noir temprano y la película que le dio el primero de los dos Óscar que obtendría su guionista durante su extensa carrera.
El mismo año, la Paramount contrató a quien era el actor europeo más prestigioso del momento, el suizo Emil Jannings. Josef von Sternberg lo dirigió en su segunda película en los Estados Unidos, The Last Command (1928), una obra maestra por la que obtuvo el Óscar al mejor actor. La estadía de Jannings en Hollywood fue muy breve, pues la llegada del cine sonoro puso en evidencia su acento alemán y lo obligó a regresar a Europa. Tras él viajo von Sternberg, invitado a Berlín por el productor Erich Pommer, de la UFA, para filmar una película sonora sobre Rasputín. Al llegar allá las cosas cambiaron: “El asunto no me interesaba en absoluto” –escribe von Sternberg en su autobiografía, Diversión en una lavandería china– “ya que no pretendía caminar en la historia de nadie, ni quería rodar una película en la que el final fuera de antemano conocido. Pommer y Jannings tuvieron que ponerse a buscar una idea que me interesara más, pues rechacé esta”.(2) En vez de eso, propuso rodar una adaptación de la novela Professor Unrath de Heinrich Mann. El resultado fue El ángel azul (Der Blaue Engel, 1930), protagonizada por Jannings y una actriz de cine y artista del vodevil de veintinueve años llamada Marlene Dietrich, a quien conoció por intermedio de Karl Vollmoeller.
Pero antes de irse brevemente a Alemania y regresar con la Dietrich para hacer Morocco (1930) y dar inicio a la leyenda simbiótica, extravagante y barroca de la relación de ambos dentro de la pantalla, von Sternberg realizó una bella película que está en el ápex del cine mudo, a pesar de haber sido muy poco exitosa. Se trata de Los muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928), con argumento del prolífico guionista Jules Furthman, inspirado y basado en The Dock Walloper, historia escrita por John Monk Saunders. El relato que se nos muestra es muy sencillo y a la vez muy complejo, pues la acción transcurre en un lapso de tiempo menor a veinticuatro horas: es la única noche libre de Bill Roberts (interpretado por George Bancroft, quien había protagonizado La ley del hampa), un rudo fogonero que acaba de llegar en un barco al puerto de Nueva York y que zarpará de nuevo a la mañana siguiente. Al bajar del barco ve una suicida ahogándose en el agua, la salva y le busca refugio en la habitación de un bar. La mujer, Mae (Betty Compson), es una prostituta que se aferra a Bill y él, borracho, decide desposarla esa noche. Al otro día la abandona para volver al barco, pero antes la libra de la acusación de haber abaleado a un marino que intentó violarla. Ya en el barco se arrepiente de haber abandonado a su esposa y regresa al puerto, justo para salvarla por tercera vez, ahora de una condena por robo, en el que él es culpable.
Como en todo el cine de von Sternberg, el argumento –este incluido– es el aspecto más débil (en una conferencia de prensa le preguntaron qué tanto le importaban las historias y contestó: “Nada”). Sus principales preocupaciones fueron siempre la caracterización gestual y corporal de los personajes, la escenografía y sobre todo, el manejo de la luz. En la autobiografía mencionada escribe respecto a este último punto: “La luz se puede emitir en línea recta, penetrar y volver, reflejarse y desviarse, recogerse y conducirse, encorvarse o darle un aspecto brillante. Cuando se apaga, surge la curiosidad y donde empieza está el núcleo de su brillo. La aventura y el drama de la luz se basa en la trayectoria de los rayos desde ese núcleo central hasta los puestos avanzados de la curiosidad” (3).
Como se aprecia, von Sternberg era muy consciente de las posibilidades expresivas de la luz y de la sombra, y de eso dejó testimonio en sus películas. La estilización conseguida por el director tenía propósitos más artísticos que de verosimilitud. Así, su cine es asunto de atmósferas conseguidas, no de ambientes observados y reflejados con fidelidad.
Los muelles de Nueva York empieza en las calderas de un barco. Se ven reales, pero lo que a von Sternberg le importa son los cuerpos de los fogoneros, teñidos de hollín y húmedos de sudor, y el contraste que hacen con el vapor que invade el recinto y que le da un aspecto irreal, casi infernal. Las difíciles condiciones de trabajo en las profundidades del navío nos hablan de temperamentos forjados por el calor y el obligado encierro, y nos preparan para tolerar y justificar, de alguna forma, la conducta agresiva de Bill. El manejo de cámaras es siempre muy fluido, tanto que, cuando nos muestran el ambiente nocturno del bar, lleno de la anarquía tipo slapstick que caracterizaba al cine sólo unos pocos años atrás, caemos en la cuenta que la escena de la caldera tiene la pausa y la naturalidad del cine de hoy en día.
Al manejo visual se suma una restricción narrativa que prefiere sugerir antes que mostrar. El momento del intento de suicidio de Mae no lo vemos directamente: von Sternberg nos muestra su reflejo en el agua y cómo se lanza hacia el mar, a la derecha del cuadro, mientras vemos unas gotas que salpican la superficie y la onda producida por el cuerpo al caer. Ya al final de la película, el intento de violación de Mae también es sugerido: el hombre entra a la habitación, pero el espectador y la cámara se quedan afuera, con Lou –la esposa del hombre– que lo ha seguido y va a desquitarse de él. Su mano derecha cierra la puerta y nosotros nos quedamos todavía afuera. Sólo veremos unas gaviotas en la ventana de la habitación, asustadas por el impacto y el humo de los disparos.
El director estaba encantado con las oportunidades dramáticas del vapor, el humo y la niebla. Hay vapor en las calderas, hay humo en el bar, hay niebla en el puerto. Con este ambiente era posible lograr una atmósfera expresionista y von Sternberg lo consigue gracias al contraste con la luz: Bill carga a Mae, recién rescatada, y en la noche brumosa su silueta parece la de Frankenstein llevando a su víctima en los brazos. Al llegar a la puerta del bar, los recibe desde adentro un chorro de luz que sus cuerpos cortan en fragmentos. Esa luz irreal es la misma que los acompaña cuando suben al segundo piso del bar: la habitación está cerca de una esquina y detrás de ella hay un enorme haz de luz que ilumina todo el ámbito y lo llena de sombras.
No es casual entonces, que la mayoría del filme transcurra de noche, para von Sternberg ese era el escenario ideal para dar vuelo a sus logradas ideas visuales, que convierten un muelle ordinario en un revelador marco para las emociones humanas. Entre las muchas sorpresas estilísticas de la película debe destacarse un enorme espejo situado en una de las paredes del bar, que el director utiliza para amplificar el campo visual. Bill y Mae se acomodan frente a ese espejo y en su reflejo vemos la acción frenética del bar y percibimos incluso a los demás personajes antes de que entren a escena. El director se las arregló para ocultar de nuestra vista la cámara y todo el equipo técnico, y se atrevió incluso a hacer un largo desplazamiento horizontal con los personajes frente al espejo, sincronizando la acción del bar y manteniendo la cámara fuera del campo visual. La narrativa con imágenes tenía ya un grado de desarrollo que permitía ese tipo de juegos, tan gratuitos como hermosos.
Además de la luz, el control sobre los rasgos de los personajes era absoluto. Mae y Lou (Olga Baclanova) están caracterizados con gran precisión y realismo. A von Sternberg le gustaba filmar mujeres y acá se sirve de primeros planos para mostrar un amplio rango de sentimientos, desde la risa desbordada hasta el llanto. Betty Compson exhibe una resignada fragilidad que no alcanza a disimular por completo el juego seductor de miradas y de lenguaje corporal que echa sobre Bill. En esta mujer se vislumbra ya lo que el director va a hacer con Marlene Dietrich: su sublimada sensualidad no impide que von Sternberg haga lo posible por recordarnos que “está desnuda debajo de su vestido ajustado”, tal como lo anota una fuente que lamentamos no poder recordar. La Baclanova –Cleopatra en Freaks (1932)– es una excelente contraparte, metáfora de lo que puede llegar a ser la vida de Mae junto a Bill.
A la actriz le tocó padecer el temperamento explosivo y caprichoso del director, tal como lo recuerda en conversación con el historiador Kevin Brownlow que tuvo lugar en 1964: “Intenté aprenderme el papel como un ser humano y actuarlo de esa manera. Él quería hacerme actuar una escena de una determinada forma y a mi me parecía que no era la correcta. “¿Por qué me hace hacer esto?” –le preguntaba. “Haga lo que le digo” –decía. “Sólo porque estuvo en el teatro de Arte de Moscú no piense que lo entiende todo. Sígame”. De modo que comencé a hacer lo que él decía. “¡Es terrible! ¡Es horroroso!” –gritaba. Discutíamos y él me gritaba y yo me asustaba y lloraba como un bebé. Y, claro, eso era lo que él quería. La escena en la película salió muy buena. Cuando Los muelles de Nueva York fue estrenada vino y me dijo: “¿Ve lo que hice por usted?”. Ahora lo veo en Europa, en los festivales de Cannes y de Venecia. Se ve maravilloso. Nos besamos y me dice: “¿Te has olvidado de mi?” “¿Crees que puedo olvidarme de ti?” –le pregunto. “¡Apenas comencé a hacer películas tu comenzaste a gritarme!””.(4)
Sacando a flote los sentimientos primarios de cada actor, el director logra una interpretación que luce tan real como la vida misma y que contribuye en buena parte al logrado conjunto que es esta película. Lo expresaba con emoción Siegfried Kracauer al escribir: “Con cual precisión y nada de sentimentalismo se describe el colorido local de los bajos fondos, que viven de la mano a la boca, de un día para el siguiente. Cuán cuidadosamente son introducidos los tipos y llevados a la última fórmula. Cuán atmosféricamente y sin ningún tipo de efectismos fotográficos se reproduce el mundo del placer en el puerto, el gusto por el sombrío vagabundaje que se improvisa siempre de nuevo. Todas estas cosas las hemos visto antes y, sin embargo, aquí las vemos por primera vez”. (5)
El filme fue estrenado el 29 de septiembre de 1928 –aparentemente en la misma semana en la que Al Jolson estrenara con mucho éxito The Singing Fool, de ahí que pasara inadvertida–, y al año siguiente, con Thunderbolt, protagonizada de nuevo por George Bancroft, Josef von Sternberg pasó sin dificultad ni aspavientos al cine sonoro, no sin antes hacer una última película muda, The Case of Lena Smith (1929). Su cine se convertiría gradualmente en otra cosa, quizá más popular, quizá más legendaria. Pero con Los muelles de Nueva York había dejado escrito, de manera elocuente pero sin saberlo, el testamento del cine mudo.
Referencias:
1. María Esther Vázquez, Borges: sus días y su tiempo, Buenos Aires, Distal S.R.L., 1984, p. 96.
2. Josef von Sternberg, Diversión en una lavandería china, Madrid, Ediciones JC Clementine, 2002, pp. 113-114.
3. Ibíd., p. 256.
4. Kevin Brownlow, The parade’s gone by…., Berkeley, University of California Press, 1968, p. 193.
5. Siegfried Kracauer, Inka Mülder-Bach e Ingrid Belke, Werke: Kleine Schriften zum Film, Berlín, Suhrkamp, 2004, p. 309.
Publicado originalmente en “Cine mudo: el cisne cantó tres veces antes de morir”, Revista Universidad de Antioquia, Medellín, núm. 280, abril-junio de 2005, pp. 144-156.
©Editorial Universidad de Antioquia, 2005
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.