Isabel Coixet, o el difícil oficio del equilibrio
“La poesía de George O´Hearn no pide disculpas”, afirma en un discurso David Kepesh (Ben Kingsley) al referirse a un amigo y confidente entrañable que pocos minutos después se desploma frente a él y frente al público que se dispone a escucharlo. Es La elegida (Elegy, 2008), la película que la directora catalana Isabel Coixet estrenara en Europa el año anterior y que apenas llega a nosotros. Ella es una autora cuyo cine tampoco pide disculpas a la hora de acercarse al melodrama, resbaladizo terreno donde más de uno tropieza y se da de bruces con el ridículo, enredado entre la manipulación y los excesos. Ella no. Ella juega con éxito al equilibrista de altura y hasta ahora ha conseguido mantenerse de pie. Tiene talento: es capaz de explorar el alma humana con sensibilidad y buen gusto, mezclados con generosas dosis de dignidad y mesura. Nunca se excede, nunca atraviesa esa delgada y peligrosa línea que la separa de la peor telenovela y del folletín barato. ¿Cómo lo logra? ¿Cómo es capaz de conmover tanto al espectador sin darle golpes bajos?
Escritora de todos sus guiones -con la excepción de este filme- Isabel Coixet es una aguda observadora de la conducta humana sobre todo ante cuatro aspectos que definen nuestra experiencia vital: el amor (y su ausencia), el dolor (físico, espiritual), la soledad y, claro, la muerte, la eterna vencedora. En esos cuatro rincones se mueve, allí ha construido una filmografía que se inició en 1987 con el corto Mira y verás; su debut en el largometraje fue con Demasiado viejo para morir joven (1989), al que siguió con Cosas que nunca te dije (1996), A los que aman (1998), Mi vida sin mí (2003), la ganadora del Goya La vida secreta de las palabras (2005) para desembocar ahora en La elegida, luego de participar con sendos segmentos de las películas corales ¡Hay motivo! (2004), París, te amo (2006) e Invisibles (2007). Licenciada en historia, periodista de cine, premiada publicista, operadora de cámaras, directora de video clips, directora de teatro, autora del libro La vida es un guion, mujer cosmopolita con un alter ego llamada Miss Wasabi, profeta en su tierra y sobre todo fuera de ella, Isabel Coixet ha decidido romper paradigmas, incluida la barrera del idioma y hacer su cine en Norteamérica, en inglés, con actores angloparlantes y asumiendo con valerosa propiedad rasgos culturales que no son los suyos, corriendo el riesgo de falsear experiencias humanas que requerían verosimilitud.
En últimas sabía el secreto, sabía que el amor, el dolor, la soledad y la muerte son universales, que todos pasamos por allí tarde o temprano y que no es difícil vernos y reconocernos en gente que ama, sufre, está herida o teme a morir, así hablen otro idioma o vivan en Canadá o en una plataforma petrolera en el océano. Se requería a continuación de su equilibrio para hacer que sus historias nos tocaran de cerca, nos hablaran con honestidad, nos permitieran reflejarnos en ellas y dejarnos recordar –sin presionarnos- una tarde en que sentimos la lluvia, vimos el mar o sentimos un hueco en el alma ante la distancia de alguien a quien amamos. “¿Cómo vive uno con la muerte?”, se pregunta el personaje que interpreta Tim Robbins en La vida secreta de las palabras. Isabel Coixet se lo pregunta también -es una de sus las muchas preguntas que su cine se hace- y nos lanza junto con sus personajes hacia una búsqueda de respuestas vitales que por lo general están compuestas de silencios. Esas mujeres de su cine, las dos Ann (de Cosas que nunca te dije y Mi vida sin mí), Hanna, Consuela, sufren en silencio y se enfrentan a la muerte -la propia, la de los suyos- con absoluto decoro. Su protesta es callada, su dolor se padece sin dejar rastros en sus palabras. No es resignación torpe, es interiorización sabia, es acostumbrarse a seguir viviendo con algo que en un momento fue insoportable y que ahora ya hace parte de ellas. Así que no lo mencionan, no tiene sentido hacerlo. Están heridas en el cuerpo y en la mente. La piel de Hanna (maravillosa Sarah Polley) en La vida secreta de las palabras tiene unas marcas visibles. Las marcas invisibles son aún mayores y más profundas. Ella y las demás están enfrentadas al dolor y a la muerte, pero sacan fuerzas no se sabe de dónde para poder seguir vivas.
Quizá la explicación sea el amor. “A los tímidos les cuesta abrazar, pero como la española de la copla, cuando abrazan, abrazan de verdad y no importa el crujir de huesos ni la torpeza, ni las gafas que se tuercen por el camino, ni las narices que tropiezan porque los abrazos no son como los besos pero casi”, escribe Isabel Coixet en su página oficial de Internet. Ella debe ser así detrás de sus gafas de pasta, una mujer tímida con una idea romántica del amor al sin duda ve como el impulso que nos permite levantarnos cada día a enfrentar los demonios cotidianos que esperan allá afuera. Ese amor tan deseado y tan esquivo en su cine, fuente de dolor como en Cosas que nunca te dije, impulso vital en Mi vida sin mí, bálsamo para las cicatrices en La vida secreta de las palabras, árbol que florece de nuevo en Bastilla (su episodio de París, te amo), objeto del que no se puede hablar en La elegida. Más que mostrarnos grandes pasiones, la directora quiere demostrarnos las propiedades terapéuticas del amor. Ann sobrevive sus últimos días por el amor a su esposo y a sus hijas en Mi vida sin mí, cuando ya no hay esperanza alguna; Hanna y Josef en La vida secreta de las palabras son dos sobrevivientes malheridos que encuentran la fe para entregarse lentamente al otro, tratando por medio del amor de aliviarse, de consolarse y darse apoyo. Para el sibarita profesor David y su exalumna Consuela (Penélope Cruz) en La elegida, el amor es algo a lo que no pueden condescender -presos de una relación obsesiva sin promesas y sin futuro- y al que sin embargo, sucumbirán, a su modo, tras una revelación final.
Como vemos la directora respeta, escucha y siente compasión de todos sus personajes, los observa sin juzgarlos, sin sentirse superior a ellos. Es sólo una cronista conmovida que se toma en serio los dramas y conflictos en que están involucrados (si lo pensamos bien ella fue la que los puso ahí), pues sabe que el público lo hace también. Nada de pasos en falso, nada de balbuceos fuera de tono que rompan el equilibrio dramático. Relatos llenos de fuerza, habitados por seres solitarios -por vocación o elección- que ejercen una forma de ternura que se expresa con miradas, roces y palabras antes que con actos físicos. Su visión romántica permea y sublima hasta los guiones ajenos. En sus manos un texto tan explícito como El animal moribundo de Philip Roth -escrito para la pantalla por el neoyorquino Nicholas Meyer, que ya había adaptado sin mayor éxito La mancha humana– deviene, convertida en La elegida, en una narración típica de su universo: algo más elegante, más nostálgico y más sutil que lo que el lector de Roth puede suponer. Consistencia que habla bien de sus convicciones como autora. Pero hay algo aquí que no termina de funcionar, se ve que este filme fue un encargo que le hicieron y que aunque ella logró convencer a los productores para modificar elementos argumentales que le incomodaban, no tuvo la libertad que hubiera querido. Por eso en La elegida apela a algo raro en ella: al uso de clichés genéricos y a una zancadilla emocional final que no nos deja conformes.
Pero hay fe. Esta mujer, cuya abuela vendía boletos a la entrada de un viejo cine de Barcelona, ama hacer películas, ama escribir de ellas, ama contarnos la experiencia que representa filmar. “Las películas sirven para algo, algo frágil, tenue, momentáneo, innombrable, pero poderoso”, dijo alguna vez. Este año presentó en competencia en Cannes Mapa de los sonidos de Tokio, una historia obsesiva y coral sobre un coleccionista de sonidos enamorado de una mujer que tiene una doble vida como asesina a sueldo, que promete traerla de nuevo por el sendero donde la hemos visto feliz y libre, confiando a ciegas en el poder de la ficción, ese terreno desde donde nos cuenta –con trazo delicado- historias sensibles, que no temen expresar emociones, llenas de humanos frágiles, que nos dejan ver el alma brillar a través de piel. ¿Es su propia alma la reflejada allí? Apostamos que sí.
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 87 (vol.19, 2009) págs. 109-111
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2009