El viaje a ninguna parte: Villa Amalia, de Benoît Jacquot
La explicación –y el principal problema- de Villa Amalia (2009) está en una frase que uno de los personajes, Thomas, pronuncia en un mensaje de voz promediando la película: “No te conozco. Sé que nunca entré. Echas la cerradura. Puede que hasta para ti”. La receptora de esas palabras era Ann, su compañera hasta ese entonces. Una exitosa compositora y pianista a la que Thomas le da un motivo para romper sus lazos con él y marcharse. Para desaparecer, mejor.
Esa es la película: una dama que desaparece. Que quema las naves y emprende un viaje que quizá geográficamente sea largo, pero que en realidad es a un no lugar. Y aunque tratamos de entender los motivos para tan radical decisión, incluidos dolores y ausencias familiares crónicas, la verdad es que no nos interesan, porque sencillamente Ann poco nos importa. Ese es el problema. El autismo sentimental y el caparazón afectivo del personaje son tan enormes que no logramos conmovernos ni conectarnos con su historia, que no es exactamente la de un renacer espiritual, sino la de una mujer que huye de su propia vida –como su propio padre un día hiciera- intentando encontrar su verdadera y más íntima identidad, desconociendo todo su pasado, anulando incluso la memoria. Como se ve el tema es atractivo –surge de una novela de Pascal Quignard- pero su traducción en imágenes no lo es tanto.
El misterio con que el director Benoît Jacquot revistió a Ann y que la magnífica actriz Isabelle Huppert traduce casi en un sonambulismo diurno, ha cumplido al parecer sus propósitos: dejarnos por fuera, impedir que nos acerquemos a una mujer herida y que más que explotar decide hacer una implosión, que así a lo lejos –realmente no hay otro sitio desde donde mirarla- se antoja una enfermedad mental que la obliga a refugiarse en sí misma (es imposible no pensar en los atormentados personajes que Isabelle Huppert hizo para Chabrol o Haneke) y a desconectarse de todo contacto personal y de todo compromiso laboral, social, familiar o legal, en un frenesí impulsivo, en una fuga precipitada. ¿Será eso posible en un mundo como en el que vivimos, en el que estamos tan atados a todo lo externo? Ann lo intentará convencida de un propósito que solo ella entiende. La película nos pide que aceptemos sin prevenciones tal despojamiento y que observemos en silencio su lucha interior contra esos demonios personales que la dejaron vacía y sin sosiego, como les ha ocurrido a otras heroínas del cine previo de Benoît Jacquot.
Poco sabíamos de Ann y realmente al final sabremos muy poco más, pues la aproximación del director dista mucho de ser tan sensible como aparenta. Admiramos el deambular y la conducta taciturna, fría y en trance, pero nunca errática, de Ann; sin embargo hay una barrera creada a su alrededor demasiado alta como para que queramos hacer el esfuerzo de trepar por encima de ella. En realidad tampoco a Ann le gustaría que lo hiciéramos, celosa de sus motivos, de ahí que la resolución de semejante conflicto vital nos deje insatisfechos, deseosos de una solución redentora menos convencional y casi que acomodada por su precipitud. Pero igual esta no es nuestra historia, es la de Ann y creemos que en su hermetismo alcanzó la salida existencial que necesitaba. Nunca lo sabremos por completo (se supone que esto es parte del encanto minimalista y ascético del filme), pero por lo menos al final se le ve en paz allá en su pequeña y endeble villa mediterránea. Está sola frente al mar, ojalá esté a gusto consigo misma.
Publicado en la revista Arcadia No. 75 (diciembre/11-enero/12). Pág. 52
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