Cometas en el cielo: Jericó, el infinito vuelo de los días
Declaración inevitable de conflicto de intereses: Viví en Jericó. No me fui un fin de semana de paseo a conocer el pueblo y a beber. Residí allí entre octubre de 1991 y a lo largo de todo 1992 mientras realizaba mi año rural como médico en el Hospital San Rafael. Fue mi hogar y eso no lo olvido.
Jericó ya era famoso antes de la canonización de la Madre Laura Montoya. Siempre me sorprendió su desarrollo, su actividad cultural, su artesanía de cuero, el bienestar que reflejaba su gente. Quizá yo era apenas un médico rural ingenuo que solamente veía gente aliviada consultar por urgencias, pero en realidad no era así: vi de frente -reflejada en los pacientes- la violencia, los frutos de la pobreza, los embarazos de adolescentes, la inseguridad, la ignorancia y la falta de oportunidades. No lo leí la semana pasada en algún informe estadístico mientras consultaba internet desde alguna ciudad grande del país: lo presencié, lo sentí en ellos, en su dolor, en su sangre, en su muerte. Pero eso no cambia mi opinión positiva de Jericó. Este municipio es un espejo de lo que somos como colombianos, capaces de lo mejor y de lo peor a la vez. Su situación social y de salud no estaban –ni están– ocultas para nadie, simplemente fui yo el que decidió cómo iba a recordarlo, con qué vivencias iba a quedarme. Que yo admire su arquitectura, sus paisajes, la bondad de su gente y sus ganas de superarse mediante el arte y la educación, y no viva hablando de lo que experimenté como médico entre jericoanos heridos o muertos por arma blanca, por balas o por violencia intrafamiliar no me hace un testigo miope o sesgado. Cada quien tiene una mirada sobre el mundo y sobre su propia vida. Mi mirada sobre Jericó es agradecida y eso no equivale a una mirada desinformada. Lo afirmo con conocimiento de causa.
Semejante párrafo previo –que en su impudicia parece una declaración extrajuicio– viene a cuento por algunos comentarios que han demeritado a Jericó, el infinito vuelo de los días (2016), por brindar una mirada positiva sobre un grupo de mujeres jericoanas. Se acusa a su directora, Catalina Mesa, de tapar tendenciosamente la realidad machista, retrograda, camandulera y derechista que se vive en Jericó, y de presentar una visión incompleta del rol de la mujer paisa, haciendo una película que lo único que busca es promover el turismo hacia el suroeste antioqueño.
Que yo sepa Catalina Mesa –a quien solo he visto en una sola oportunidad– no pretendía hacer un documental etnográfico estricto, sino resaltar la vida de unas mujeres de avanzada edad que tenían algo anecdótico o interesante que contar y que mostrar. Lo que hizo fue darles voz, sacarlas del anonimato por un instante y convertirlas en presencia activa ante nuestros ojos. Su acercamiento fue sencillo porque sencillas son ellas. No encuentro en su filme intenciones manipuladoras ocultas, solo observo una mirada que a algunos les parecerá ingenua o banal, pero que es la suya. Catalina no hizo la película inteligente, reveladora y cuestionadora que a los críticos les hubiera gustado, hizo la que su manera de entender el cine y la vida, lo que equivale a su sensibilidad y sus experiencias, le dictaron. Andrei Tarkovski en su libro Esculpir en el tiempo define al cine como “una realidad emocional”, explicando más adelante que “la realidad se basa en innumerables relaciones de causa y efecto, de las cuales un artista solo puede recoger una parte determinada. Por ello solo tendrá que tratar con aquellas que él mismo ha sabido captar y reproducir. Aquí es donde se mostrará su individualidad y singularidad”. Eso hizo la directora de este filme: sus encuadres, sus decisiones estéticas y narrativas le pertenecen solo a ella. Son así mismo su responsabilidad. Ella nos las entrega para que las veamos y nosotros como espectadores nos formamos una opinión sobre las mismas. Pero que no se nos olvide que el sentido último de la película le pertenece a su autora.
Rescatar el testimonio de estas mujeres tiene su mérito. No son actrices, el nivel educativo de varias de ellas y su edad no permitía un gran despliegue histriónico. La directora optó por hacerles una puesta en escena mediante el recurso de la visita: alguien (incluso puede ser una de ellas mismas) va y visita a alguna de las protagonistas y traban un diálogo que a lo mejor no es espontáneo, pero que en el fondo revela lo que ellas son. Así como no creo en intenciones subterráneas de la directora, tampoco creo que las mujeres por ella retratadas hayan decidido presentar una imagen distinta a lo que son, para así encubrir la “terrible” sumisión en la que viven.
En estos tiempos la bondad y el afecto despiertan sospechas mientras el cinismo es el que recibe los aplausos. Catalina Mesa hizo un documental que puede ser benevolente, pero que así mismo está teñido de belleza, humor y calidez. Pero según parece a los que les emocionó Jericó, el infinito vuelo de los días entonces son -somos- unos imbéciles dignos de lástima por crédulos. Ríanse de mí si quieren pero excluyan de su sarcasmo a los espectadores que han disfrutado esta película y han visto en ella a seres cercanos, a lo mejor a sus madres, tías y abuelas, personas a las que el cine nunca visibiliza.
Andrei Tarkovski escribía que “estoy a favor de un arte que dé al hombre esperanza y fe” y creo que Catalina estaría de acuerdo con esa frase, pese a que por lo mismo se convierta en un blanco fácil. Mil veces prefiero que un filme amable como este supuestamente me “embauque” y no lo haga una de las cintas que hace o produce Dago García, esas sí manipuladoras y mañosas. Algunos vieron torpeza y malas intenciones en este filme de Catalina Mesa, yo vi cometas en un cielo azul conocido y añorado.