Epidemia de deseo: Muerte en Venecia, de Luchino Visconti
“Después de Goethe, amo a Thomas Mann. De una u otra forma todos mis filmes están inmersos en Mann”.
-Luchino Visconti
Un barco de vapor surge entre la niebla del amanecer entrando a Venecia, llevando entre sus pasajeros a un afamado compositor alemán, Gustav von Aschenbach, que busca unos días de reposo para tranquilizar su espíritu y aliviar su corazón. Es un hombre maduro, pero más allá de su edad hay en él una honda abulia, una desazón y una pesadumbre que le impide ver la magnífica ciudad que se abre ante él. La isla del Lido le espera y en ella, el Grand Hôtel des Bains, donde va a refugiarse. Termina la primera década del siglo XX y esa belle epoque que la Primera Guerra Mundial va a convertir en cenizas aún brilla en los salones y en el lujo de ese hotel que lo alberga. Será ahí, la primera noche de su estadía, en la que sus ojos se detendrán sobre una familia polaca y más precisamente en Tadzio, un adolescente andrógino cuya presencia turba a von Aschenbach, conmovido por su belleza y su juventud, e inquieto por los sentimientos inéditos que ese joven parece despertarle. Apenas empieza Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) y ya Luchino Visconti ha planteado el drama de su filme: la juventud versus la decadencia irremediable de la vejez, la fuerza insolente de la belleza que arrasa con cualquier raciocinio, la pureza del intelecto corrompida por la frivolidad de los sentidos, la lucha interior entre lo que se desea y lo moralmente predicado. Y, anfitriona sobrevolando en silencio, la muerte.
Al dirigir, producir y adaptar al cine la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia, publicada en 1912, Visconti no solo rendía tributo a un autor que le fascinaba y que había influido hondamente en su cine, sino que además estaba asumiendo un enorme reto, pues en un único personaje protagónico, Gustav von Aschenbach, el guion estaba fusionando tres vidas: la de Mann, por todo lo que de autobiográfico tiene el texto, la del compositor Gustav Mahler –que tambien inspiró al personaje que Mann creó– y la suya. Así, su Muerte en Venecia –el filme- resulta ser menos fiel a la fuente original y más dispuesta adrede para ventilar sus propias inquietudes, sobresaltos y anhelos, amén de rendir homenaje a la vida y música de Mahler.
Ese homenaje va más allá de usar dos de sus sinfonías en la banda sonora y a convertir a von Aschenbach en compositor: algunos episodios de la vida de Mahler se integraron a los antecedentes del personaje. Sencillamente, Visconti necesitaba convertir a von Aschenbach en un intelectual para poder reflejarse en él. El personaje original de Mann era un escritor de clase media, el de Visconti pasa a ser un músico afamado, un hombre cultivado. Así, el von Aschenbach del filme (interpretado por el gran Dirk Bogarde) era una mezcla entre lo que Mann relató en la novela –y que surge de un viaje a Venecia con su familia en 1911–, los conceptos estéticos que Visconti tomó de otra obra posterior de Mann –Doctor Fausto, de 1947- y lo que este director añadió de las vivencias de Mahler. Al lograr esto Visconti se reflejó por completo en el filme: suyo es el dilema pasional del personaje, suya es la preocupación por el tiempo que se va, suyos son los recuerdos de vacaciones en Venecia con su familia, suya es la recreación de una época que es la de su infancia. “Él estaba, de nuevo, haciendo en términos audiovisuales lo que Marcel Proust había hecho con palabras: dándole a las personas y a los ambientes de su pasado una nueva oportunidad de vida en una obra de arte” (1). La película resultaba así un proyecto muy arriesgado por lo que tenía de vivencia personal. Quizá demasiado.
Parte del riesgo surgía de la necesidad de volver tangible lo que en el libro es una contemplación fascinada, una pasión sublimada, quizá una proyección de los deseos ocultos del protagonista. Acá no. En la película hay un hombre maduro que pierde la cabeza por un adolescente cuya belleza lo trastorna y hace tambalear toda su rígida escala de valores, cuestionándolo sobre la probidad personal y artística de la que tanto hace alarde. La película nos pone en la misma posición voyerista del que observa al objeto de su deseo. Largos planos generales nos muestran a Tadzio y a su familia, lejos del alcance de von Aschenbach, pero sujetos siempre a su escrutinio. El compositor lo mira, y el joven devuelve la mirada, en una mezcla entre curiosidad y coquetería. Von Aschenbach está solo, Tadzio está con sus hermanas y su institutriz o su madre (interpretada por Silvana Mangano), o en compañía de amigos de su misma edad: cuerpos jóvenes y esbeltos que retozan entre sí, para desespero del compositor, que siente al muchacho tan inalcanzable como irresistible. Pero donde el libro es retórica, la película es presencia. Y esa presencia es, sin ambigüedades, la de un hombre mayor, padre de familia e intelectual exitoso, suspirando por un rubio adolescente de lánguido aspecto andrógino.
Visconti, cuya homosexualidad era obvia, podía verse e identificarse en el deseo de von Aschenbach. “Aunque en su juventud Visconti heredó un cierto puritanismo, un elemento norteño, una forma más que una esencia, que atormentó su conciencia de ser «diferente», en sus años más maduros se desprendió de esas dudas y sufrimientos. La única cosa que lamentaba –la de no tener una familia-, la mitigaba de alguna forma convirtiendo a sus amantes en hijos, algo bastante común entre los homosexuales” (2). Sin embargo, para muchos de los espectadores de 1971 la imagen de von Aschenbach causó un homofóbico rechazo. Visconti fue acusado de exhibir una sensibilidad contemporánea frente al tema, ajena al espíritu de la época en que Mann escribió el texto. Pero a Visconti no le interesaba ser fiel a Mann, sino a sí mismo. Quienes en su momento lo criticaron perdieron de vista que Visconti estaba narrando su propia historia y que ese intelectual de complejos deseos no era Mahler ni Mann, era él.
Ese mismo Visconti es el que le teme a la ruina de la vejez y a lo impostergable de la muerte, cosas que se niega a aceptar. En él habitan un sentido de la belleza, de la armonía estética y de la voluptuosidad sensorial que no se compadecen con la decadencia de la vejez. Por eso busca solaz en lo atemporal de la música clásica, en el pasado que tan bien supo recrear siempre, en la arquitectura veneciana, en las playas y en el mar. Quizá para contrastar con el tema, Muerte en Venecia, con fotografía de Pasqualino De Santis, puede ser una de las películas más deslumbrantes de Visconti en lo visual (pese a unos desafortunados zooms que estaban muy en boga en el cine de esos momentos). En lo musical también es excelsa: la tercera sinfonía y sobre todo el Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler juegan un papel protagónico como motivos sonoros del filme.
En últimas Muerte en Venecia –como El gatopardo (Il gatopardo, 1963) – es un réquiem. La peste de cólera que amenaza a la Venecia del libro y la película no es exactamente un castigo divino. Se interpreta más bien como un heraldo de la guerra que está por venir. Se desinfecta la ciudad para desacelerar lo inevitable, así como von Aschenbach se tintura el cabello y se maquilla el rostro para parecer más joven y quizá más digno de Tadzio. En realidad él mismo se está poniendo en ridículo, Visconti se mofa de él quizá por la cobardía de no entregarse por completo a ese sentimiento que lo ahoga y por no intentar activamente acercarse a ese objeto de deseo al que solo se atreve a admirar, preso de su confusión interior. El digno Gustav von Aschenbach termina degradado, convertido en una caricatura infame. No verá la guerra que azotará a Europa, él será víctima de la epidemia de pasión irresoluta, una plaga más letal que el compromiso mismo de sus ideales intelectuales y estéticos.
Al fondo en la playa, desafiando al sol, está Tadzio. Lo sublime. Lo bello. Lo eterno.
Referencias:
1. Henry Bacon, Visconti, Explorations of Beauty and Decay, Cambridge University Press, 2008, pág. 162
2. Gaia Servadio, Luchino Visconti, biografía, Torres de Papel, Barcelona. 1ª Ed., 2014. Pág. 253
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