Había una vez…: La bella y la bestia, de Jean Cocteau
La bella y la bestia (La belle et la bête) es probablemente una de las mejores películas fantásticas jamás hechas. La dirigió y escribió Jean Cocteau, y desde su estreno en 1946 no ha dejado de maravillar al público. Al disfrute de verla se suma un placer adicional: a finales de 2014 apareció publicado en español (Intermedio Libros) el diario de rodaje de esta cinta, texto que originalmente fue editado en 1958 y que sirvió de acicate para que los futuros directores de cine de la “nueva ola” del cine francés acabaran de definir su vocación. Así pues, además de la excelente edición restaurada en alta definición de La bella y la bestia que se dispone en la actualidad, contamos ya en nuestro idioma de la narración en primera persona que Cocteau nos ofrece en su diario.
El cuento de La bella y la bestia fue escrito por Madame Leprince de Beaumont y publicado en 1757. Es un relato corto, sencillo y explícito en su mensaje que realza el triunfo del corazón bondadoso por encima de la apostura física y de la inteligencia. Puesto que la narración contiene más descripción que diálogos, permite que en su adaptación sea posible ofrecerles un contexto más amplio a los personajes o darle a los parlamentos un viraje romántico o sensible. Jean Cocteau (1889 –1963) era un hombre de muchos intereses artísticos: novelista, pintor, dibujante, dramaturgo, guionista y crítico. Pero –según nos lo recuerda el sacerdote y crítico de cine Luis Alberto Álvarez- Cocteau “siguió siendo, ante todo, un poeta y su obra en el cine debe ser vista como una extensión de su visión poética”. Debutó como director cinematográfico en 1930 con La sangre de un poeta (Le Sang d’un Poète), un filme experimental, pero La bella y la bestia sería su primer largometraje argumental. Y sobre él derramaría sus propósitos líricos, pero tal como lo refiere en su diario de rodaje “mi método es sencillo: que la poesía no sea mi objetivo. Ésta debe venir por sus propios medios. Su propio nombre, aún pronunciado en voz baja, la espanta”.
Hay en la mirada de Cocteau en este filme una ingenuidad que se antoja auténtica y no una pose, y que contribuye a la cómplice fascinación que su filme genera. Desde los créditos escritos por él mismo con tiza en un tablero escolar hasta la declaración –a manera de prólogo- en la que se nos pide tener la fe y la credulidad de la infancia para poder disfrutar de un relato que empieza con “había una vez…”, entendemos que Cocteau está apelando al niño que nos habita y que desea que dejemos de lado prevenciones y prejuicios y nos entreguemos al disfrute de un cuento de hadas que él no quiere que apreciemos con cinismo. Su espontaneidad nos desarma y entramos libres al mundo de este relato que opera según las reglas de la fantasía y los códigos de un cuento de hadas: hay dos hermanastras pérfidas, una chica de buen corazón, un castillo encantado, un monstruo que lo regenta, una llave mágica, un espejo que refleja el alma, un hechizo que romper… “El misterio posee sus propias leyes”, nos recuerda Cocteau.
El rodaje de esta película empezó el 27 de agosto de 1945, cuatro meses después de la rendición alemana. Había dificultades financieras y técnicas, pero el director supo convertir la carencia en oportunidad. “El problema, aparte de la innumeras trampas que se alzan entre este sueño y la cámara, consiste en rodar una película dentro de los límites impuestos por una época de ahorro. Acaso sea la única manera de espolear la imaginación, la cual se adormece en cuanto está en contacto con la riqueza”, anota Cocteau. El carecer de la parte interna de un castillo para rodar le permitió sublimar los espacios, llenarlos de sombras, de brazos sin cuerpo que sirven como sostén a teas, de tules que son cortinas que se mueven al viento, de pasadizos por los que la Bella no camina sino que se desliza. Hay en todo esto una fuerza onírica y surrealista que le dan al filme un extraño poder, como si estuviéramos presenciando –sin filtro alguno- lo que el subconsciente de Cocteau le estuviera dictando.
A toda esta magia contribuyeron una serie de talentos que acá se congregaron como la música de Georges Auric, la fotografía del maestro Henri Alekan, el diseño escenográfico y de vestuario de Christian Bérard y el maquillaje de Hagop Arakelian, que se tomaba cinco horas diarias para convertir a Jean Marais en la Bestia. Cocteau se sentía muy orgulloso de sus colaboradores: “¿A qué se asemeja el trabajo de Alekan? A esos viejos objetos de plata tan lustrados que parecen nuevos. En algunos objetos de plata se puede encontrar esa especie de dulzura radiante de los objetos lustrados con piel”.
Pero el rodaje de este filme fue difícil: a los caprichos del clima, las interrupciones de los cadetes de un campo de aviación y los accidentes de algunos actores se sumó la enfermedad de Cocteau, que adquirió un carbunco en el pecho y luego un impétigo en su rostro tan fuerte que requirió internación en Paris y la aplicación de un nuevo medicamento llamado penicilina. Dando muchos tumbos el rodaje de la película se extendió hasta enero de 1946, pero como ocurre con las grandes obras, jamás refleja los dramas que se vivieron para hacerla. Cocteau la presentó por primera vez en junio de ese año en una función privada para los técnicos del estudio de Joinville en París, donde el filme se montó y se musicalizó. Escribe Cocteau en la última entrada de su diario: “La película se iba revelando, gravitaba a nuestro alrededor, brillaba –fuera de mí- solitaria, insensible y remota como un astro. Me había matado. Me había rechazado y ahora vivía su propia vida. Lo único que podía ver en ella eran los recuerdos ligados a cada metro de película y los sufrimientos que me había costado. No podía imaginar que otros pudiesen seguir el hilo de la historia. Creía que todos estaban inmersos en mis pensamientos”.
Tantas décadas después de su estreno y aún seguimos pegados a esta historia, maravillados de la magia perdurable que Cocteau depositó en ella y que es fruto de una pócima compuesta por mística, tenacidad, fe y talento, cuya receta se perdió en la bruma del tiempo y ha sido reemplazada por la afectación y grandilocuencia de los cuentos de hadas actualizados por el cine contemporáneo, condenados irremediablemente a ver como son olvidados, convertidos en piedra. La maldición la lanzó la propia Madame Leprince de Beaumont en su cuento: “conozco vuestra alma y toda la maldad en ella encerrada: os convertiréis en estatuas, pero conservando vuestra pétrea piel toda vuestra razón. Permaneceréis en la puerta del palacio de vuestra hermana, y no os someteré a otra condena que la de ser testigos de su felicidad”. Que así sea.
Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 31/05/15), págs. 6-7
©El Colombiano, 2015
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