Esa sed de intensidad: Mujeres enamoradas, de Ken Russell
“La crítica de las películas de Ken Russell es muy similar a la crítica temprana de las novelas de D. H. Lawrence. Las palabras obsceno, vulgar, sobreexcitado, chillón, sucio, baladí, aparecen con regularidad frenética en las opiniones sobre ambos artistas”.
– Jack Fisher, 1976
Las dos parejas protagónicas de Mujeres enamoradas (Women in Love, 1969) –dos hermanas y dos entrañables amigos- están sumergidos en la inconformidad. Desean una vida intensa, sin reglas, sin etiquetas, sin compromisos diferentes al que tienen consigo mismos y con su placer. No quieren tener una vida predecible y mediocre, quieren estallar de gozo sensorial a cada instante. Notarán que al detallar quienes son las parejas no escribí “dos hermanas y sus respectivos enamorados”, porque aunque esa combinación también es válida y se da en la película, la forma original en que lo expresé refleja más acertadamente la dinámica interna de la relación entre ellos. Las hermanas Ursula y Gundrun Brangwen viven en un pueblo minero de las Midlands, en la Inglaterra de 1921, y se sienten atraídas por dos amigos, Rupert Birkin y Gerald Crich, el primero es un inspector escolar, mientras el segundo es el hijo del dueño de la mina de carbón de la región.
Los anhelos de estas hermanas de clase media baja –libertad, pocas ganas de un compromiso conyugal, plenitud sexual- no se compadecen con la época en la que viven y sus rígidas costumbres sociales, y el papel que cumplían las mujeres en esos momentos. Aunque ambas son docentes y Gundrun además es artista, eso no bastaba en tales años para expresar tan abiertamente sus ansias de vida y entregarse a esa tarea sin miramientos. Rupert Birkin es igual de soñador y librepensador, es un hombre que busca siempre ir más allá de sus límites, más allá de la monotonía, la monogamia y la heterosexualidad: mira todo a través de un prisma erótico y vive en una exploración constante de sí, mientras trata de convencer de lo mismo a Gerald Crich, un ser, que pese a su riqueza, se siente infeliz, con muchos vacíos afectivos y con una homosexualidad latente que se resiste a confesar. La sensibilidad de los cuatro no se la inventó el director Ken Russell, ni el productor y guionista Larry Kramer a finales de los años sesenta del siglo XX, surge en realidad de las páginas de Mujeres enamoradas, la novela de D.H. Lawrence publicada en 1920, y cuyos derechos de adaptación al cine compró Kramer por cuatro mil doscientos dólares.
Esas ansias que los mueven y no los dejan en paz -agitados a cada instante, cambiando de rumbo cada quince minutos- tampoco los dejan pensar, solo sentir y dejarse llevar por un placer que no saben definir y que a veces confunden con el amor y a veces con el deseo, son al final del día lo único que los hace sentir vivos, sentir que vale la pena respirar por y para ello. Aunque el guionista, que recibió enormes aportes no acreditados de Ken Russell, añadió fragmentos de poemas y de otras novelas de D.H. Lawrence, la verdad es que los sentimientos expresados por esos protagonistas parecen mediados por las experiencias sexuales y contraculturales que la juventud de finales de los años sesenta estaba disfrutando y que vieron no solo reflejados en la historia, sino en el modo en que Russell combinaba diferentes estéticas y le daba un aire moderno a la narración, que incluía desnudos frontales y actos eróticos que denotaban la pasión que sentían los involucrados.
Rupert Birkin (interpretado por Alan Bates) es un hombre bisexual, que desea y posee a Ursula Brangwen (Jennie Linden), pero que también anhela a Gerald (un varonil Oliver Reed), que entiende ese sentimiento de su amigo, pero que no logra descifrarlo ni asumirlo para sí: esa es su tragedia y la de Rupert. Quizá la escena más icónica del filme –y que hace parte de la novela- involucra una lucha cuerpo a cuerpo entre ambos, una lucha libre en la que ambos están desnudos, en uno de los recintos de la mansión de Gerald. Ese contacto físico estrecho, ese sudor mutuo, ese abrazo disfrazado de ataque revela la dimensión de un sentimiento inconfesado y no fácil de definir, pero que constituye un lazo indestructible por lo secreto y por lo que implica para ambos.
En una entrevista realizada en 1970, el director Russell anotaba que “en la conclusión [de la lucha] Birkin le dice a Gerald: «estamos mental y espiritualmente cerca. Por lo tanto, también deberíamos estar físicamente cerca». Esta no es una súplica a favor de una relación homosexual entre ellos. Birkin cree que dos hombres pueden casarse cada uno y, sin embargo, mantener una relación íntima entre sí que es diferente, pero que complementa, sin embargo, la relación heterosexual que cada uno tiene en el matrimonio. Gerald no podía comprometerse con Birkin en este nivel, no solo porque pensaba que esa relación no era convencional, sino porque realmente no podía revelarse ni comprometerse con nadie” (3). Ambos disfrutan del sexo con las mujeres, pero en el fondo no quieren limitarse a la heterosexualidad monógama ni polígama para sentirse completos y satisfechos. Exigen más, pero Gerald sencillamente tiene miedo de lo que siente.
Ese miedo se refleja en el modo en que asume su relación física con Gundrun Brangwen (una espectacular Glenda Jackson): la manera agresiva en que la posee demuestra su inseguridad, sus ganas de asumir una vida heterosexual conforme a lo “normal” para no dejar pie a que afloren sentimientos que no sabe cómo manejar. Pero para Gundrun es evidente que ese hombre no la ama y que ella requiere de una conexión que va más allá de lo físico para abarcar esferas emocionales aún más intensas, retadoras y hasta perversas. Por eso se involucra con un artista alemán homosexual, Loerke (Vladek Sheybal), que le ofrece mucho más que lo que Gerald pueda darle con su masculinidad predecible. Gundrun es la fierecilla indomable, “la amante por naturaleza”, como la tilda Rupert, y Glenda Jackson la dota de una sensualidad inconmensurable. El director dice sobre la actriz que, “no puedo entenderla del todo. A veces lucía simplemente fea, a veces solo simple, y luego algunas veces, era la criatura más bella que uno hubiera visto” (2). Si bien Ursula, después de experimentar la pasión física, termina entregada a una supuesta felicidad conyugal de mutua exclusividad (le espera una lección), Gundrun no está dispuesta a transitar ese camino.
“Buena parte del libro me parecía pretenciosa y repetitiva, y dejé mucho por fuera porque las películas que duran veinticuatro horas son mal miradas por los distribuidores, y parcialmente porque, como digo, Lawrence repetía su tema acerca del amor separado-aunque-unido ocho veces en diferentes formas. Pensé que dos veces sería suficiente en el filme como para que el público lo captara” (1), expresaba Ken Russell, enfatizando los aportes que hizo al guion y que no obtuvieron el crédito que merecía. Lo reiterativo del tema está, sin embargo, expresado mediante medios cinematográficos y no discursivos: está película se mueve de acá para allá con agilidad, los personajes vagabundean, tienen sexo, discuten, reflexionan, se cuestionan, tienen sexo otra vez, viajan, hablan, se disfrutan, teorizan, se desean, se retan, se enfrentan, pretenden amarse, piensan que no se aman, se van, vuelven, humillan a otro, se extrañan, pontifican, tienen dudas… en Mujeres enamoradas la experiencia sentimental es completa y tan compleja como somos todos los seres humanos. Y tan compleja estética y visualmente como todo el cine de Ken Russell, pese a ser solo su tercer largometraje.
Aquí el director no le teme a la exuberancia visual ni al riesgo. Hay un baile donde las dos hermanas se unen a una adinerada amante de Rupert, Hermione (Eleanor Bron), para hacer una danza griega de tres viudas, mientras al piano se deja caer la marcha fúnebre de Liszt; hay una escena romántica entre Ursula y Rupert que parece el comercial psicodélico de un champú; hay una danza cuasi ceremonial y esotérica de Gundrun mientras Ursula canta “I’m Forever Blowing Bubbles”, que fue un éxito en esos años; Hermione golpea a Rupert en la cabeza y él sale corriendo, sangrando, se desnuda y entra en una suerte de comunión con la naturaleza, dos amantes son encontrados entrelazados en el fondo de un lago, podemos sentir con los movimientos de la cámara los embates de Gerald cuando penetra violentamente a Gundrun, a quien poco después vemos disfrazada de Cleopatra acompañada de Loerke, convertido en un sátiro. Mientras está con él en la cama, ella dice “y el tren entra en el túnel”, y hay un fundido a negro. Russell haciendo de las suyas. El resultado es fascinante aún para los estándares contemporáneos.
Mujeres enamoradas, pese a la polémica a su alrededor (o más probablemente debido a ella), fue un éxito de taquilla y obtuvo cuatro nominaciones al premio Óscar; mejor director, guion adaptado, cinematografía y actriz protagónica, logrando Glenda Jackson la primera de las dos estatuillas doradas de su ilustre carrera actoral. Russell entendió con este filme que D.H. Lawrence podía ser una fuente más que útil para su carrera y que su literatura provocadora era totalmente afín a sus intereses artísticos poco convencionales. Por eso hizo El arco iris (The Rainbow, 1989) y para la televisión británica realizó Lady Chatterley’s Lover (1993) como una miniserie. Sin embargo, lo conseguido con Mujeres enamoradas sigue y seguirá siendo un pico muy alto en su carrera, gracias a la insólita aleación de la sensibilidad literaria erótica de los años veinte con el alborozo sexual de los años sesenta. Ambos compartían la misma sed de intensidad.
Referencias y citas:
1. Gene D. Phillips, An Interview with Ken Russell, revista Film Comment, número del otoño de 1970, www.filmcoment.com
Disponible online en:
https://www.filmcomment.com/article/a-blast-from-the-past-an-interview-with-ken-russell/
2. Joseph Lanza, Phallic Frenzy: Ken Russell and His Films, Chicago, Chicago Review Press, 2007, p. 71
3. Ibíd., p. 67
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