Esto no es Dallas: Nashville, de Robert Altman
“Yo pienso que Altman es, como F. Scott Fitzgerald, uno de los grandes poetas del fracaso”
-Molly Haskell
El mejor ejemplo del entramado de relaciones personales que se construyen en Nashville (1975), ocurre en una escena en un bar en el que Tom, un músico mujeriego, canta una canción de su autoría y se la dedica a una mujer que está entre el público. “Cuando estás cerca / me cuesta mucho ser racional / Y cuando tu ojos iluminan los míos / ya vuelvo a cambiar de opinión / Abandono las palabras y las formas cautelosas”, dice la letra. Cuatro mujeres entre los asistentes se sienten aludidas y cada una cree ser la destinataria exclusiva de esas palabras. A las cuatro las conocemos, hemos seguido varios días sus destinos particulares, pero por primera vez confluyen en un mismo sitio y reunidas con el propósito de ver cantar a Tom. La situación puede verse graciosa, pero en realidad es bochornosa y trágica. Solo nosotros sabemos que cualquiera de ellas puede darse por mencionada.
Con encuentros, senderos comunes, patetismo y música –como los de esta escena- está elaborada Nashville, un complejo lienzo coral que tiene más de dos docenas de personajes protagónicos que, o bien viven en la ciudad de Nashville o llegan a ella en los días que relata esta historia. Los motivos de su presencia son dos: o musicales o políticos. Casi todos los personajes están relacionados directa o indirectamente con la música country o folk (son cantantes o aspirantes a hacerlo, compositores, empresarios, familiares, groupies) pero la sombra de la política es omnipresente, pues un candidato del “partido de reemplazo” hace campaña para las elecciones primarias de Tennessee, y su mensaje populista, grabado con su propia voz y transmitido mediante una van con altoparlantes que recorre la ciudad en todo momento, se constituye en un ruido de fondo del que no es posible escapar. Además, uno de sus hombres de relaciones públicas está en Nashville buscando artistas para un evento de recolección de fondos y para un concierto al aire libre en el que el candidato hará presencia.
Pese a la gran cantidad de protagonistas, personajes secundarios y algunos cameos, la narración de Nashville fluye con una agilidad pasmosa: rápidamente identificamos a cada uno y entendemos la razón de su presencia y el tipo de relación que establecen con los demás. La conveniencia, los intereses particulares, la ambición, la envidia y el deseo son los principales motores que los mueven y los conducen a portarse de determinada forma, por momentos impulsiva. No son exactamente villanos, son seres como cualquiera de nosotros, algunos con el ego enorme que les da su condición de artistas, pero por lo demás son tan imperfectos, contradictorios y falibles como cualquiera. Robert Altman no juzga ni mucho menos demoniza a nadie, lo suyo es el equilibrar una elaboradísima –y satírica- puesta en escena en la que cada personaje tiene el oxígeno suficiente para respirar por sí mismo.
El guion original de Joan Tewkesbury, quien ya había coescrito el de Ladrones como nosotros (Thieves Like Us, 1974), es paradigmático en su empleo de una triangulación estructurada entre cada uno de los personajes: cada uno de ellos está en relación con algún otro y a partir de ahí conocen a alguien más, que también conocerá a otros indirectamente relacionados con los primeros. Ayuda el hecho de que se trata de una comunidad artística local donde los personajes confluyen en los mismos sitios, en una ciudad además aún pequeña (en 1970 tenía menos de 500.000 habitantes). El resto es el modo en que Altman dispone de ellos en el cuadro, las improvisaciones que les permite, la aproximación visual cuasi documental y las situaciones episódicas en las que los pone, algunas de ellas totalmente confluyentes, como la llegada de una artista al aeropuerto, un choque múltiple en una autopista, un show radial del Grand Ole Opry, el departir en varios sitios nocturnos y un concierto al aire libre en el Partenón del Parque del Centenario. Solo uno de los personajes parece no encajar en este esquema por su ubicuidad y por lo etéreo de sus motivaciones, el de la periodista de la BBC, Opal (interpretado por Geraldine Chaplin), que parece, grabadora y micrófono en mano a toda hora, a veces una conciencia de los demás. Altman siempre declaró que ese personaje era su alter ego en el filme.
Sobre su película, Altman declaraba en una entrevista en 1976, que: “Cada uno de los 24 personajes del filme es posible desglosarlo en un arquetipo. Cuidadosamente escogimos esos arquetipos para representar diversos sectores de toda la cultura, realzados por la escena de la música country y el nacionalismo o regionalismo extremo de una ciudad como Nashville. Cuando uno dice Nashville de inmediato se enfoca en una imagen de gran riqueza y éxito popular instantáneo. Es como Hollywood hace cuarenta años. Todavía los niños se bajan de los buses con guitarras; dos años más tarde pueden comprar su propia piscina en forma de guitarra” (1).
En este enorme y épico escenario que es Nashville, la música es prácticamente un flujo continuo. Curiosamente a los actores se les permitió escribir e interpretar sus propias composiciones, logrando incluso que Keith Carradine ganara el Oscar a la mejor canción original por “I’m Easy”. Que actores y actrices se lanzaran a componer ellos la banda sonora del filme forjó un mito cinéfilo alrededor de Nashville, pero la verdad es que algunos ya tenían experiencia como cantantes y habían compuesto las canciones antes del rodaje. En la película hay cinco composiciones de la actriz y cantante Ronee Blakley: dos de ellas, “Dues” y “Bluebird” aparecieron en un album suyo de 1972 y otras dos – “Tapedeck in his tractor” Y “Idaho Home”– en un segundo album lanzado el mismo año que el filme. Las dos composiciones de Carradine “I’m Easy” y “It don´t worry me”, las cantó para Altman en el plató de Ladrones como nosotros. Karen Black, que tambien era actriz y cantante había compuesto “Memphis” y “Rolling Stone”, mucho antes de que se le asignara un rol en la película.
Por supuesto que la calidad de las canciones que estos actores compusieron e interpretaron -con la supervisión del músico Richard Bassin- es muy inferior a la de los cultores profesionales del country, que expresaron su total disgusto con un filme que se burlaba de su manera de tocar y cantar. La sátira que Altman proponía hirió su sensibilidad artística. En la misma entrevista mencionada el director da la clave de lo que pretendía: “Otra cosa que Nashville significa es que ya escuchamos a las palabras. La letra de una canción country es tan predecible como las palabras del discurso de un político. Cuando el presidente Ford anuncia en el discurso del Estado de la Unión que estamos resolviendo conflictos en el medio Oriente, no escuchamos; no leemos ni ponemos atención a lo que dice. Se vuelve ritmo y música más que palabras con sentido. Nadie es capaz de citar una frase que Ford haya dicho desde que está en la presidencia” (2).
He ahí a Nashville y por extensión a la sociedad norteamericana: la preeminencia de la imagen y el sonido sobre la verdad. Lo que vemos y oímos parece genuina música country, pero nos están engañando. Lo que proclama la omnipresente voz del candidato político parecen serias propuestas de campaña, pero son palabras vacías, propuestas populistas irrealizables. El país que se preparaba para la celebración del bicentenario de su independencia y que había presenciado como el año anterior el presidente Nixon tuvo que renunciar, era a los ojos críticos de Robert Altman una nación que vivía de las apariencias y que por dentro estaba carcomida por los engaños gubernamentales, por el falso patriotrismo, por el racismo, por el sostenimiento de unos ideales vacuos, por la ambición desmedida de sus corporaciones. “Debajo de todas las melodías de Nashville, su director oyó a América chillando” (3), escribe Jan Stuart en su libro sobre la realización de esta película. Altman lo que hizo fue dejarnos oir a todos –claro y fuerte- esos chillidos.
Referencias:
1. Bruce Williamson, “Robert Altman”, en Savid Sterritt (ed.), Robert Altman Interviews, Jackson, University Press of Mississippi, 2000, p. 44
2. Ibid., p. 45
3. Jan Stuart, The Nashville Chronicles: The Making of Robert Altman’s Masterpiece, Nueva York, Limelight Editions, 2003, p. 19
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