¡Imágenes que hablan!

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Juan Carlos González A.

Publicado en el periódico El Tiempo (16/02/12). Pág. 16 
©Casa Editorial El Tiempo, 2012 

“Nunca hablaré en una película. Yo odio las películas sonoras y nunca las produciré. La industria Americana está transformada. Para bien o para mal, eso me deja indiferente. No puedo concebir mis filmes de otra forma que no sea silente. Mi sombra aparece en la pantalla como en un sueño, y los sueños no hablan”, expresaba nadie menos que Charles Chaplin a finales de 1930, a dos meses de estrenar Luces de la ciudad, una película aún muda, cuando ya hacía tres años que el cine sonoro había llegado. 
La actitud de Chaplin era la misma que tuvieron algunos creadores y empresarios relacionados con el cine, que se resistían tozudamente a ver el final del arte de pantomima que las películas mudas representaban, amenazado por el “teatro filmado” que imponían las cintas sonoras, cuyas limitaciones técnicas iniciales empobrecieron temporalmente el desarrollo de este arte, amén de acabar con la carrera de grandes estrellas del periodo mudo que no pudieron adaptarse al cambio, como John Gilbert y Clara Bow. 
Ese difícil momento de transición nos lo había mostrado en tono de comedia musical un magnífico clásico de la MGM como es Cantando bajo la lluvia (1952) y ahora vuelve a cobrar vigencia con El artista (2011), una hermosa remembranza del mismo periodo, recreado con un nivel de detalle que habla del amor que su guionista y director Michel Hazanavicius siente por este medio, pues de otro modo no se explica tan cuidadosa puesta en escena y, sobre todo, tan arriesgada decisión cómo fue el filmar la película en blanco y negro, y narrada desde lo gestual, sólo con intertítulos escritos. 
El artista no solo evoca una época precisa: la reproduce tal cual el cine mudo nos la mostró, con los mismos códigos visuales, con iguales manierismos, con idénticos recursos estilísticos y musicales. Se nota el enorme esfuerzo escenográfico y de dirección de actores para lograr el decorado preciso, el tono adecuado, el gesto exagerado, la música apropiada. 
El relato es convencional –una estrella que asciende y su relación conflictiva con otra que decae- y ya nos lo habían contado filmes como What Price Hollywood? (1932) y las diferentes versiones de Nace una estrella, pero acá lo importante es la atmósfera nostálgica, el respeto al tipo de cine que homenajea, la emoción que genera en el cinéfilo capaz de descubrir guiños y reverencias ocultas –maravillan las constantes alusiones a Ciudadano Kane– y, sobre todo, el revalidar la magia imperecedera que el cine irradia siempre.
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