Humo sagrado: Holy Motors, de Leos Carax
No acostumbro a escribir en primera persona, pero esta vez creo necesario hacerlo, puesto que voy a referirme a mis impresiones personales, nada objetivas, sobre Holy Motors (2012). Obviamente la expectativa que yo tenía era enorme. Se estrenaba por fin en nuestro país la película que representaba el regreso con gloria de Leos Carax, que volvía con un filme nominado a la Palma de oro en Cannes y a los premios Cesar, ganador en Sitges y considerada la mejor película del 2012 por el staff de Cahiers du Cinéma. Me dispongo entonces a ver la película sin prevención alguna distinta a la expectativa (que creo natural) y 115 minutos más tarde no logro aún discernir que me quisieron decir. Pasan los días y no lo tengo aún claro, pero si sé con certeza que algo dentro de mí, algún mecanismo cinéfilo inserto en mi (llámenlo como gusten: intuición, un pálpito, una asociación neuronal, quizá experiencia) me dice que esta no es la obra maestra que pretenden venderme.
Ante la avalancha de positivos, elogiosos y unánimes comentarios que he leído sobre este filme concluyo que todo debe ser problema mío: supongo que debe ser que me gustan mucho los relatos y que disfruto del arte de contar una buena historia. Admiro a los guionistas que se salen de lo obvio, que desisten de copiar fórmulas y recetas prediseñadas y comprobadas, que le apuestan a la creatividad y al talento para demostrarnos que ya no todo está dicho. No tengo prejuicios frente a las vanguardias, ni le temo al cine arriesgado, experimental y poco convencional. Sin embargo… necesito que me cuenten un relato. Creo que fue Jean-Claude Carrière quien afirmaba –palabras más, palabras menos- que el arte de la imagen es la fotografía y no el cine. Que el cine es un arte dramático, que requiere de elementos que constituyan una puesta en escena creíble y comprensible que nos permitan alcanzar esa “suspensión de la incredulidad” que borre las fronteras entre la ficción y lo real, haciéndonos olvidar que estamos viendo cosas que solo tienen lógica dentro de la pantalla y que no son reflejo exacto del mundo en que vivimos.
Holy Motors es una película laberinto: un hombre aparentemente llamado Oscar cumple una serie de “citas” a lo largo del día subido a una limusina blanca que le sirve de medio de transporte y de camerino, pues nuestro protagonista es una suerte de camaleón humano que debe transformarse física y mentalmente antes que la puerta del automóvil se abra y deba cumplir su cita o su misión. Aunque no comprendemos la naturaleza de los actos que hace convertido en otro ser (entre otros una pordiosera, un anciano moribundo, un acróbata, un repugnante gnomo) es difícil alejarse de la pantalla a pesar del tributo al feísmo y al esperpento que Leos Carax hace acá, donde cada imagen compite con la otra por perturbar y desagradar más. Todos queremos llegar al final de la película y encontrar ahí la explicación a lo que vimos. ¿Será este hombre un espía? ¿Su propósito es cumplir con los retorcidos deseos de alguien? ¿Vive vidas ajenas porqué carece de una propia? ¿Acaso presenciamos –comprimidos- varios rodajes de filmes diferentes donde Oscar es un actor en cada uno de ellos?
De repente culmina el metraje y no logramos satisfacer ningún interrogante. El director deja el final no solo abierto, sino que nos sume en la oscuridad. Cada quien puede concluir lo que quiera es el mandato. Acá no hay pistas, ni reglas, ni lógica, solo imágenes que a lo mejor intentaron contarnos algo pero no pudieron (¿o no quisieron?). Solo queda admirar el trabajo de Denis Lavant -actor fetiche de Carax- que interpreta alrededor de once roles. El hombre es fibra, músculos y coraje, pero su esfuerzo no alcanza para dejarme satisfecho. Un gran actor no es una película, y menos interpretando a una cascara hueca, cuyo contenido se llena a capricho de un director que parece no tener brújula y que no es capaz de hacernos sentir cerca de ninguna de las encarnaciones que hace Oscar. Carax nos deja lejos, a la distancia, para que desde allá no seamos capaces de ver con claridad la falta de humanidad que hay en esos personajes.
Holy Motors adolece de un peligroso delirio de grandeza. Es un cine pretencioso, falsamente sublime, caprichoso y disfrazado de gran arte, pero en realidad todo parece una broma cruel, como si Leos Carax quisiera ponernos a interpretar cosas vacías, para ver cuanta palabrería sale de los encargados de elogiar, supongo que gratuitamente, su cine. Lo lamento, no fui capaz de ver nada ahí, no me llegó la iluminación al ver este filme. Ni siquiera Eva Mendes fue capaz de seducirme esta vez. Insisto, el problema debe ser mío.
Concluyo: Holy Motors es humo sagrado. Elevado a los altares sacros por la crítica, pero al final –seamos sinceros- solo es humo.
Publicado originalmente en la versión web de la revista Kinetoscopio No. 104 (Medellín, 2013). www.kinetoscopio.com
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