El río fue testigo: Río místico, de Clint Eastwood
El dolor de una pérdida arrastra a los protagonistas de Río místico (Mystic River, 2003) y se los lleva consigo, incapaces de reaccionar o de sobreponerse a él. El dolor los arropa y los envuelve como una segunda piel, acaso más cercana que la primera, acaso más adosada a la carne. Les duele sentirse perdidos y vagan esperando respuestas, sin saber siquiera lo que quieren preguntar.
Tienen en común la inocencia perdida. La que se fue para Dave cuando se subió a ese automóvil en su infancia y fue raptado y abusaron de él; la que Jimmy añora encarnada en Katie, una hija que no volverá a ver; la que Sean no encuentra al otro lado del auricular cuando su mujer -la madre de su hija- se niega a hablarle. Cada uno de ellos es, a su manera, una víctima. Todos han sufrido: los tres se interrogan que hicieron para merecer este destino.
Clint Eastwood nos conduce por sus vidas como quien mira a través de un microscopio de alto poder. Sabemos que estamos viendo los detalles más dolorosos, pero también tenemos la certeza de obtener la imagen más precisa, más definida, la de mejor resolución. El director no quiere fábulas, quiere contarnos una historia frontal, certera en su dimensión humana, hábil en su esfera de thriller moderno. Pero puesta en la balanza, la descripción de los motivos y las incertidumbres humanas supera a la adivinanza de un posible culpable del crimen alrededor del que todos giran.
Ya Eastwood había ensayado hacer cine de suspenso, pero nunca con la fortuna y la madurez que apreciamos en Río místico. La fortaleza del filme, lo repetimos, surge de la preponderancia que le ha dado a la descripción de los tres personajes protagónicos, seres vivos tridimensionales, adaptados a una vida que hasta ese momento parece no reprocharles sus debilidades, sus culpas y secretos. Pero un hecho de sangre que parece afectarles a los tres, rompe el balance de su frágil seguridad y los pone frente a una realidad que no quisieran tener que reconocer y a la que se enfrentan dando tumbos, sabedores que tienen todo en contra. Aquí la película se hace eco del protagonista de Los imperdonables (Unforgiven, 1991), para quien la carga farragosa de su pasado era un acompañante más, cabalgando a su lado por las planicies del lejano oeste y sabedor que la violencia irrumpirá inevitable, así él no lo quiera.
Jimmy, Sean y Dave, tres niños que jugaban en una calle del barrio irlandés de Boston ven desaparecer su inocencia tras los vidrios del auto que se lleva a Dave, engañado por una pareja de pedófilos disfrazados de falsos policías. Dave escapará días después de sus captores, pero la vida ya no será la misma para ninguno de ellos. Son niños perdidos, que dejaron su inocencia y su candor antes de tiempo. El nombre interrumpido de Dave en el piso de cemento nos habla de una vida interrumpida, cercenada prematuramente, imposible de reparar. Los años transcurrirán, pero el pasado continúa omnipresente en cada uno, así como el dolor, que atraviesa décadas junto a ellos.
Cuando volvemos a verlos, ya adultos, los sabemos víctimas de ese pasado implacable, hombres sin posible redención, abandonados a las circunstancias que los moldearon. A Jimmy (Sean Penn) lo persigue su pasado en prisión, sus antecedentes criminales y sus ganas de cobrarle a la vida lo que le ha quitado; Dave (Tim Robbins) -dubitativo y taciturno- parece no haber despertado nunca del hechizo pesadillesco de su secuestro, mientras Sean (Kevin Bacon) parece ser el detective perfecto, pero por dentro se consume por una pérdida afectiva que no ha podido superar. Cada uno lleva una vida independiente, alejados el uno del otro, guardando una prudente distancia que se antoja preventiva y defensiva. Pero algo va a unirlos de nuevo.
En este momento empieza la película de suspenso y misterio que Río místico se resiste a ser. Un crimen absurdo hará que los destinos de los tres hombres se crucen otra vez. Jimmy padece el asesinato de Katie, su hija mayor, hecho en el que Dave -provisto de una coartada imposible- parece ser uno de los sospechosos principales, mientras Sean se encargará de la investigación policial subsecuente. Ante la contundencia dramática del hecho, Eastwood decide desplazar el crimen del centro de la atención y dedicarse a estudiar, metódico y pausado, la naturaleza humana de sus personajes. La película deja de ser acerca de la resolución de un asesinato, para tratar acerca de la difícil trayectoria que los protagonistas siguen para llegar, incluso contra su voluntad, hasta allá. Quien quiera ver la cinta sólo como un filme policial, cuyo fin es encontrar un culpable (el típico whodunit), puede hacerlo. Pero se va a perder la porción principal de la experiencia: observar a estos hombres y mujeres -perfectamente caracterizados- expresar sus emociones. No actuar simplemente, sino reaccionar. Tal es la profundidad psicológica de los personajes que Eastwood puso aquí.
Sean Penn, en un papel arriesgado y donde era fácil resbalar hacia la caricatura, se retuerce furioso de dolor en medio de policías que de sean detenerlo. Lo vemos llorar por su hija ausente y sabemos que va a desquitarse, que va a hacer justicia por sus propias manos. Su expresión sin consuelo, sus tatuajes y su mirada repleta de rencor, esconden a un hombre que presiente que su hija murió como castigo por algo que él hizo, como en las tragedias griegas, donde las pecados de los padres se heredan a la siguiente generación.
Dave tiene máculas en el alma, remiendos en el espíritu, suturas en el endocardio. No despierta, sólo se incorpora de la cama y habita un cuerpo que parece ajeno. Frente al televisor viendo una película de vampiros, busca algún paralelismo entre los muertos vivientes y él. Tim Robbins ha dotado a su personaje de una bajo perfil, de una expresión perdida, de un acento apagado. La ambigüedad de sus actos y su discurso retraído lo hacen peligroso ante nuestros ojos, nos nutre de sospechas y de desconfianza.
El de Sean es el papel que Clint Eastwood hubiera reservado para él si la edad del personaje se acomodara a la suya. Para Kevin Bacon moldea un personaje recto, quizá demasiado distante de sus antiguos amigos, quizá demasiado consciente de su papel de detective. Sólo las llamadas de su esposa nos recuerdan que es un ser bidimensional, que padece como los otros, que hoy también añoró un abrazo.
Pero no son sólo ellos. El director da vuelo también a sus esposas, que juegan un papel cercano a la lealtad conyugal, apoyando, justificando y encubriendo los actos de sus maridos. Hay una suerte de diálogo de conciencias inspirado en el rol de estas mujeres, encabezado por Celeste (una magnífica Marcia Gay Harden), la vacilante esposa de Dave. Annabeth (Laura Linney), la segunda mujer de Jimmy, no está dispuesta a que la moral y la ley se atraviesen en los actos de su marido; mientras la ausente esposa de Sean es una presencia muda frente a un teléfono, esperando oír de él una disculpa oportuna. Al final dos de ellas estarán en paz a pesar de la tormenta. Para la otra sólo habrá silencios.
El vigésimo cuarto largometraje de Clint Eastwood surge del bestseller homónimo que Dennis Lehane escribió en 2001 y que fue adaptado aquí por el afamado guionista Brian Helgeland -ganador del Oscar por Los Angeles al desnudo (L. A. Confidential, 1997)- para convertirlo en una película de atmósfera triste y de sentimientos urgentes, donde el crimen, la culpa y el castigo se avizoran como consecuencia apenas lógica de la inevitabilidad de la aparición de la violencia en nuestras vidas.
Al final, un desenlace amoral y absolutorio -a lo mejor innecesario- nos recuerda que para seguir viviendo requerimos a veces de cerrar los ojos, apretar los dientes y olvidar. Todo fluye, todo se va, parece decirnos el filme, así como el agua de un río. De uno que fue testigo de actos innombrables y que hoy, como ayer, lavará las culpas de los que se acercan a sus orillas.
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 67 (Medellín, vol. 14, 2003), págs. 68-69
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2003
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