Hemos amado tanto a Scola
“Ettore Scola fue, para mí, un abanderado del más grande periodo del cine italiano”
– Martin Scorsese
“Después de este primer encuentro a distancia, los caminos de Fellini y Scola se vuelven a cruzar. Quizá porque a Federico le divertía encontrar en este buen chico algunas similitudes con su propio camino en la vida. Fellini llegó a Roma desde Rimini con 19 años y Scola desde Trevico cuando tenía 5. Ambos sentían pasión por el dibujo, las caricaturas y las viñetas. Ambos crecieron con las mismas historietas: Mio Mao, Bibì e Bibò, Arcibaldo e Petronilla, Professor Lambicchi… Bueno ahora no puedo nombrarlos a todos… También les unía… una… cómo decir… una animadversión hacia cualquier tipo de actividad física: ninguno de los dos le había dado jamás una patada a un balón, ni se habían interesado por ningún campeonato, ninguno sabía nadar, más grave en el caso de Federico, nacido y criado en Rimini que en el caso de Scola, nacido en Trevico, a 1.100 metros sobre el nivel del mar, el punto más alto de los Apeninos Campanos. También les unía una amistad con Ruggero Maccari, con quien Scola estableció una pareja fija escribiendo juntos 70 guiones, para directores como Mattoli, Steno, Zampa, Risi, Pietrangeli…”. Estas palabras son del narrador omnisciente del documental Que extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico – Scola racconta Fellini, 2013), la última película de Ettore Scola, que no solo fue un homenaje a Fellini, sino además un recuento de los años formativos de Scola como caricaturista del semanario satírico Marc’Aurelio, publicación en la que conoció al director de La dolce vita, y en la que coincidió con Ruggero Maccari, Steno y los futuros guionistas Agenore Incrocci y Furio Scarpelli, nombres que van a ser fundamentales en su carrera como realizador.
Ese paralelismo entre las vidas de Fellini y Scola es absolutamente llamativo: ambos tocan la puerta de Marc’Aurelio muy jóvenes con la intención de ser contratados como caricaturistas. Fellini lo hace en 1939 y Scola en la postguerra, cuando aún estaba en el colegio. Los dos empezarían después una carrera nada despreciable como guionistas para después pasar a la dirección de cine. Cuando Scola recibe su primer crédito como coguionista en Canzoni di mezzo secolo (1952) de Domenico Paolella, Fellini acaba de realizar su primera película en solitario, El jeque blanco (1952), y cuando Scola dirige su primer largometraje, Hablemos de mujeres (Se permettete parliamo di donne, 1964), ya Fellini le ha presentado al mundo a 8½ (1963) y ha armado una revolución estética inédita en el cine peninsular, algo que Scola ni nadie más va a imitar o a seguir.
La labor de Ettore Scola como guionista no puede ser despreciada, como dan fe estos ejemplos que hablan de su habilidad: Il mattatore (1960), La vida fácil (Il sorpasso, 1962) y Los monstruos (I mostri, 1963) de Dino Risi; Adua e le compagne (1960), La parmigiana (1963) y La visita (1964) de Antonio Pietrangeli. Es más, después de empezar su carrera como director siguió siendo guionista frecuente de Risi y Pietrangeli, amén de ser el guionista de sus propios filmes. El poder ser colega y colaborador de escritores tan talentosos en ese momento particular del cine italiano como Maccari, Steno y Age & Scarpelli, lo matriculó como autor dentro de la commedia all’italiana, un estilo que logró hacer critica social a partir de los mismos elementos dramáticos que en la postguerra dieron lugar al neorrealismo italiano, pero que ya para finales de los años cincuenta tenía un filtro satírico y humorístico que disfrazaba y suavizaba sus intenciones de denuncia.
Sin embargo Scola no se sintió conforme dentro con los limites convencionales de la commedia all’italiana. Él lo expresaba cuando decía que “la comedia a la italiana era un laberinto del que era muy difícil salir, una especie de mercado de las pulgas donde había de todo”. De ahí que en el libro Contemporary Italian Filmmaking: Strategies of Subversion, de Manuela Gieri, esta autora afirme que “Hay dos tensiones perennemente presentes en el cine de Scola: una lo conduce a reinterpretación completa de la comedia italiana; la otra lo guía hacia una revisitación de los fundamentos éticos y estéticos del neorrealismo italiano”. Si bien al principio de su carrera como director -con títulos como El diablo sabe por diablo (L’arcidiavolo, 1966), El comisario Pepe (Il commissario Pepe, 1969) y Celos estilo italiano (Dramma della gelosia, 1970)- esa voluntad de cambio no era tan consciente, a partir de ahí puede verse una evolución gradual hacia un cine donde los elementos cómicos están dosificados e insertos de manera orgánica en unas narraciones donde el drama es el eje principal.
Scola en el texto de Gieri ofrece una declaración de principios que me parece fundamental citar. Al referirse a la commedia all’italiana dice que esta “Nació como un testigo pacificador de una Italia provinciana calmada y gorda con pocas referencias con la realidad, un cine de ciencia ficción (o ficción consciente). Luego la comedia italiana creció mejor conectada con la realidad, hurgó más profundamente, se volvió más inquietante y de ser consoladora pasó a menudo a ser provocadora. Esta es la dirección en la que yo trabajo, moviéndome hacia una comedia italiana en la cual, detrás de la herencia del neorrealismo y la ‘magia’ de la sátira, brille la fábula civil”. Neorrealismo y sátira mezclados y transformados en una fábula del italiano de a pie: he ahí a Ettore Scola.
Ya en ¿Me permite? Rocco Papaleo (Permette? Rocco Papaleo, 1971) –la historia de un exboxeador italiano que ahora es minero en Alaska, y que visita Chicago para ver una pelea de boxeo y resulta involucrado con una top model que supone enamorada de él– Scola mezcla elementos puramente realistas con aguda sátira social. En La familia (La famiglia, 1987) hay una pequeña escena que puede servir de ejemplo de este abordaje tragicómico: los dos niños de ese hogar, Carlo y Giulio, están castigados en su habitación y empiezan a discutir y a pelear a los golpes, mientras ruedan por el piso. Con el cuerpo aprietan involuntariamente un pequeño acordeón que hay en el suelo y que produce un ruido gracioso cada vez que lo presionan, quitándole drama a la situación. Scola el otrora caricaturista de Marc’Aurelio sabe perfectamente cuando ser gracioso y cuando no.
Sin embargo el hecho de haber dibujado caricaturas no lo hace menos hábil para hacer retratos humanos tridimensionales en la pantalla: si algo caracterizó a su cine fue la tremenda compasión que sentía por sus personajes. Scola fue un hombre de militantes ideas de izquierda –miembro del partido comunista italiano, candidato al Parlamento Europeo en 1979 y ministro de cultura en un gabinete alterno (“en la sombra”) creado por los comunistas en 1989– que supo cómo volcarlas a su cine. Siempre estuvo de lado del hombre común, del desposeído, del trabajador de clase media, mientras miraba con recelo a los poderosos, a los arribistas, a los fascistas. Su cine “busca el Sur, la parte pobre de las cosas”, como lo dijo en una entrevista en 1986. Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976) es su homenaje más evidente a esos desposeídos.
Nos habíamos amado tanto (C’eravamo tanto amati, 1974) y Un día especial (Una giornata particolare, 1977) son dos obras maestras en los que Scola exhibió con claridad su credo humanista. En la primera acompañamos a tres amigos expartisanos (Vittorio Gassman, Nino Manfredi y Stefano Satta Flores) para ver que ocurre en sus vidas tras la guerra, mostrándonos el grado en que difieren esas existencias a medida que las décadas pasan y como es una mujer (interpretada por Stefania Sandrelli) la única que parece hacerlos coincidir de nuevo, así sea para rivalizar por su amor. Entre cinefilia, nostalgia y una incertidumbre romántica se debate este filme lleno de maravillas. En la segunda –conocida en España como Una jornada particular– un ama de casa madre de seis hijos y un locutor homosexual a punto de ser exiliado (Sophia Loren y Marcello Mastroianni, desprovistos de su aura de estrellas), comparten por casualidad un día de sus vidas, el 6 de mayo de 1938, cuando Hitler y su círculo de altos oficiales van a Roma a visitar a Mussolini. El complejo de apartamentos donde viven queda prácticamente desierto, pues todos los habitantes salieron a mirar el histórico encuentro entre los dirigentes fascistas. Scola se queda con ellos dos, con sus temores, con sus secretos, con sus ansias de una vida diferente.
Que los eventos de Un día especial tengan una fecha concreta cobra sentido si entendemos también al cine de Scola como un registro preciso del impacto que los hechos históricos tienen sobre las personas. No el efecto instantáneo, sino el que se produce con los años, a medida que las sociedades y quienes las componen se transforman como consecuencia de una decisión política trascendental, de una invasión militar, de un cambio radical de gobierno, de una hecatombe bursátil, de un exilio a la fuerza. “Desde la infancia, la historia era un tema que me fascinaba, y lo que me preguntaba era cómo la vida cotidiana podría haber sido diferente si César o Mussolini hubieran cambiado de rumbo. Mi solidaridad siempre fue para esos millones de personas que no participaron en esas decisiones, pero tuvieron que seguirlas”, expresaba.
Scola se deleita en mostrarnos esas metamorfosis desde la perspectiva de los individuos que las padecieron, quizá como homenaje a su resiliencia. Lo vimos en, obviamente, Nos habíamos amado tanto, pero también en El baile (Le bal, 1983) –curioso experimento formal que nos muestra la actividad de un salón de baile francés a lo largo de 50 años sin que se pronuncia palabra alguna en el filme–, en los cínicos y desilusionados invitados de La terraza (La terrazza, 1980), en la saga que constituye La familia. En estos tres últimos filmes Scola confirmo las bondades de ser coral, de poblar sus puestas en escena con múltiples personajes para así amplificar el efecto de unas historias que además tenían lugar en una locación común. Esta tendencia –coralidad y unidad de espacio– alcanzó uno de sus puntos más altos en una cinta magnifica llamada La cena (1998).
El cine de Scola nunca fue pretencioso ni demasiado intelectual. Siempre estuvo cerca a la gente, a su público natural a quien nunca traicionó. En el 2015 sus hijas, Paola y Silvia, rodaron un documental sobre su anciano padre llamado Riendo y bromeando (Ridendo e scherzando). Ahí los vemos mirando a la cámara mientras nos dice que “el cine es un trabajo duro pero, riendo y bromeando, se puede enviar algún mensajito, alguna postal con las observaciones sobre el mundo de uno. El cine es como un foco que ilumina las cosas de la vida”. El 19 de enero de 2016, a los 84 años, falleció en Roma el hijo predilecto de Trevico, un hombre que en vida se llamó Ettore Scola. Un hombre amado que, con su cine, nos iluminó la vida.
Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 31/01/16), págs. 3-5
©El Colombiano, 2016
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