Ingmar Bergman o el desamparo de las almas
“Un año antes había ido al cine por primera vez y había visto una película que trataba de un caballo, creo que se titulaba Belleza negra y estaba basada en un famoso libro infantil. La pasaban en el cine Sture y nosotros estábamos en la primera fila del anfiteatro. Para mí ese fue el principio. Se apoderó de mí una fiebre que no desaparecía. Las sombras silentes vuelven sus pálidos rostros hacia mí y hablan con voces inaudibles a mis más íntimos sentimientos. Han pasado sesenta años y nada ha cambiado, sigue siendo la misma fiebre” (1), escribe Ingmar Bergman en su autobiografía, Linterna mágica, publicada originalmente en 1987, cuando este autor sueco cumplió 69 años. Pese a haber dejado de hacer cine en 1982 con Fanny y Alexander (Fanny och Alexander), se ve que aún permanecía febril, pues continuó activamente haciendo películas y documentales para la televisión, amén de seguir con sus montajes teatrales y escribir novelas. Cuando falleció, el 30 de julio de 2007, fue el primer momento en el que supimos con certeza que ya no habría más obras de Ingmar Bergman, que ya nadie iba a reflejarnos como él lo hizo.
El desamparo fue y sigue siendo grande. Ya lo decía Karin, la protagonista de Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961): “A veces estamos muy indefensos. No sé… como niños en la jungla de noche”. Esa indefensión es la misma que sentimos frente a un cine como el actual, en el que ya no nos vemos ni nos encontramos, que ha dejado de lado el riesgo de explorarnos y cuestionarnos como solo Bergman sabía hacerlo. Lo curioso es que ante sus películas también estamos indefensos, atrapados y sin poder escapar, como cuando Jacobi invita a Jenny a su chalet en Cara a cara (Ansikte mot ansikte, 1976) y ella lo confronta con inusitada e inesperada agresividad: “Solo quería saber cómo habías imaginado que íbamos a ir de aquí a tu habitación. Como habías resuelto vencer la incomodidad de desvestirse. Que técnicas asombrosas vas a usar para satisfacerme y satisfacerte, que exigencias le haces a mi desempeño, que arrojado y he impulsado te permitías ser”, le dice sin pestañear. A nosotros como espectadores nos espera algo similar, un encuentro frontal con lo que somos, con lo que sabemos que no deseamos sacar a la luz, pues da miedo reconocer nuestras propias miserias, aceptar la derrota moral y espiritual.
Miedo. Esa es la palabra exacta. Pero no se trata del miedo externo y burdo del cine de terror, no. El que genera el cine de Bergman es el miedo profundo a cuestionarnos, a ver derribadas nuestras endebles certezas por alguien que nos conoce de cerca y sabe donde duele más el aguijón. Frente a sus películas nos sentimos como ese niño –el menor de los tres hermanos que han matado a una joven- que llega inadvertidamente a la casa de los padres de la víctima a pedir posada en El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) y que cuando se acuesta a dormir es confrontado por uno de los hombres de la casa, un fraile que huyó de su país y ahora está al servicio del caballero cuya hija ha sido violada y asesinada ante los ojos de ese niño.
El fraile se asoma a verlo a la improvisada cama en la que reposa y es como si sus palabras fueran pronunciadas para nosotros mismos cuando le dice: “¿Ves el humo temblar bajo el techo? Como si gritara de miedo. Pero solo sale fuera. Ahí afuera puede dar vueltas por el cielo, pero no lo sabe. Por eso tiembla y se encoge bajo el techo. A la gente le pasa lo mismo. Tiemblan como hojas en la tormenta. Por lo que saben y por lo que no saben. Y tú estás a punto de cruzar un puente estrecho. Tan estrecho que no sabes dónde poner el pie. Debajo de ti hay un río salvaje. Es negro y quiere quedarse contigo. Pero llegas al otro lado sin problemas. Ahora estás en un valle tan profundo que no ves el final. Hay manos que vienen hacia tí, pero no te alcanzan. Finalmente, llegas a una montaña horrible. Vomita llamas como un horno. A sus pies se extiende un horrible abismo. Ahí brillan todos los colores. Cobre y hierro, vitriolo azul y sulfuro amarillo. Las llamas brillan e iluminan, mientras se comen las rocas. A su alrededor, la gente se mueve como pequeñas hormigas. Es el horno que se traga asesinos y violadores. Pero cuando pienses que estás perdido, una mano te aferrará, un brazo te abrazará y te llevará muy lejos, donde el mal no puede tocarte”.
Ahí en ese discurso están muchas de las claves del cine de Bergman: la culpa, el remordimiento, la angustia existencial, el vacío, el temor a la muerte, la presencia de fantasmas del pasado, el miedo a los pasos en falso, la espera de la salvación. Y fue el segundo hijo de un pastor luterano y de una enfermera el llamado a mostrarnos todo esto en un puñado de películas donde lo autobiográfico se confunde con lo anhelado, lo real con lo soñado y lo percibible con lo intuido. “Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender. Este hecho contribuyó a posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía. En un sistema jerárquico, todas las puertas están cerradas” (2), nos cuenta en su autobiografía.
Nacido el domingo 14 de julio de 1918 en Uppsala al noroeste de Estocolmo, Ernst Ingmar fue bautizado de urgencia, por su mal estado al nacer. Niño de salud quebradiza, creció en medio de una familia absolutamente estricta, temerosa de Dios y de los hombres que se alejan de Él. Sometido a constantes castigos físicos y sicológicos por sus travesuras, pasaría largas temporadas en la casa de su abuela materna, el único sitio donde podía ser él mismo sin temor a alguna represalia inmediata. A los diecinueve años se marchó del hogar paterno.
Aunque apasionado de las artes escénicas –su vida se dividirá a partes casi iguales entre cine y teatro- Bergman se pone en contacto con las películas al entrar a trabajar en la poderosa productora Svensk Filmindustri como revisor de guiones y escritor “fantasma” de diálogos. Incluso un guion de su autoría se convirtió en el filme Tortura (Hets, 1944), dirigido por Alf Sjöberg y en el que Bergman participó como script. Carl Anders Dymling, cabeza de los estudios, le propuso adaptar una pieza teatral de Leck Fischer, Instinto materno, y si el guion era adecuado, le permitiría incluso dirigirla. Crisis (Kris, 1946) sería su debut como director y a la vez el motivo para ser despedido por Svensk Filmindustri ante el fracaso artístico y comercial que representó. Sin embargo, en palabras de Jacques Mandelbaum, “a pesar de un desenlace de pura conveniencia, la primera película de Ingmar Bergman se caracteriza, de entrada, por ser una transposición estética de su propia trayectoria (el artificio asumido del arte frente a la mentira de la moral natural) y una ambigüedad moral (¿cuáles son las verdaderas marionetas de esta historia?) que fecundará el conjunto de su obra (3)”.
Por fortuna fue acogido por Terrafilms, del productor Lorens Marmstedt y allí hizo sus siguientes cintas. “Mi cuarta película fue un modesto éxito, gracias a la sensatez, inteligencia, mimo y paciencia de Lorens Marmstedt. Él era un productor de verdad, un hombre que luchaba y se desvivía por sus películas, desde el guion hasta su lanzamiento comercial. Fue él quien me enseñó a hacer cine” (4), recordaba Bergman haciendo alusión a Música en la oscuridad (Musik i mörker, 1948). Cuando hace Hacia la felicidad (Till glädje, 1950) ya Svensk Filmindustri ha reconsiderado su decisión y de nuevo lo incorpora a su plantilla de directores.
Juegos de verano (Sommarlek, 1951) fue su primer gran éxito. El critico de cine Luis Alberto Álvarez consideraba que “es la primera de las películas de Bergman que tiene unidad y equilibrio formal. Cada secuencia parece estar perfectamente ajustada al propósito de la historia” (5). No obstante es Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953) la cinta que hace de Bergman una sensación inmediata. Rodada en la isla de Örnö y con Harriet Andersson como protagonista, la película incluía unos osados desnudos suyos, joven epidermis que causó sensación y revuelo entre los espectadores. La película incluso fue remontada y estrenada en Estados Unidos con otro título para explotar sus aspectos eróticos. Pero Un verano con Mónica ya es Bergman en su contemplación arrobada del rostro y del cuerpo de la mujer, en su incapacidad de juzgar los errores de sus protagonistas, en su habilidad para mostrarnos lo errático de sus comportamientos. He aquí la frágil condición humana como solo Bergman sabía exhibirla.
Cuando llegamos a 1957 y en ese mismo año Bergman estrena El séptimo sello (Det sjunde inseglet) y Fresas salvajes (Smultronstället), estamos ya ante un artista consciente de su sapiencia y poderío. El debut de la primera coincidió con la celebración de los cincuenta años de Svensk Filmindustri, un ambiente festivo aparentemente poco propicio para un filme ambientando en la época medieval y protagonizado por un caballero que regresa de las cruzadas para encontrar desolación, miedo, supersticiones y a la muerte, pero no como un concepto sino como una aparición, como un ser que le hace sembrar dudas sobre un Dios que no escucha, ni oye, ni ve. Empieza Bergman en El séptimo sello a caminar el sendero del descreimiento, de la ausencia de certezas espirituales, por el que va a transitar hasta llegar a las simas de El silencio (Tystnaden, 1963). “Es sobre el miedo a la muerte. Me liberó de mi propio miedo a la muerte” (6), comentaba sobre esta cinta.
Fresas salvajes es una película de origen autobiográfico que explora la veta onírica que también se haya en Bergman. Mezclando recuerdos y añoranzas, el director construye la historia de un viejo profesor, Isak Borg (interpretado por el anciano director Victor Sjöström), que viaja entre Estocolmo y Lund a recibir un titulo honorífico universitario. Sus acompañantes y los sitios por los que pasan lo transportan al pasado, en un viaje en el tiempo para tratar de entender el origen de su malestar actual, así como Bergman intentaba comprender la génesis del suyo. En su libro Imágenes confiesa a propósito de este filme que “A través de la historia fluye un solo tema, mil veces variado: carencias, pobreza, vacío, la falta de perdón. No sé ahora, y no sabía entonces, cómo suplicaba a mis padres a través de Fresas salvajes: «Miradme, entendedme y –si es posible- perdonadme»” (7).
Los años cincuenta terminan para Bergman con un gesto expresionista absolutamente vigoroso llamado El rostro (Ansiktet, 1958) -filme también conocido en nuestro idioma como El mago– una demostración de su control absoluto sobre la puesta en escena. Su trayectoria teatral paralela a la cinematográfica es la base en la que se apoya este proyecto, una fábula instalada entre la comedia y el drama, ambientada en 1846. El rostro es la historia de la compañía ambulante del curador y magnetista Albert Emanuel Vogler, que llega con su tropilla a la ciudad, para ser arrestados y llevados a casa del cónsul, donde van a ser sometidos a “prueba” para demostrar su charlatanería o constatar su poderes curativos y mágicos. La película, que es la lucha entre la creencia en lo espiritual versus el método científico, trata sobre el artificio, pero sacado del plano anecdótico –el truco, el engaño de los sentidos- para llevarlo al plano espiritual. ¿Debemos creer en algo o en alguien? ¿Hay un espíritu? La respuesta de Vergerus, el escéptico médico que va a desenmascarar a Vogler y a sus acompañantes es clara: “Sería catastrófico para la ciencia. Nos forzaría a… lógicamente tendríamos que imaginar un Dios. ¡Es totalmente obsoleto!”. Bergman parece hablar a través de este personaje tan seguro de su racionalismo (y que recibirá una lección por ello), pero el tema último de El rostro es el de la necesidad de una fe, de una ilusión. Necesitamos del poder de una ilusión para poder seguir vivos, parece decirnos este filme magnifico.
El rostro es también una invaluable oportunidad de ver reunidos a un puñado de los actores fijos de Bergman hasta ese momento –como si se tratara de un grupo teatral permanente- como Max von Sidow, Gunnar Björnstrand, Erland Josephson, Bengt Ekerot (que había sido la muerte en El séptimo sello), Lars Ekborg y dos de sus actrices favoritas, Ingrid Thulin y Bibi Andersson, todos bajo la lente pasmosamente dotada de Gunnar Fischer, que sacó a flote todas las posibilidades expresivas de la luz del sol y de las sombras: la carroza de Vogler emergiendo entre el bosque entre haces de luz y bruma es una presencia inquietante y fantasmal. Sin embargo para su siguiente filme ya Fischer habrá sido reemplazado por Sven Nykvist, que de acá en adelante se convertirá en “la mirada” de Bergman.
Los años sesenta, el periodo comprendido entre El manantial de la doncella y Pasión (En passion, 1969), son los de su consolidación como artista internacional. En ese lapso va a ganar dos veces –y en años consecutivos- el premio Oscar a la mejor película extranjera y su obra se va a difundir ampliamente en el mundo. Su estilo y sus temas van hacerse más austeros, más secos y desilusionados. Son los años de la “trilogía de la fe”: Como en un espejo, Luz de invierno / Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El silencio. Es la década en la que hizo Persona (1966) y La hora del lobo (Vargtimmen, 1968), pesos pesados en su filmografía.
Pese a la maestría visual de Sven Nykvist, Bergman en esta época se hace más riguroso en su dependencia del primer plano del rostro humano como espejo y reflejo de las carencias del alma. La primera de ellas es, por supuesto, la falta de fe en un más allá espiritual, un descreimiento que uno ya ve en El séptimo sello y que va ir haciéndose más evidente –y desolador- en El rostro, en El manantial de la doncella y en las tres películas sucesivas que hizo en los años sesenta y que pueden verse como una trilogía. En palabras de Bergman en 1963: “estas tres películas tratan de una reducción. Como en un espejo: certeza conquistada. Los comulgantes: certeza desvelada. El silencio: el silencio de Dios-la huella negativa. Por eso constituyen una trilogía” (8).
La “conquista” de Como un espejo es el darse cuenta que el amor es la única forma de divinidad a la que podemos recurrir. “Lo desvelado” en Los comulgantes es el descubrir, de parte del pastor luterano Tomas Ericsson, que Dios –o su idea- lo han abandonado, mientras que El silencio es igual al vacío que existe en un mundo donde no hay ni ilusión, ni fe, ni dudas, ni amor y donde solo hay egoísmo, incomunicación, lujuria, pasiones enfermas, dolor físico y muerte. La propuesta de extremo nihilismo de El silencio era consecuente con lo que en Italia mostraba Michelangelo Antonioni, y Alain Resnais en Francia: una desazón colectiva recorría a las filmógrafas europeas que pasaban del cine clásico al moderno entre gritos de desesperanza.
Esa sensación de no ser, de sentirse ajeno va a prolongarse y a agudizarse en Persona, estilizada y libérrima metáfora de la despersonalización, de la alienación y la manipulación mental. “-¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser. No parecer, sino ser. Consciente, alerta cada instante. Y al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma. La sensación de vértigo y la sed constante del desenmascaramiento. De verte por fin descubierta, reducida, quizá aniquilada” (9), le dice la doctora a Elisabet Vogler, su paciente, una actriz que ha enmudecido, tal como se lee en el guion de Persona que Bergman publicó en 1966. Lo que empezó como la anécdota entre el parecido físico entre las actrices Bibi Andersson y Liv Ullmann terminó en una obra superlativa donde se difuminan las fronteras mentales y anímicas entre dos seres. Aquí la realidad se ha quebrado como dicen en Como en un espejo y en Fanny y Alexander. Es Bergman al comando completo de su genio como realizador.
En los años setenta solo realizó seis largometrajes, pues a raíz de un escándalo tributario debió abandonar Suecia y radicarse en Alemania, lo que supuso un desbarajuste personal y profesional apenas comprensible, amén del inevitable escándalo mediático, proporcional al de una figura pública tan relevante como la suya y cuyos detractores no iban a perder tan magnífica oportunidad de vilipendiarlo. Pese a eso los años setenta son los de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), su reflexión acerca de la muerte como destino final, y a ella llegamos, en este filme, presos del dolor físico. Ese que siente la protagonista, Agnes (Harriet Andersson) y que solo ven de lejos sus dos hermanas, Karin (Ingrid Thulin) y María (Liv Ullmann), incapaces de acercarse a su agonía más que en los gestos externos. Parábola de la soledad ante los rigores del dolor humano, Gritos y susurros explota en rojo, el color del alma. Otra fuerte explosión, pero afectiva, es la que se vive en Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), donde por primera y única vez pudo trabajar con la actriz Ingrid Bergman, cuyo apellido común les causó a ambos más de una confusión a lo largo de sus respectivas carreras.
La fastuosa Fanny y Alexander más que despedida es síntesis. Si uno ha leído su autobiografía –Linterna mágica– entiende perfectamente que Bergman ha escenificado e intensificado desde la ficción sus recuerdos de infancia. Cuando Bergman describe a su abuela materna y las tardes tan felices que pasó junto a ella en su casa de veraneo de Dalecarlia o en su piso en la calle Trädgårsgatan desborda de alegría: “los días, las semanas y los meses que pasaba en casa de mi abuela satisfacían probablemente la apremiante necesidad que he sentido toda mi vida de silencio, de regularidad, de orden. Jugaba solo y no echaba de menos la compañía. Abuela se sentaba ante el escritorio del comedor, vestida de negro, con un gran delantal de rayas azules. Leía un libro, llevaba sus cuentas o escribía cartas; la plumilla de acero raspaba levemente el papel. Lalla trabajaba en la cocina, canturreando un poco para sí misma. Yo, inclinado sobre mi teatro de muñecos, levantaba gozoso el telón sobre el oscuro bosque de Caperucita o el iluminado salón de baile de la Cenicienta. Mi juego se adueñaba del espacio escénico, mi imaginación lo poblaba” (10).
Ante esas palabras no queda más remedio que evocar a esa abuela señorial e imponente que en Fanny y Alexander interpretó esa gran dama del teatro sueco que fue Gunn Wållgren, fallecida en 1983. Ella domina con su presencia a todos los demás personajes de este filme coral, que empieza en las navidades de 1907 con una secuencia de arrobadora belleza y de una nostalgia que se ve pasmosamente auténtica. Alexander, el alter ego de Bergman, es un muchacho de unos doce años, de padre y madre dedicados al teatro, pero que al morir su progenitor cae en manos de un padrastro que es un ascético e inflexible pastor luterano. Entre lo que Bergman hubiera querido que fuese su infancia y la que realmente fue transcurre esta película que es un homenaje a su propia infancia y por ende a su vida.
Un director que llenó sus filmes de ideas que surgieron espontáneamente e inspiradas en sueños, decepciones espirituales, fracasos amorosos, delirios febriles, imágenes súbitas e intuiciones estéticas termina su obra cinematográfica nutriéndose de sí mismo, de sus recuerdos. Escribe en su diario de trabajo: “Por fin quiero darle forma a la alegría que, a pesar de todo, llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo. El poder describir la fuerza de actuar, la vitalidad, la bondad. Sí, no estaría mal por una vez” (11).
Referencias:
1. Ingmar Bergman, Linterna mágica, Barcelona, Maxi Tusquets, 2 edición, 2017, p. 23
2. Ibid., p. 16
3. Jacques Mandelbaum, Ingmar Bergman, Paris, Cahiers du Cinema, 2011, p. 15-17
4. Ingmar Bergman, Op Cit., p. 166
5. Luis Alberto Álvarez, Juegos de verano, Revista Kinetoscopio No. 15, Medellín, Centro Colombo Americano, 1992, p. 139
6. En Stig Björkman, Torsten Manns, Jonas Sima, Bergman on Bergman, Nueva York, Da Capo Press, 1993, p. 117
7. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 21
8. Ibid., 215
9. Ingmar Bergman, Persona, Salamanca, Nórdica Libros, 2010, p. 35
10. Ingmar Bergman, Linterna mágica, Barcelona, Maxi Tusquets, 2 edición, 2017, p. 29
11. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 314
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia no. 332 (Medellín, abril-junio/18), págs. 109-115
©Editorial Universidad de Antioquia, 2018
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