Instrucciones para ser inmortal: Krzysztof Kieślowski, 1941 – 1996
La memoria va olvidando, a veces con ligereza, a los directores, a aquellos hombres que en últimas fueron los que dieron aliento a las imágenes que hoy vemos. Sin embargo, a algunos maestros es imposible olvidarlos: el vigor y la fuerza de sus filmes les han dado vida eterna, una inmortalidad reservada a unos cuantos genios que han logrado perpetuarse no sólo a través de sus hijos, sino además por medio de sus obras, que han enaltecido al arte cinematográfico. Por eso desde acá va un póstumo homenaje a uno de esos seres, un hombre que desde lejos supo hablarnos al oído de una manera tan clara que es imposible no sentirse tocado por su voz y por su pasmosa vitalidad. Estas palabras no son más que una invitación a que, evocándolo ahora, derrotemos al olvido y nos sintamos menos solos, menos desposeídos de su presencia física y la vez con la fortuna de sabernos herederos de sus películas.
Un escueto despacho de prensa informó que el miércoles 13 de marzo de 1996 falleció, en Varsovia, Krzysztof Kieślowski de un ataque cardíaco a los cincuenta y cuatro años. Dos días antes se le había practicado un bypass coronario, como se ve sin mayor éxito. Y es casi que comprensible que esa haya sido la causa de su muerte, pues ese corazón de Kieślowski había latido demasiado aprisa y sentido mucho más de lo que se espera para un hombre de su edad. Tenía que cansarse pronto, sentía demasiado. Y así, sin saber cómo, nos hemos quedado sin un artista fundamental, sin uno de los más dotados cineastas contemporáneos, sin un hombre cuya mirada sensible y mística se encargó de mostrarnos como pocos los meandros del alma. Heredero del cine humanista europeo de Bergman, Kieślowski era un poeta. No hay otra palabra que logre definirlo mejor: en sus películas fluyen la vida, el amor, el dolor, la soledad y la muerte como en un soneto.
En Colombia, presos de una amnesia colectiva y de un parroquialismo bochornoso, su deceso pasó casi inadvertido. Claro, no se extraña lo que no se conoce. Pero sus últimas obras habían llegado al país discretamente en vídeo y era conocido por tanto en pequeños y afortunados círculos. Entre ellos, al conocer su cine, el asombro ha sido unánime: a una compleja trama donde el misticismo y la realidad se hacen uno, se suma una impecable puesta en escena, realizada con una técnica de altísimo nivel.
Pero, ¿quien era Krzysztof Kieślowski? Nacido en una Polonia ocupada por los alemanes en plena Segunda Guerra Mundial, Kieślowski experimentó la sensación de no hacer parte de ninguna sociedad, de ninguna cultura. Egresado en 1969 de la escuela cinematográfica de Lodz, y luego de incursionar en el documental, realiza en 1973 su primer largometraje –Paso subterráneo (Przejscie podziemne)- pero fue seis años después cuando logró darse a conocer con Aficionado (Amator, 1979), filme que ganó el Festival de Cine de Moscú y el gran premio en el Festival de Gdansk.
Si uno mira esta película en perspectiva, comparándola con su obra ulterior, es obvio que es superada en lo formal pero para su momento, Aficionado era una declaración de amor al oficio, hecha con dificultades técnicas y económicas, y con ese riesgo creativo que implicaba hacer una cinta con la censura en los talones. Hay una inocultable alegría por filmar, hay un gozo por el nuevo juguete de luz que se ve reflejado en el obseso protagonista del filme. Kieślowski intentaba mostrar que vivía en función del cine y en un emulo de la nouvelle vague donde las películas eran casi una creación colectiva, el director cuenta aquí con la presencia física de Krzysztof Zanussi interpretándose a sí mismo, en un pequeño pero cálido papel.
Aficionado cuenta la historia de un obrero de una pequeña ciudad, que compra una cámara de ocho milímetros para filmar los primeros instantes de la vida de su primogénita, pero que termina -gracias a una serie de casualidades- haciendo cine promocional para su fábrica y después pequeños documentales que triunfan en el plano nacional, mientras su vida familiar se derrumba. Es indudable que hay carencias en la historia, cierta debilidad en la trama que intenta ser satírica sin lograrlo y que fue mansa y hasta complaciente si pretendía ser crítica. Lo que sorprende es que sólo haya catorce años entre esta cinta y Rojo, su último trabajo, mostrando una evolución técnica y narrativa por momentos difícil de explicar.
Aficionado fue realizada por la Unidad Tor, un equipo de producción fílmica fundado por Kieślowski, Zanussi y Edward Zebrowski, de la misma manera como Wajda, Agnieszka HoIland y Feliks Falk tenían la celebre Unidad X, pero las buenas intenciones de unos y otros fueron superadas por la ley marcial que impuso Jaruzelski en diciembre de 1981, que no sólo censuró sus filmes sino que clausuró ambas unidades.
De esa época oscura vienen películas suyas como El azar (Przypadek, 1987) y la bellísima Sin fin (Bez Konca, 1984) que sólo pudo ser estrenada en Polonia en 1989. Esta película -que narra la historia del fantasma de un abogado de Solidaridad que presencia en silencio las dificultades de su viuda para enfrentar al mundo en su ausencia- da inicio, a mi . parecer, a la última etapa del cine de este director, aquella imbuida de espiritualidad, en ocasiones con innegables tintes católicos, pero que más que una mirada religiosa diría que trata de explorar lo intangible, el destino, el azar y todo aquello que podemos ligar al alma.
De este período feliz proviene el Decálogo (Dekalog), diez filmes cortos realizados para la televisión entre 1987 y 1989 y basados -de alguna manera- en los mandamientos bíblicos. Con sus temas recurrentes -lo perpetua búsqueda de respuestas, la soledad de la vida urbana, la ambición, la noche, la mujer que se desea y no se obtiene, la angustia de ignorar las consecuencias de nuestras decisiones, la imposibilidad de luchar contra el destino-, el Decálogo es un catálogo de la diversidad del género humano, mostrado sin muchos afeites pero con gran precisión y densidad. Todos son lienzos inconclusos, donde cada espectador puede buscar la explicación que desee y tratar de preguntarse qué quiso expresar el director.
Es más, como extensión afortunada de los capítulos quinto y sexto surgieron dos largometrajes independientes: No matarás (Krótki film o zabijaniu, 1987) y No amarás (Krótki film o miłości, 1988) que obtuvieron el León Dorado en el Festival de Gdansk en 1988 y distinciones en Cannes y San Sebastián. De manera curiosa, ambos filmes sólo fueron estrenados en diciembre del año anterior en Estados Unidos y del primero ha dicho la crítica de ese país que es una de las más impresionantes declaraciones de un cineasta respecto a la pena de muerte y las implicaciones morales de su aplicación.
El nombre de Kieślowski está unido al de grandes artistas que le han brindado su concurso: Krzysztof Piesiewicz, un abogado que ha sido su coguionista, el compositor Zbigniew Preisner en la musicalización de sus filmes y entre sus directores de fotografía, yo optaría por reconocer la labor expresionista de Slawomir Idziak, un auténtico maestro de la composición cinematográfica, innovador y arriesgado. Esta permanente labor de equipo se refleja obviamente en la continuidad temática y estructural de los filmes y además con Tor de nuevo funcionando, se suman también los integrantes de la unidad en la parte técnica y de producción. En 1991, realiza Kieslowski su primera coproducción internacional, La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique), una intensa experiencia fílmica protagonizada por una hermosa mujer, Irene Jacob, y que nos cuenta del lazo intangible que une a dos mujeres idénticas que nunca se han visto y que no se conocen.
La película es recorrida de principio a fin por una atmósfera de sensualidad que la convierte en un himno vital, en uno de esos filmes que es imposible circunscribir con palabras. Y si esto se cumple con La doble vida … , ¿qué podría yo decir de Tres colores, la trilogía final de Kieślowski, compuesta de Azul (Bleu, 1993), Blanco (Blanc, 1993) y Rojo (Rouge, 1994), que representan los colores y los ideales de la Revolución Francesa? Pero antes que eso, los tres episodios son un viaje -doloroso en Azul y Blanco, esperanzador en Rojo– al alma humana, a través de un solo sentimiento: el amor.
En Azul, la lente de Idziak se introduce en la piel de Julie que ha perdido a su familia en un accidente y la acompañamos a darle la espalda a la vida, a sobrevivir lejos del amor pero cerca de sus recuerdos aún lacerantes. En este filme todo es mágico: la luz la rodea y la música se ve, mientras en ella su espíritu se niega rebelde a morir en vida, sin darle antes -otro vez- una oportunidad al amor. En un tono menor, Karol -el protagonista de Blanco– un peluquero polaco, es abandonado por su esposa francesa a la que no logra complacer sexual mente. Obligado a regresar a Polonia se obsesiona por recuperarla y lo logra apelando a un truco algo macabro. Con menos intensidad y un lenguaje más plano que el de sus dos compañeras, Blanco logra mostrarnos los estragos del amor, ese estado inestable al que todos queremos acceder. y si de amores difíciles se trata, Rojo ofrece la más elaborada de las versiones: el sentir que hemos encontrado demasiado tarde a la persona que estaba destinada a nosotros, mientras perdíamos el tiempo con alguien más. Un abogado jubilado, haciendo las veces de Dios quiere impedir que esto le ocurra a Valentine, una joven modelo involucrada en una relación a distancia con un hombre egoísta. Es ahora la cámara de Piotr Sobocinski la que juguetea sobre la epidermis de otra mujer, menos adolorida que Julie, pero igual de perpleja ante el futuro. Al final la vida se impone …
Realizados con el distanciamiento que ya había mostrado en el Decálogo, los tres filmes finales de Kieslowski se entrelazan entre sí en un constante devenir de situaciones y detalles comunes que, compartidos, van de película en película en un jugueteo destinado a un espectador cómplice que ve cómo las tres historias confluyen sin dificultad en la parte final de Rojo, en una conclusión abierta a la esperanza. Es curioso como tres filmes tan complejos en lo conceptual y abiertos a tantas lecturas, sean tan ricos en los formal, llenos de colores y texturas, inclinados además a la experimentación, con una cámara ágil continuamente en movimiento, con ángulos cerrados y un aprovechamiento embelesante de las sombras y los claroscuros que, antes que disipar, concentran la acción sobre los personajes. Con la dos veces Verónica, con Julie y Valentine, Kieślowski nos ha dejado tres imágenes imborrables de mujeres, pero no etéreas ni inexistentes, sino con todo lo terrenal que una mujer es de veras: misteriosa, romántica, sensible y en perpetua búsqueda de una esquiva felicidad. Un exquisito legado de fe en la vida para todos los que apreciamos su cine.
Tras concluir su trilogía, Kieślowski declaró públicamente su intención de no volver a filmar. Quizás sus dolencias cardíacas lo forzaban a un retiro precipitado y no necesariamente deseado, como lo confirma el propio Krzysztof Piesiewicz, al revelar que ambos venían trabajando silenciosamente en los guiones de un nuevo trío de filmes: Paraíso, Purgatorio e Infierno, y que, a juzgar por los títulos, continuarían probablemente disectando el alma y el espíritu humanos. Quedan en el tintero, pues un 13 de marzo de 1996 nos dimos cuenta de que en verdad no iba a volver a filmar más. Kieślowski no nos mintió. Realmente nunca lo hizo.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 36 (Medellín, vol. 7, 1996), págs. 71-76
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1996
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