El vuelo de Ícaro: El aviador, de Martin Scorsese
“Howard Hughes era un visionario, estaba obsesionado con la velocidad y en volar como un Dios por encima de todos los demás y además era tan rico como el rey Craso. Pero al final también tuvo que pagar el precio”.
– Martin Scorsese
A Charles Evans Jr., jefe de la compañía productora Acappella Pictures -y sobrino del mítico productor de la Paramount, Robert Evans- se le debe que exista El aviador (The Aviator, 2004). Este ejecutivo pasó nueve años acariciando el proyecto de realizar una película sobre la vida de Howard Hughes. Reunió información, documentos, libros, objetos personales, cualquier cosa que le sirviera para llevar a cabo el filme. Habiendo asegurado a Leonardo DiCaprio, quien había leído un texto sobre Hughes y estaba interesado en hacer parte del reparto, buscó en 1998 a Michael Mann para que dirigiera la película, pero en el 2001, Evans sintió que estaba siendo excluido del proyecto y demandó a Mann, a su agente y a New Line, la compañía que estaba en negociaciones con el director, pero no con el joven productor.
Michael Mann, quien recibió crédito como uno de los productores del filme, había contratado a John Logan para escribir el guion, del cual se hicieron cinco o seis versiones. Evans, de nuevo con el control del proyecto, contactó a Martin Scorsese. La idea del productor era “contar la historia de un hombre que se relacionaba mejor con las máquinas que con los hombres y que como resultado de esto no tuvo relaciones duraderas, y que desapareció para entrar a un asilo diseñado por el mismo a la edad de 52 años para no ser visto en público nunca más”. A Scorsese, que estaba terminando Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), le pasaron el guión para que lo considerara. Del proyecto sólo sabía que DiCaprio estaba involucrado y le agradaba la idea de volver a filmar con el actor. “Tenía una muy buena relación con él” –recordaba el director- “(Pandillas) fue una especie de bautismo de fuego porqué fue una película muy difícil de hacer. Leí la cosa y sólo vi la primera escena de esta madre bañando a un niño, mientras ella se debatía entre el cólera, la cuarentena y toda esa clase de cosas. Eso lo comprendí. Y luego la siguiente secuencia es este joven filmando una película en el desierto y me di cuenta «Dios mío, es Howard Hughes haciendo Hell´s Angels». “
El personaje era muy afín a Scorsese, pues Hughes era un personaje extremo: millonario, caprichoso, de ideas obsesivas y mesiánicas, proclive al escándalo, mujeriego, con proyectos más grandes que la vida. Y lo mejor: había sido un cineasta. Scorsese vio aquí la oportunidad de hacer un retrato más para su colección de seres solitarios, apegados a una idea fija que nadie ve como cuerda, pero a la que a ellos se aferran como si de ella dependiera no sólo su vida, sino la vida de todos los demás. Mientras tanto, llevan por dentro una enorme pena, que ven como un sacrificio personal, un purgatorio necesario para alcanzar la redención. Y esto es válido para Charlie en Calles peligrosas, Travis en Taxi Driver o para el Jesús de La última tentación de Cristo y para casi toda su filmografía. Un hombre visionario contra el mundo. Un hombre intentando decirles a todos que el equivocado no es él, sino todos los demás.
Howard Hughes encajaba perfecto. Es más, por fin el propio director podía también verse reflejado en la figura de este cineasta joven que intentaba desarrollar su visión personal del cine, sin importar las presiones y el desdén de los demás. Además, Hughes había vivido una época irrepetible del cine clásico de Hollywood, un momento preciso de la historia que Scorsese admiraba y sentía como suyo. Era hora, en manos de este director, de hacer una nueva versión de Ciudadano Kane, o algo así, que le rindiera homenaje, no sólo al momento que vivía el cine, sino también a la empresa individual, al coraje de defender las ideas cueste lo que cueste. Pero en esta ocasión el resultado estuvo lejos de Orson Welles y cerca de Coppola y su Tucker: el hombre y su sueño (Tucker: The Man and His Dream, 1988).
¿Qué pasó? Parece que a Scorsese el personaje de Howard Hughes dejó rápidamente de interesarle, para dedicarse a lo que verdaderamente le llamaba la atención, cual era la perfecta reconstrucción del Hollywood de los años treinta y cuarenta, con su lujo y con su esplendor. Es ahí donde la película deslumbra, enseñándonos el glamour irrepetible de una época feliz, donde todos los filmes parecían destinados a la eternidad. Se nota que Scorsese hubiera querido vivir allí, entre Jean Harlow, Katharine Hepburn y Ava Gardner, mientras trabajaba a las órdenes de Louis B. Mayer o de Irving Thalberg. Y de verás la película brilla en la descripción de esos ámbitos. No se escatimó dinero para ilustrarnos con lujo de detalles el esplendor de esta era dorada. Todo parece cobrar vida y relucir como por vez primera. El trabajo de los directores de arte, Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, así como el de la diseñadora de vestuario Sandy Powell -galardonados todos con sendos premios Oscar- es intachable. En su afán de recrear un instante del tiempo, lograron traerlo de nuevo a la vida con singular cuidado. Nuestros aplausos para ellos, así como para Cate Blanchett ganadora del Oscar como mejor actriz de reparto al dar vida, con la desfachatez requerida, a Katharine Hepburn.
Donde falla El aviador, ya lo vimos, no es en la puesta en escena. Es en la narración, en sus aspectos dramáticos. El ambicioso Charles Foster Kane de la película de Welles tenía un propósito. En El aviador nos quedamos sin saber cual era el de Howard Hughes, como tampoco supimos cual era el de Preston Tucker en la película de Coppola. No lo sabemos, nunca sabremos que mueve a Hughes, que lo empuja, que energía vital necesita explotar con tanta fiereza. Siempre estaremos en el exterior del personaje, mirándolo hacerse daño y hacerle daño a los demás. No hay un asomo de introspección aquí, como no la hubo en Gladiador (Gladiator, 2000) y en El último samurai (The Last Samurai, 2003), dos de los trabajos previos del mediocre guionista John Logan. Parece que este escritor no logra nunca meterse en el interior de sus personajes protagónicos y nos ofrece unos retratos bidimensionales bastante pálidos, defecto que –engolosinado con las posibilidades de la puesta en escena- Scorsese no vio. Grave error: la distancia que se forma entre el personaje de Howard Hughes y el espectador es insalvable, pues al desconocer sus reales motivaciones, el personaje se le antoja al espectador un ser caprichoso y enfermizo, que para nada necesita su solidaridad y compasión.
Así, este Hughes encarnado por DiCaprio no despierta más que incomodidad, sobre todo cuando se hacen más manifiestas las conductas patológicas iniciales de su trastorno obsesivo compulsivo y que terminarán por llevarlo al punto donde era incompatible cualquier tipo de relación social. Leímos por ahí una frase que no hemos podido olvidar: “Ya nadie hace cine como Martin Scorsese. Pero hay personas que hacen mejores películas”. A Scorsese le ha dado por hacer cine de gran formato, películas mamut que pueden llegar a tornarse fatigosas, más si lo que tenemos que presenciar son los actos reiterativos de un hombre habitado por sus compulsivos demonios interiores.
Además, el guionista y el director han idealizado a Hughes, convirtiéndolo en una suerte de prohombre americano, cuando en realidad se trató de un personaje bastante polémico y de actuaciones no siempre diáfanas, que incluso se vio involucrado en la cacería de brujas de McCarthy (como persecutor) y en el escándalo de Watergate, eventos posteriores al espectro de tiempo que cubre la película. Mencionamos esto último porque El aviador no es exactamente una biografía completa de Hughes: la película se trunca a mediados de los años cuarenta, centrándose en él como cineasta y piloto, lo cual servía a los propósitos de idealización del personaje y evitaba el tener que tratar con los aspectos más oscuros y más conocidos de su existencia. El cine no está obligado a documentar la verdad a todo momento y las licencias dramáticas son siempre lícitas, pero había que tener cuidado con convertir en improbable héroe a un hombre que nunca pretendió ser tratado así.
Los Oscares negados a El aviador y a Scorsese (como mejor película y mejor director) fueron un castigo a un filme que –como Ícaro- pretendió volar cerca al sol sin acordarse de que sus alas, tristemente, eran de cera. Pero a El aviador le fue peor: por lo menos Ícaro pudo volar.
Texto publicado originalmente en la Revista Kinetoscopio no. 72 (Medellín, vol. 14, 2005) págs. 82-83
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2005
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