California Dreamin’: Había una vez… en Hollywood, de Quentin Tarantino
“Había una vez en la Francia ocupada por los nazis” se llama el primero de los capítulos de Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2009) y ya desde el nombre estamos sobre aviso: lo que vamos a ver es una fábula, no una recreación fidedigna de hechos históricos. Quentin Tarantino se otorga entonces todas las licencias para hacer de su película una ficción, una versión alterna, un “qué hubiera pasado si…”. Su noveno largometraje, Había una vez… en Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019), tiene la misma connotación desde el título. Advertidos estamos. Aunque está ambientado en Los Ángeles en 1969 y uno de sus personajes es Sharon Tate, y el filme se estrenó comercialmente cerca a la fecha en que se conmemoraron los 50 años del asesinato de esta joven actriz, no esperen acá una crónica verista de lo que ahí ocurrió. Ya sobre el tema, y sobre Charles Manson y su “familia” –el culto que asesinó a Tate- ha habido una buena cantidad de filmes y documentales, e incluso este año se estrenaron The Haunting of Sharon Tate, de Daniel Farrands, con Hilary Duff como protagonista, y Charlie Says, de Mary Harron, esta última desde la perspectiva del grupo de jóvenes mujeres que perpetraron los crímenes.
Tarantino no pretendía sumarse a esas películas. Él va a utilizar lo ocurrido a Sharon Tate como un elemento trágico en la consciencia del espectador de su filme para, a partir de ahí, de ese elemento icónico, divagar entre la realidad y la ficción recreando para nosotros un lugar y un momento: Hollywood en 1969. Tarantino es un cinéfilo inveterado, pero nunca había hecho una cinta sobre el mundo del cine –lo más cercano había sido Bastardos sin gloria. Pues Había una vez… en Hollywood es su película sobre el medio en el que se mueve, del que se alimenta para hacer su propio cine. Escoger 1969 va más allá de lo anecdótico de los asesinatos del clan Manson (aunque obviamente se sirvió de esta tragedia para la cuota hiperviolenta de su filme): se apuntala en lo que ese año representó para la industria: el colapso del studio system, el fin del código de producción en 1968, los intentos desesperados del cine por recuperar con el Cinerama y el 3D la taquilla robada por la televisión, la aparición de filmes rompedores como Bonnie and Clyde (1967), El graduado (The Graduate, 1967) y Easy Rider (1969), el surgimiento de productores independientes como Bert Schneider y Bob Rafelson, la liberación sexual y moral, el movimiento hippie, Vietnam… Los Ángeles era un hervidero creativo donde algunos veían el apocalipsis del cine tal como lo conocían, mientras otros le daban la bienvenida a un nuevo Hollywood lleno de posibilidades.
Esa ciudad y ese ambiente en crisis es el que Tarantino recrea con minuciosidad. Para empezar, las referencias al seriado Rawhide y a Clint Eastwood son instantáneas, pues los protagonistas de la película son Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de un western televisivo que dio un paso al cine que no ha sido afortunado, y su doble para las escenas de acción, Cliff Booth (Brad Pitt). Si bien ese par de personajes son ficticios, la atmosfera en que se mueven no lo es. La cámara se pasea por los bulevares y calles de una ciudad que respira cine, y cuyas marquesinas anuncian las películas del momento (obviamente la selección es acorde a los gustos de Tarantino): ahí esta Frank Sinatra, de nuevo interpretando a Tony Rome en Lady in Cement (1968); ahí asoma la inquietante Tuesday Weld en Pretty Poison (1968); ahí está The Killing of Sister George (1968) que recibió censura X por mostrarnos a una pareja de lesbianas; ahí se anuncia The Sergeant (1968) con Rod Steiger como un sargento homosexual o 3 in the Attic (1968) con el trío de chicas que comparten un mismo amante… a esos filmes sumen Model Shop (1969), Sweet Charity (1969), Ice Station Zebra (1968), The Night They Raided Minsky’s (1969)… el listado es casi tan interminable como significativo.
La marginalidad de los directores -Noel Black, Gordon Douglas, John Flynn- y filmes destacados por Tarantino coincide con la marginalidad del trabajo de los protagonistas de Había una vez… en Hollywood: Rick Dalton, un actor que fue famoso en televisión, pero que se está desperdiciando en el cine; Cliff Booth, su stuntman y hombre de confianza, y Sharon Tate (interpretada por Margot Robbie), una joven actriz cuya carrera apenas está despegando. No son grandes estrellas, se mueven entre la serie B y el cine de género -el debut de Sharon en el cine fue El ojo del diablo (Eye of the Devil, 1967)- para subsistir y para darse a conocer. Ellos bien saben que el California Dreamin´ del que canta José Feliciano en la banda sonora de este filme es eso, un sueño reservado para unos pocos. Ellos son el lado B del éxito artístico.
Sharon casi lo consigue: esa secuencia en que ella misma va a un cine a verse en la pantalla actuando junto a Dean Martin en The Wrecking Crew (1968) es un momento de singular alborozo personal. Es sentir que es posible logarlo, que ser una estrella es algo al alcance de su mano. Constatar que el público -que aún no la reconoce en la calle- reacciona frente a lo que ella hace en la pantalla es motivo de una alegría genuina que Margot Robbie supo transmitir. Su personaje es el único no sometido a caricatura por parte de Tarantino. Es fácil entender que le tuvo compasión.
Hablando de marginalidad, los ojos de Tarantino también se fijaron en los hippies de Los Ángeles y en ciertas jóvenes de ese grupo que no escapan a la atención de Cliff Booth. Él es quien termina -gracias a un vagabundeo en automóvil por la ciudad que se asemeja al de George Matthews (Gary Lockwood) en Model Shop (1969)- acercándose al clan Manson y a lo que aparentemente es una comuna hippie en el rancho Spahn. Ya en Easy Rider, Hopper y Fonda nos hicieron conscientes del rechazo que los hippies generaban en la sociedad y ese malestar se observa también acá. Pero esa desconfianza de Booth supera el prejuicio y se acerca al presentimiento. Sin embargo, Había una vez… en Hollywood no pretende hacer un juicio de valores, ni busca entender los motivos de los seguidores de Manson. La película los ve como freaks peligrosos y así los trata. El destino que les impone lo demuestra.
Sábado 8 y domingo 9 de febrero de 1969: esos son los días en los que acompañamos a Rick Dalton, Cliff Booth y a Sharon Tate. Tarantino es un especialista en tiempos muertos y en convertirlos en momentos de humor, pasmo o reflexión. Estos dos días están llenos de esos tiempos “valle” en los que Dalton conversa, Booth vagabundea y Sharon imagina un futuro brillante. A los tres los une el cine, pero también la incertidumbre. Y esa sensación es inocultable, pese a la caricatura, la sátira, la hiperviolencia, la gran banda sonora y el humor negro con los que este director sazona este y todos sus filmes. La incertidumbre frente al presente y el futuro del arte que es la pasión y el sustento de los tres se convierte en vacilación frente a sí mismos.
La película tiene un epílogo que ocurre seis meses más tarde, entre el viernes 8 y las primeras horas del sábado 9 de agosto. Tiene la velocidad y la urgencia de la secuencia final de Buenos muchachos (Goodfellas, 1990): ambas están igual de intoxicadas sensorialmente. Son las fechas que coinciden con la violenta irrupción de Charles “Tex” Watson, Susan Atkins, Linda Kasabian y Patricia Krenwinkel, integrantes de la familia Manson, a la casa situada en 10050 Cielo Drive en Benedict Canyon, donde Sharon Tate vivía con su esposo Roman Polanski. Esa fecha es trágica y todos saben lo que ahí ocurrió. No voy a repetirlo. Tarantino tampoco.
Colofón
Sharon Tate -en su caminata por Los Ángeles antes de entrar a cine- llega a una librería a recoger una copia de Tess de Thomas Hardy (que va a convertirse una década después en una película de Polanski). Al entrar al lugar acaricia una estatua de un halcón negro, idéntica a la estatua que le da nombre a El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941). ¿Recuerdan el diálogo final de esa película? El sargento Polhaus levanta la estatuilla y le pregunta a Sam Spade “-Es pesado. ¿De qué es?” Y este le responde “-Del material del que están hechos los sueños”.
Como el cine.
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