Inteligencia vial: Carancho, de Pablo Trapero
Hay una sensación visceral que recorre a Carancho (2010) y que tiene que ver con el naturalismo poco complaciente de la puesta en escena, que intenta reflejar hasta las últimas consecuencias (hasta la incomodidad del espectador, podría decirse) la atmósfera densa en la que se mueven sus personajes. El director argentino Pablo Trapero ya ha demostrado su pulso para el drama de estas características y su filme previo –Leonera (2008)- supo trasmitir con rigurosa propiedad el ambiente carcelario y lo que implica para una mujer ser madre tras las rejas.
Aunque Carancho se mueve en dos frentes dramáticos que correen paralelos –el de los abogados que buscan conseguir clientes en medio del dolor de una tragedia, como aves de rapiña carroñeras (el “carancho” del título); y el de los médicos de atención prehospitalaria y de los servicios de urgencias de los hospitales públicos- es este último el más poderosamente descrito y desarrollado. Son evidentes un juicioso trabajo de investigación previo y una asesoría médica competente para lograr un resultado tan verosímil, casi documental en su desnudez. Soledad y zozobra son los acompañantes permanentes del médico de turno, inerme ante la noche, la violencia, el dolor ajeno y propio.
Luján (interpretada por Martina Gusman, la Julia de Leonera y esposa de Pablo Trapero) es una médica joven trabajando en una ambulancia en las noches del Gran Buenos Aires. Vive sola, no se relaciona con casi nadie, se inyecta drogas de abuso para soportar la presión de los turnos en las calles o en la sala de urgencias del hospital de trauma, ese que se parece tanto a los nuestros. Convive con el llanto, con la sangre, con la ira, con la muerte. Que fácil -y que falso- seria sublimar todo eso y mostrarnos una médica bella, impoluta y perfecta, trabajando en un hospital reluciente donde los pacientes no se agreden, donde siempre hay camas disponibles, donde incluso nadie sangra. Pero Trapero quiere que sintamos que Luján es frágil, que sufre, que ese trabajo la enferma. Por eso cuando conoce a Sosa siente que hay alguien tan mal y tan necesitado de afecto como ella.
Sosa (Ricardo Darín, con su habitual solvencia) es ese abogado caído en desgracia. No es el Paul Newman de Será justicia (The Verdict, 1982): esto no es Hollywood. Este hombre arrastra una pena enorme y hace un trabajo que asume como una expiación que ojalá logre redimirlo. Con la disculpa de ayudarlos a demandar a las compañías de seguros termina engañando a sus atribulados clientes, captados en la misma escena de un accidente de tránsito. Y si no hay accidente… él podría fabricar uno para defraudar a las aseguradoras. Con una estadística del epidémico número de muertos en accidentes de tránsito en Argentina y del negocio de las indemnizaciones que hay detrás de ellos se inicia esta película. Carancho es el drama detrás de esas cifras, los seres que se lucran de ellas, los que las padecen, los que las lloran.
Sosa y Luján se encuentran, se reconocen e intentan ser felices a su manera, pero saben que su pretérito imperfecto les pesa: han sido a la vez víctimas y victimarios. La película tiene un aire fatalista (a un ya-es-imposible-escapar) que se agudiza en su tramo final cuando pierde todo freno y nos arrastra en un curso de colisión excesivamente calculado (pero impecablemente ejecutado), que ante todo buscaba llegar a la paradójica anécdota final con la que se cierra este filme de tan desesperada y urgente intensidad, y de tan cruda belleza.
Publicado en la revista Arcadia No. 68 (Bogotá, mayo/junio de 2011). Pág. 28
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